Capítulo 4: Marco y el miedo

1845 Words
Capítulo 4: Marco y el miedo La sala estaba llena de risas suaves y el sonido de piezas de madera chocando entre sí. Amar construía una torre con bloques sobre la alfombra, mientras Marco la ayudaba con una paciencia que me enternecía. Él le hablaba con dulzura, le hacía preguntas, la animaba a seguir cuando la torre se tambaleaba. Ella lo miraba con admiración, como si fuera el héroe de su pequeño mundo. Yo los observaba desde el umbral, con una taza de té entre las manos y el corazón dividido. La escena era perfecta. O lo sería, si no fuera por la tormenta que se avecinaba. El timbre sonó. No hizo falta preguntar quién era. Marco se levantó con una expresión tensa, pero fue Amar quien corrió a abrir la puerta antes de que pudiera detenerla. —¡Hola! —dijo con su voz cantarina. Ander estaba allí, con una expresión contenida, como si cada músculo de su cuerpo luchara por no temblar. Se agachó para estar a la altura de Amar, pero no se atrevió a tocarla. —Hola, pequeña. Ella lo miró con curiosidad, ladeando la cabeza. —¿Tú eres el amigo de mami? Yo me acerqué, tomándola de la mano. —Ve a jugar un ratito más, ¿sí? Ya voy contigo. Ella asintió y volvió con Marco, que la recibió con una sonrisa forzada. Ander entró. Su mirada se posó en mí, buscando respuestas. —¿Desde cuándo lo sabes? —preguntó Ander, sin mirarme. —Desde que te fuiste —respondí con voz baja—. Mis padres estuvieron conmigo. Me ayudaron a seguir. Él asintió, como si eso le doliera más que cualquier otra cosa. Amar se levantó de pronto y corrió hacia Marco, trepando sobre sus piernas con la naturalidad de quien ha encontrado su lugar. —¡Papá! —exclamó, abrazándolo por el cuello. Ander se quebró. Cerró los ojos con fuerza, como si esa palabra lo hubiera atravesado. Se llevó una mano al pecho y la otra al rostro. No lloró como la noche anterior. Esta vez fue distinto. Esta vez fue un silencio que dolía más que cualquier grito. Marco la abrazó con fuerza, pero su mirada estaba clavada en mí. Había algo en sus ojos que no había visto antes: miedo. No celos. No rabia. Miedo puro. —Amar, ve a buscar tu libro de cuentos, ¿sí? —le pedí con suavidad. Ella asintió y salió corriendo por el pasillo. Marco se levantó con lentitud, dejando que el silencio se asentara entre nosotros como una niebla espesa. —¿Esto es lo que va a pasar ahora? —preguntó, sin rodeos—. ¿Él va a venir, va a decir que quiere estar, y tú simplemente vas a abrirle la puerta? —No es tan simple —respondí. —¿No? Porque desde aquí parece bastante claro. Él aparece, tú lo abrazas, le cuentas todo, y yo… ¿qué? ¿Qué soy yo ahora? —Eres el hombre que ha estado a mi lado. Que ha criado a Amar como suya. Que ha construido esta casa conmigo. —Pero no soy su padre. No soy su sangre. —No. Pero eres su hogar. Marco apretó los puños. Dio un paso hacia mí, pero se detuvo. —No puedo perderte, Aldana. No después de todo lo que hemos vivido. No después de haber soñado con una familia contigo. No después de haber amado a esa niña como si fuera mía. —No te estoy pidiendo que te vayas. —Pero tampoco me estás eligiendo. —Porque no puedo elegir ahora. Estoy rota, Marco. Y necesito tiempo para entender qué quiero. Qué es lo mejor para mis hijos. —¿Y si lo mejor no soy yo? —Entonces tendré que aceptarlo. Pero no hoy. Hoy solo quiero que estemos en paz. Ander se puso de pie, con los ojos aún húmedos. —No vine a arrebatar nada. Solo quiero conocer a mi hija. Estar cerca. No voy a forzar nada. Marco lo miró con desconfianza, pero asintió. —Entonces empieza por respetar lo que ya existe. —Lo haré. Amar volvió con su libro en la mano y se detuvo al ver la tensión en el ambiente. —¿Pasa algo? —Nada, mi amor —dije, agachándome a su altura—. Solo estamos hablando. Ella se acercó a Marco y le entregó el libro. —¿Me lees tú, papá? Marco tragó saliva. Se arrodilló frente a ella y la abrazó con fuerza. —Claro que sí, princesa. Se sentaron en el sofá, y mientras él le leía, yo observé a Ander. Su mirada estaba fija en ellos. En lo que pudo haber sido. En lo que aún no sabía si podría ser. Me acerqué a él, en voz baja. —No sé qué va a pasar entre nosotros. Pero mis hijos son mi prioridad. Siempre. —Lo entiendo —susurró—. Solo… gracias por decirme la verdad. —Era hora. Ander se giró hacia la puerta. —Me voy. No quiero incomodar más. —¿Volverás? —Si me dejas, sí. Asentí. Y él se fue. Marco cerró el libro cuando Amar se quedó dormida sobre su pecho. Me miró desde el sofá, con los ojos cansados. —¿Sabes qué es lo peor? —dijo en voz baja—. Que no puedo odiarlo. Porque sé que la ama. Porque sé que tú también lo amas. —Marco… —No me lo niegues. No ahora. Me senté a su lado. Tomé su mano. —No sé lo que siento. Estoy confundida. Pero eso no borra lo que tú y yo hemos construido. No borra lo que siento por