CAPÍTULO 7

1501 Words
En muy contadas ocasiones las víctimas no eran ejecutadas de inmediato. No sé si por órdenes explícitas o porque de pronto les nacía esa necesidad de alargar el suplicio, pero pasó así unas cinco veces en el tiempo que estuve allí. Recuerdo bien a un hombre. Se quedó encarnado en mis memorias porque me tentó de una manera prohibida. El reloj marcaba casi las seis de la mañana, cuando unos gritos hicieron que saliera de mi pequeña habitación casi corriendo. Me alarmé porque se trataba de una voz masculina. Crucé aprisa los arcos de piedra y llegué al patio principal. —¡Se equivocan, cometen un error! ¡Se equivocan!... —vociferaba desesperado el hombre una y otra vez. Dos monjas intentaban detenerlo. Lo jalaban histéricas de la ropa. ¡El sujeto pudo escapar de su encierro y faltaba poco para que lo hiciera del convento! La puerta principal estaba demasiado cerca de sus pies y entreabierta para su buena suerte; un descuido que la culpable pagaría muy caro. Sé que esas dos monjas sentían terror, lo vi en sus rostros, pero yo sentía una especie de satisfacción porque él iba a salvarse, hablaría, nos acusaría, y con eso se terminaría mi tormento. Por eso es que no me moví, solo permanecí observando y deseando que lograra salir. ¡Por supuesto, ellas no iban a permitir una cosa así! Teresa apareció detrás de mí. Se acercó al hombre sin que la advirtiera. Él luchaba por soltarse. Con una furia descontrolada, la monja golpeó su cabeza con un candelabro de hierro. El golpe causó que el pobre sujeto cayera desmayado. En cuanto Teresa me vio, ordenó que ayudara. Odié el no haberme detenido a pensar mejor mis acciones y en ese momento me recriminé por ser una ilusa. ¡Ya no quería más de eso! ¡Estaba harta! El cansancio era tremendo y estaba tan asqueada que deseé salir corriendo y gritar, pedir auxilio; así como el hombre que ahora yacía en el suelo. Con ayuda de las dos monjas lo cargamos y llevamos, por órdenes de Teresa, hasta una antigua mazmorra que el convento tenía. Era necesario bajar unas sombrías escaleras. Fue difícil llegar porque el hombre era alto. Durante el lento trayecto pude observarlo bien. A pesar de los moretones de su rostro, supe enseguida que era extranjero, tal vez estadounidense o canadiense. El acento que usó en los gritos me hizo sospechar, pero al ver de cerca sus facciones lo confirmé. Me tocó custodiarlo por varias horas. Lo mantuvimos encadenado, por eso las demás creyeron que no representaba un riesgo si me dejaban a solas con él. La reja quedó bien cerrada y ninguno podía salir de allí. Fui advertida de que era necesario mantenerlo vivo por más tiempo, así que, apenas despertó, le di agua. En cuanto terminó de beber desesperado todo el vaso, me observó con sus ojos azules. Brillaban tal como lo hacen los de alguien que acaba de encontrar un tesoro. Noté que su vestimenta era sencilla, pero de buen gusto, y su cabello rubio lucía muy bien cuidado. Tenía tal vez unos treinta años. Enseguida sospeché que él sabía explotar sus encantos, ya que seguro llamaba la atención de las mujeres mexicanas. No se veían muchos extranjeros por esos rumbos. A pesar de soñar con ser monja, no estaba ciega ni exenta a las tentaciones carnales, y su presencia me incomodó. —Tú no eres como esas. —Señaló hacia la reja. Su español era bastante bueno, la pronunciación era propia de alguien que lleva varios años viviendo en México—. Me llamo John, ¿y tú? No le respondí y me limité a ir a una esquina para marcar distancia en ese frío lugar. Pero el hombre no estaba dispuesto a dejar pasar la oportunidad de salvarse. —Eres muy joven —insistió, sonriendo con cierta coquetería—, ¿qué haces aquí? No le respondí ni lo miré. Los impertinentes nervios aparecieron en un mal momento. —Ah, también estás a la fuerza. —John intentó moverse hacia mí a pesar de las cadenas que lo aprisionaban de ambas manos. Al no lograrlo, se sentó y comenzó a hablar más bajo y personal—: Yo te puedo ayudar si tú me ayudas. Tengo dinero, te daré el suficiente para que puedas obtener una vida lejos de este feo lugar. —Con su dedo dio un giro en el aire—. Será