CAPÍTULO 11

1920 Words
Mis dedos han sufrido los estragos de la edad, y la rigidez que causa la enfermedad que me ataca desde hace años impide que el lápiz se mueva tan rápido como quisiera. ¡Pero voy a seguir! Debo soltarlo todo, muy a mi pesar. Hoy ha muerto mi última amiga, se llamaba Silvia. Le dio neumonía y no logró recuperarse. Ya no me queda nadie ni nada en este mundo. Soy ahora un pez en medio de un mar tan grande que asusta. Y sí, lo estoy, estoy asustada. Deseo irme de mí y no puedo, no hay salida fácil. Por eso es necesario continuar escribiendo lo que recuerdo. La parte en la que estuve padeciendo es terrible de volver a revivir. El largo rezo que las monjas hicieron terminó y me regresaron a la mazmorra. Aquella fue la caminata más larga que di, la que más odié y que aborrezco traer de vuelta. Me encerraron una vez más. Estuve un día entero sin probar bocado ni beber agua. Mis labios se partieron y ardieron. La deshidratación me volvía loca. Probé un poco de lo que John tuvo que pasar y fue espantoso. Al día siguiente, Selena entró junto con Teresa y otras dos monjas de las que ya no recuerdo sus nombres. Las cuatro fueron las encargadas de retomar mi castigo. Un castigo que tardó tanto que perdí la noción del tiempo. Gracias a la pequeña r*****a que se ubicaba muy arriba de la pared supe que la noche se hizo presente. Por fin se marcharon después de jugar conmigo. Parecía su muñeca de trapo. Quemaron mi piel con un hierro al rojo vivo que tenía escrito las iniciales SJ, como si fuera un simple m*****o de ganado. Cortaron mi largo cabello que tanto amaba. Todavía tengo presente que Teresa gozó ver caer los mechones, uno tras otro, hasta que la cabeza me quedó al descubierto. Me dejaron algunas cortadas causadas por el filo de las tijeras que manipularon sin cuidado. Se rieron, se divirtieron, buscaron humillarme de todas las formas posibles. Parecía que yo era un desecho y nada más. Como dije antes, no me vencí. Soporté cada cosa terrible que hicieron y, en el silencio de ese espacio que hedía a azufre, me quedé amarrada en soledad. Durante las horas siguientes pensé en todas las personas que supe que sufrieron en aquel mismo lugar. Todos sus fantasmas comenzaron a aparecerse, uno a uno se levantaba frente a mí. Los imaginé lastimados, sangrantes, mutilados, y me provocaron un escalofrío que agitó mi interior. Fue el sonar de unos pasos lo que me rescató de las agónicas proyecciones. Podía ser cualquiera. Ya nada me sorprendería. En cuanto la reja se abrió, vi a la monja que entró con una antorcha en la mano. A pasos normales se me acercó. Con el primer vistazo fui incapaz de reconocerla, pero noté que sollozaba y no podía respirar bien por los espasmos que le iban y venían. Su rostro se encontraba empapado en lágrimas y sus ojos lucían hinchados. Me mantuve callada porque no comprendía qué pasaba. Ella dejó la antorcha en el candelabro del muro. Después se limpió la cara con las mangas del hábito. A pesar de su intento, no pudo controlarse del todo. —¿Por qué lloras? —le pregunté, haciendo un gran esfuerzo para poder hablar. En ese punto creía que alucinaba y que la monja que tenía frente a mí era producto de eso. Yo estaba atada en una esquina del lugar. Sabía que mi apariencia, sucia y demacrada, inspiraba lástima. Levanté despacio la cabeza, hasta que me crucé con su mirada. Se trataba de una monja joven, no más de veinte años, de tez clara, boca mediana, labios delgados, nariz respingada y unos ojos cafés con gruesas pestañas. Por sus características físicas supuse enseguida que ella venía de una familia acomodada del país, además, su manera de pararse era demasiado recta, y su forma de caminar y moverse muy propia de la clase alta. Pero su semblante, tan abatido, me hizo saber que una gran pena la mantenía en la agonía. De pronto, su vista se posó sobre mí y empezó a hablar: —Me han quitado algo que jamás podré recuperar. Yo no quería estar aquí, mis padres me obligaron. ¡Yo no quería estar aquí! —gimió al decirlo, derramando más lágrimas. En ese momento deseé con todas mis fuerzas poder soltarme de esas ataduras, levantarme y abrazarla. Apaciguar su sufrimiento. Después de todo, era el bien por lo que llegué ahí, y el bien era lo que menos hice durante toda mi estancia. —¿Por qué te han obligado? ¿Ya les dijiste a tus padres lo que en verdad sucede aquí? Tal vez puedan ayudarte a salir sana y salva —traté de consolarla. Su estado podía atraer la atención de alguna otra monja y con ello condenarla también solo por hablar conmigo. —¡No! ¡Ellos no me perdonarán! ¡Y yo no les perdonaré tampoco! —su última frase salió con un odio auténtico. Sin esperarse, se inclinó hacia mí, cambió en un parpadeo su expresión y se secó las lágrimas para continuar con una voz más clara—: ¡Han matado a mi pequeño! ¡Mi inocente niño! El fruto del amor con un hombre al que mi familia consideró indebido nada más porque no era de la misma “clase” que la mía. A él también lo han matado. —Era visible que luchaba por seguir controlada—. Ya no me queda nadie, ni siquiera tengo un mísero motivo que me aliente a seguir viviendo. Al escuchar su última frase, supe que se trataba de la madre de ese