ti. —¿Y si no es suficiente? —Entonces lucharemos. O lo dejaremos ir. Pero no hoy. Hoy solo quiero que Amar duerma tranquila. Que tú estés aquí. Que yo respire. Marco me abrazó. No como un amante. No como un rival. Como un hombre que tiene miedo de perder, pero que aún no se rinde. Y en ese abrazo, supe que el amor no siempre es certeza. A veces, es resistencia. El día siguiente amaneció con una calma engañosa. Después de la tensión en casa, necesitaba aire, distancia, perspectiva. Rosa me escribió temprano. Había terminado con Jackie, otra vez. Esta vez parecía definitivo. Nos encontramos en una cafetería pequeña, con mesas de madera y plantas colgantes. Rosa llevaba gafas oscuras y un vestido n***o que gritaba “no estoy bien, pero me veo fabulosa”. —¿Y tú? —preguntó, después de contarme que Jackie había desaparecido dos días sin avisar y luego regresado como si nada—. ¿Cómo estás con el triángulo de los hermanos del drama? —No sé —respondí, revolviendo mi café—. Marco está dolido. Ander está roto. Y yo… estoy en medio, embarazada, confundida y con miedo. —¿Y Amar? —Ella lo llamó “papá” a Marco. Justo frente a Ander. Rosa se quedó en silencio. Luego soltó una carcajada amarga. —¿Sabes qué? A veces creo que el amor es una broma pesada. Nos hace creer que podemos con todo, y luego nos lanza al abismo. —¿Y tú? ¿Lo extrañas? —A veces. Pero más que extrañarlo, extraño la idea de él. Lo que pensé que éramos. Lo que fingimos ser. Nos quedamos en silencio unos segundos. Luego Rosa me tomó la mano. —Sea lo que sea que decidas, que sea por ti. No por ellos. No por el pasado. Por ti. Asentí. Y por primera vez en días, respiré sin que doliera. Esa noche, tenía cena con Carla y su novio Alarick, el hermano gemelo de Ander. La ironía no se me escapaba. Carla insistió en que sería una noche tranquila, sin drama. Pero cuando llegué al restaurante, lo vi. Ander estaba allí, sentado junto a Alarick, con una camisa azul que resaltaba sus ojos y una expresión que no sabía si era nerviosa o esperanzada. —No sabía que vendrías —le dije, al tomar asiento. —Yo tampoco —respondió—. Alarick me convenció. Carla me guiñó un ojo, como si dijera “confía en mí”. La cena comenzó con risas suaves y conversaciones sobre cosas triviales. Alarick era encantador, y Carla estaba radiante. Ander se mantenía en silencio, pero sus ojos no se apartaban de mí. No había reproche en ellos. Solo una especie de nostalgia que me incomodaba. —¿Y cómo va el embarazo? —preguntó Alarick. —Bien. Mañana tengo consulta. Marco me va a acompañar. Ander bajó la mirada. Carla cambió de tema rápidamente, hablando sobre su nuevo proyecto en la editorial. Pero entonces, el teléfono de Ander vibró sobre la mesa. Yo no iba a mirar. No quería. Pero lo hice. Jazmín. El nombre brillaba en la pantalla como una maldición. Como un fantasma que nunca se fue. Me congelé. No escuché el tono de su voz. No escuché lo que decía. Solo vi el nombre. Y con eso bastó. Me levanté sin decir palabra. Carla me llamó, pero no respondí. Salí del restaurante con el corazón en llamas. La lluvia comenzó a caer justo cuando crucé la calle. No corrí. No me cubrí. Dejé que me empapara. Que lavara la rabia, el miedo, la decepción. Jazmín. La mujer que provocó mi accidente. Que manipuló a Ander. Que lo secuestró emocionalmente. Que desapareció sin dejar rastro. Y ahora volvía. ¿Por qué? ¿Para qué? No necesitaba respuestas. Solo necesitaba alejarme. Al día siguiente, Marco me esperaba en la puerta con una sonrisa nerviosa. Tenía una chaqueta en la mano y una botella de agua en la otra. —¿Lista para conocer al bebé? Asentí. No le conté nada. No mencioné la cena. No dije el nombre que me había desmoronado. Solo me aferré a la idea de que ese momento era nuestro. Que nada podía romperlo. En la consulta, el ginecobstetra fue amable. Me hizo preguntas, revisó los análisis, y luego encendió el monitor. —¿Quieren saber el sexo? Marco me miró, con los ojos brillando. —Sí —dije. El médico sonrió. —Es un niño. Marco se llevó las manos al rostro. Luego me abrazó con fuerza, con una emoción que no había visto en él desde que supo del embarazo. —Un niño —repetía—. Vamos a tener un niño. Yo sonreí. Lo abracé. Y por un momento, me permití creer que todo estaba bien. O que podía estarlo. Esa noche, mientras Marco dormía con una mano sobre mi vientre, yo miraba el techo. Pensaba en Ander. En Jazmín. En lo que significaba su regreso. En lo que podía destruir. No le dije nada a Marco. No quería romper su felicidad. No quería que el miedo volviera a ocupar el espacio que ahora llenaba la esperanza. Pero sabía que Jazmín no había vuelto por casualidad. Y que su nombre, una vez más, iba a cambiarlo todo.
Free reading for new users
Scan code to download app
Facebookexpand_more
  • author-avatar
    Writer
  • chap_listContents
  • likeADD