Capítulo 9: Aldana elige el silencio
Aldana
El silencio se había vuelto mi única respuesta. Después de ver a Marco y Ander frente a frente, después de escuchar sus voces decir “todo bien” al mismo tiempo, entendí que nada estaba bien. No para mí. No para Amar. No para el bebé que crecía dentro de mí.
Me encerré en mi habitación. Amar dormía en su cuna, y yo me senté en el suelo, con la espalda contra la pared. No lloré. No grité. Solo respiré. Porque a veces, eso es lo único que se puede hacer.
No quería elegir. No podía. Uno me abandonó por miedo. El otro me hirió por impulsos. Y yo… yo me quedé con las consecuencias. Con las cicatrices. Con los hijos.
Me levanté y caminé hacia el baño. Me miré al espejo. No reconocía a la mujer que me devolvía la mirada. Tenía los ojos apagados, la piel pálida, el alma hecha jirones.
Me apoyé en el lavamanos y cerré los ojos. El recuerdo llegó sin pedir permiso.
La llamada de Jazmín había sido breve. “Sal. Necesito verte.” Yo no sabía que era una trampa. No sabía que los frenos estaban cortados. Solo sabía que Ander se había ido y que Jazmín era la única que parecía tener respuestas.
Conduje sin pensar. El auto se deslizaba con normalidad hasta que llegué a la curva. Quise frenar. El pedal no respondió. El mundo giró. El metal crujió. El dolor me atravesó como un rayo.
Desperté en el hospital. Amar aún no existía. Pero ya estaba dentro de mí. Y yo no lo sabía.
Abrí los ojos. El baño seguía en silencio, pero mi pecho no. Sentía que Jazmín estaba cerca. No era paranoia. Era intuición. Como si su sombra se hubiera deslizado por los pasillos de mi vida. Como si su nombre aún tuviera poder.
Salí del baño y busqué a Marco. Estaba en la cocina, preparando café. Su rostro mostraba el desgaste de los últimos días, pero sus manos seguían firmes. Siempre lo estaban cuando se trataba de proteger.
—Necesito hablar contigo —le dije.
Me miró con atención. Asintió y me ofreció una taza. La rechacé.
—Jazmín está cerca —solté.
Marco se tensó. Dejó la taza sobre la mesa y se acercó.
—¿La viste?
—No. Pero Ander me lo dijo. Y yo lo siento. Como si no se hubiera ido nunca.
Marco apretó la mandíbula. Su mirada se volvió oscura.
—Tienes que alejarte de Ander.
—Marco…
—No es una sugerencia. Es una petición. Por ti. Por Amar. Por el bebé.
—Él es el padre de Amar.
—Y yo soy el que estuvo aquí cuando ella nació. El que la cuidó. El que la ama como si fuera suya.
No respondí. Porque tenía razón. Pero también sabía que Ander merecía saber quién era su hija. Merecía estar cerca. Aunque eso nos doliera a todos.
—No voy a elegir —dije finalmente.
Marco me miró, confundido.
—¿Qué?
—No voy a elegir entre tú y Ander. No ahora. No así. Necesito espacio. Necesito pensar. Necesito centrarme en mis hijos.
Marco bajó la mirada. Asintió con lentitud.
—Está bien. Haz lo que necesites. Pero prométeme que te cuidarás.
—Lo haré.
Nos quedamos en silencio. Él me abrazó. Yo lo permití. Porque en ese momento, no éramos pareja. Éramos dos personas rotas que compartían una niña y un miedo.
Esa noche, dormí con Amar en mi cama. Sentía que si la tenía cerca, Jazmín no podría tocarnos. No podría alcanzarnos. Pero el miedo seguía allí, agazapado.
Pasaron tres días. No hablé con Ander. No hablé con Marco. Solo con Amar. Le cantaba, le contaba historias, le hablaba del bebé que venía. Ella me escuchaba con esos ojos grandes que lo decían todo.
Una tarde, mientras la peinaba, sentí una incomodidad extraña. No era miedo. Era una alerta interna. Como si algo estuviera fuera de lugar. Me giré hacia la ventana. Nada. Pero el aire se sentía distinto. Más denso. Más vigilado.
No dije nada. No quería que Amar sintiera mi inquietud. Pero esa noche, llamé a Marco.
—¿Estás bien? —preguntó al contestar.
—La siento. Jazmín. Está cerca.
—No salgas. Voy para allá.
Colgó sin esperar respuesta.
Me senté en el suelo del baño, abrazando a Amar. Ella se acurrucó en mi pecho. Yo cerré los ojos y recé. No por mí. Por ella. Por el bebé. Por la paz que parecía imposible.
Marco llegó veinte minutos después. Revisó la casa. No encontró nada. Pero yo sabía que ella había estado allí. Que había dejado su huella.
—¿Estás segura de que la viste?
—No. Pero la sentí.
Marco me miró con una mezcla de preocupación y rabia.
—No puedo perderte, Aldana.
—No lo harás. Pero no me presiones. No me obligues a elegir. No ahora.
Él asintió. Me abrazó. Me prometió que todo estaría bien.
Esa noche, me encerré en mi habitación. Escribí en mi diario. No sobre Marco. No sobre Ander. Sobre mí. Sobre lo que quería. Lo que soñaba. Lo que temía.
Escribí: “No quiero elegir entre dos hombres. Quiero elegir mi paz. Quiero elegir a mis hijos. Quiero elegirme a mí.”
Y por primera vez en mucho tiempo, sentí que esa elección era suficiente.
🧍♂️ Marco
Aldana no lo sabía, pero desde esa misma tarde, ya no estaba sola.
Contraté a un guardia privado. Un hombre discreto, entrenado, sin vínculos con nadie. Le di una sola orden: “Síguela. Protégela. Que no lo note.”
No lo hice por celos. Lo hice por miedo. Porque Jazmín estaba cerca. Porque Ander había vuelto. Porque Aldana estaba rota. Y yo no podía perderla.
Antes de tomar esa decisión, intenté buscar a Jazmín por mi cuenta. Llamé a contactos, revisé registros, incluso pedí ayuda a Alarick. Pero era como si se la hubiese tragado la tierra. Nadie sabía nada. Ningún movimiento bancario, ninguna dirección, ningún rastro. Ni siquiera en los círculos donde solía moverse. Era como un fantasma que aparecía solo cuando quería hacer daño.
Y eso me aterraba.
Porque si no podíamos encontrarla, no podíamos anticiparla. Y si no podíamos anticiparla, Aldana estaba en peligro.
Sé que ella piensa que exagero. Que su intuición sobre Jazmín puede sonar paranoica. Pero yo la conozco. Sé cuándo su miedo es real. Y esta vez, lo es.
La forma en que se encoge cuando escucha un ruido. La manera en que abraza a Amar como si el mundo pudiera romperse en cualquier momento. El silencio que eligió no es solo para pensar. Es para protegerse. Para respirar sin que nadie la empuje a decidir.
Y yo no quiero presionarla. No quiero que me elija por miedo. Ni que se aleje de Ander por obligación. Solo quiero que esté bien. Que tenga paz. Que pueda dormir sin sobresaltos. Que pueda caminar sin mirar sobre el hombro.
Por eso el guardia está allí. En el parque. En la tienda. En la clínica. Siempre a unos pasos. Siempre vigilando.
Ella no lo nota. Y yo no se lo digo.
Quizás algún día lo entienda. Quizás algún día me lo reproche. Pero si eso significa que estará a salvo, entonces lo aceptaré.
Porque a veces, amar también es proteger en silencio.