bebé al que yo misma… asesiné. Y es muy posible que su enamorado se encontrara dentro de la larga lista de ejecutados que pesaban también sobre mi espalda. No sé por qué, pero de inmediato pensé en el joven moreno con el que usaron a la doncella de hierro que trajeron varios meses atrás. Los “juguetes” de la congregación, algunos muy medievales, llegaban de forma misteriosa sin remitente, pero estaban diseñados para causar dolor. La doncella de hierro era aterradora por su gran tamaño. Los cientos de pinchos que tenía dentro eran para encajarse en el cuerpo al momento de cerrarla, pero con una medida exacta para no matar al momento, solo lastimar de manera tremenda. El muchacho moreno duró dentro más de cuatro días, hasta que lo sacamos muerto. Su cuerpo seguía tibio todavía cuando abrimos a la doncella. El hombre al que ella le lloraba pudo ser cualquiera. Pero, quien haya sido, es seguro que no tuvo un final tranquilo, ni un funeral respetuoso. No lograba recordar bien la cara de la mujer que vi que yacía en la cama después de haber parido, mi atención ese día estuvo puesta en la criatura, pero me sentía muy segura de que era la misma que tenía frente a mí. —Debes irte ahora mismo. Te verán y no tienen por qué castigarte más. Has pasado por mucho ya —intenté persuadirla, aunque resultó ser inútil. La monja seguía sumergida en su pérdida y no tuvo intenciones de moverse. —Sé que fuiste tú quien le arrebató el último aliento a mi pobre hijo —pronunció. Sus palabras me perforaron el alma como si ella hubiese tomado un cincel para enterrarlo mortífero sobre mi pecho. Supuse enseguida que la monja estaba allí por petición de Aurora. Imaginé que planeaba torturarme psicológicamente también. Sin duda, ella sabía dónde dar para causar más agonía. —Nunca lo tendré entre mis brazos —continuó sollozando. Su melancolía era contagiosa—. Jamás podré oírlo decirme “mamá”. Ni siquiera tuve la dicha de saber si era un niño o una niña. —De un momento a otro, la sentí distinta. Con el puño cerrado colocó la mano sobre el vientre y prosiguió—: Pero tú puedes aliviar un poco este dolor tan profundo que me carcome todo el tiempo. ¡Tú me lo puedes decir! La monja se quedó callada, esperaba a que le respondiera, que le proporcionara la información que solicitaba sobre su bebé. Estaba segura de que después de que se lo contara, ella me mataría. Entonces sentí una extraña felicidad. Si no iba a salir de allí, al menos obtendría el descanso por manos de una mujer inocente. Abrí la boca y expulsé las palabras entre quejidos que intentaba evitar. Gasté las pocas fuerzas que me quedaban: —Era un varón. —Noté que los ojos de la monja se llenaron de nuevo de lágrimas—. Un niño… precioso. Tenía los cabellos castaños, la piel rojiza… y dos enormes ojos cafés claros… Dos ojos cafés, así como los tuyos —dije al darme cuenta de que eran iguales. Ella se cubrió la cara y comenzó a gimotear. El tremendo dolor que se apoderó antes de todo mi cuerpo, poco a poco disminuyó. La vida terminaba para mí, pero era necesario decirle lo que sentía: —Sé… que no es mucho, sé que no puedo ayudarte más, pero por lo menos te diré que, antes de hacer… la salvajada que cometí, recé por él. Le pedí que me perdonara… y le di un beso en su pequeña frente. —Comencé a llorar—. ¡Yo no quería hacerlo, lo juro! No tenía otra opción que obedecer. Me odio… todos los días por ello. Tu hijo no logró conocer el amor de una madre y un padre… por culpa de otros. Estoy segura de que por todas mis cobardías me he ganado estar aquí… Lo sé, lo merezco y te pido que, antes de que me vaya, me perdones… ¡Por favor, perdóname! —mi voz se quebró más con cada palabra. Di un profundo respiro al terminar. Al menos esa confesión me liberó de una de tantas culpas. La mujer secó de nuevo su cara, luego se inclinó hacia mí y colocó un dedo sobre mis labios para que no hablara más. Así, me observó atenta, pensativa, y logró que le desviara la mirada. La vergüenza que sentía era demasiada. Mi vista se nublaba por ratos. Dejé de sentir las heridas. La muerte estaba tocando la puerta y le agradecí a Dios que me permitiera irme, a donde fuera que me tocara, con tal de estar lejos de ese espantoso lugar, lejos de esos monstruos. —Hermana —dijo, estando a pocos centímetros de mí. Una inesperada seguridad la conducía—, el Señor pone el camino y tú debes andar por él confiando en su buen juicio. Mi pobre bebé nunca sabrá quién fue su madre, pero gracias a ti ahora puedo imaginarlo en mi mente. Así lo recordaré. Le diste rostro a mi luto. Me regalaste un poco de paz. Estoy segura de que, si se hubiese tratado de otra, no habría tenido la valentía de confesarse como tú lo has hecho. —Después se quedó en silencio un momento. Despacio, se me acercó todavía más. Con la visión fallándome más advertí, al hacer un esfuerzo, el cuchillo que tenía en la mano derecha. Tal como lo tuve en el fallido intento de asesinato de Aurora. ¡La joven monja estaba dispuesta a acabarme y yo quería que se apresurara! Lo último que vi fue que sostuvo el filo hacia mí. Cerré los ojos para recibirlo. —Ahora te devolveré el favor —pronunció convencida.
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