una muy buena cantidad. Solo debes soltarme y ayudarme a salir. Fue allí donde caí en la cuenta de que no se escapó solo de la mazmorra, y la puerta entreabierta no fue un descuido, pero yo jamás pronunciaría eso en voz alta. —No es posible eso, señor —alcancé a decir, aunque su propuesta logró cavar un hueco en mi pecho. —¿Por qué no? —Alzó ambas las cejas en búsqueda de mi atención—. Además, parece que eres agradable. Seguro que habrá algún caballero interesado en hacer una familia contigo. ¿No te gustaría eso? Sin tener que ser la gata de nadie. —¡No debería llamarme así! —exclamé ofendida. Aunque ahora entiendo que él tenía razón. —¿No lo eres? Porque lo parece. Hizo una seña con su mano y su magnética presencia comenzó a llamar mi atención—. Ven, acércate. Anda, no voy a morderte. En ese momento me pregunté por qué no llegaban a terminar con él. Ya no quería escucharlo. Empezaba a interesarme en sus palabras. John actuaba cual serpiente ofreciendo el fruto prohibido. Sé que pensarán que fui una tonta, pero me acerqué. Solo un poco. Quise estar lo bastante próxima para poder contemplar mejor su atractivo rostro. —¿Qué fue lo que hizo? —me atreví a peguntarle. Mis manos temblaban, pero él no podía ser peor que cualquiera de las monjas que rondaban el convento. —¡Nada! —dijo seguro, casi ofendido. Luego la desesperación lo invadió, bajó la cabeza y su voz sonó acelerada—: Solo iba a visitar a una amiga cuando me secuestraron. No debería estar aquí. —Estiró los brazos hacia mí—. ¡Ayúdame! ¡Ayúdame, por favor! Algo en ese hombre, poco a poco, me llamaba a escucharlo y me acerqué más sin darme cuenta. Después de veinte minutos prestándole atención, contemplé aceptar su trato, liberar sus ataduras y permitir que se fugara. Pero ¿cuál sería mi castigo por eso? ¡Seguro yo tomaría su lugar! Él continuó hablando. Estaba empeñado en convencerme y sacó todas las cartas con las que contaba. Sandra entró justo en el instante en el que por poco cedo. Estoy segura de que supo que algo pasaba entre los dos, pero por única vez mostró piedad conmigo. La única vez que alguien lo hizo allí. Apurada, me jaló hacia un lado en cuanto me alcanzó y apretó fuerte mi brazo. —No debes hablarles —me reprendió, refiriéndose a las víctimas. Sus ojos reflejaban un coraje real hacia el hombre que luego apuntó—. Este es un ultrajador de niñas. Nunca los oigas. Son expertos en la manipulación. Si te descuidas, vas a terminar siendo tú la que sea castigada. La advertencia fue hecha. El conocer los delitos de él logró que me sintiera más tonta que nunca. Giré a verlo. Todo el sentimiento de lástima que tenía sobre su estado se esfumó. Solo me avergonzaba conocer lo que le esperaba, pero nada más. Sandra me entregó una gran olla de agua y se fue sin decir más. Pasados unos cinco minutos entraron Teresa y Aurora. Para mi buena suerte, me pidieron ir a limpiar la cocina y no fui testigo del suplicio de John. Antes de salir di un último vistazo y me percaté, por su semblante, de que él tenía claro que ya no existía ninguna oportunidad de escape. Por boca de Teresa supe que le hicieron la “gota china”. Aurora era fanática de usar antiguas torturas. Esa en especial era psicológica, desesperante y letal. A John lo raparon de la cabeza, lo inmovilizaron y una gota de agua fría fue cayendo sobre su frente cada cierto tiempo. Lo que la gota hace es ir lastimando la piel y así les arrebata la cordura poco a poco. Al final, casi todos mueren por un paro cardiaco. Enterramos al hombre cinco días después. Resistió bastante. Tengo muy grabado su cuerpo recostado sobre el suelo antes de meterlo a la fosa. Sus ojos quedaron abiertos, con ese azul que se mezcló con el azul del cielo al que no iría por sus crímenes, si lo que aseguró Sandra era verdad. Pero ¿quiénes éramos nosotras para castigar a los que señalaban como criminales? Porque incluso alguien como John, con todo y los horrendos delitos de los que era acusado, merecía tener un juicio y un castigo tal como las leyes decían. Algo que nosotras les arrebatábamos de la peor forma posible.
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