CAPITULO 4

852 Words
El ascenso a sargento no cambió la rutina de Ethan Mitchell. Seguía despertando con el silbato a las 04:30, seguía desayunando huevos fríos y café aguado, seguía caminando sobre polvo y arena que parecía no tener fin. Lo que sí cambió fue el peso en sus hombros. Ya no cargaba solo con su fusil, sino con las vidas de cada hombre que lo seguía. Cuando Collins estaba al mando, todos sabían a dónde mirar, qué hacer. Ahora, cada orden salía de la boca de Ethan, y con cada orden sabía que podía condenar o salvar a alguien. Aquella noche, la orden era clara: registrar un poblado pequeño en las afueras de Kandahar. Inteligencia reportaba actividad insurgente: armas escondidas, reuniones en casas humildes que servían como refugio. El peligro era real. —Movimiento nocturno. Revisión casa por casa. Manténganse alertas —dijo Ethan a su unidad antes de salir. El aire nocturno era distinto al del día. El calor seguía presente, pero el desierto enfriaba la piel con ráfagas cortantes. La luna bañaba las casas de adobe en un resplandor pálido. Cada sombra parecía un enemigo, cada ventana una amenaza. Avanzaron en silencio, solo el crujido de las botas y el metal de los cargadores rompiendo la calma. Ethan iba al frente, la vista clavada en el callejón estrecho que los conducía al corazón del poblado. La primera casa estaba cerrada. Un golpe seco con la culata del fusil bastó para abrir la puerta. Dentro, encontraron a una familia: un hombre mayor, una mujer y tres niños. El miedo en sus ojos era evidente. Ethan bajó el arma, levantando una mano para indicar calma, y sus hombres revisaron rápido el lugar. No había nada. —Siguiente —ordenó Ethan, saliendo de nuevo al callejón. Así fueron avanzando. Casa tras casa, silencio tras silencio. Pero en Afganistán, el silencio nunca era inocente. Al llegar a la cuarta casa, el aire cambió. Ethan lo sintió en la piel, ese instinto que había aprendido a no ignorar. Se acercó a la puerta, levantó la mano y señaló a Harris para cubrir la entrada. Otro golpe seco con la culata, y la puerta se abrió. Un segundo. Eso fue lo que tardó en desatarse el infierno. Desde dentro, un estallido de fuego. Los insurgentes estaban esperándolos. Dos de sus hombres cayeron al instante, uno con la garganta abierta por una bala, el otro retorciéndose con un disparo en el abdomen. —¡Contacto! ¡Contacto! —rugió Ethan, lanzándose hacia el suelo mientras respondía con fuego. Las paredes se iluminaban con destellos de balas. El aire se llenó de gritos, humo y polvo. Harris disparaba contra la ventana, Torres lanzaba granadas de fragmentación para despejar habitaciones. Ethan coordinaba entre la confusión, gritando órdenes que apenas se oían entre la metralla. —¡Cubran el flanco! ¡No dejen que salgan! Una explosión sacudió la calle: los insurgentes habían detonado un artefacto improvisado cerca del callejón. Los cuerpos se sacudieron con la onda expansiva, el polvo cubrió todo. Ethan tosía, los oídos zumbando, pero no se detuvo. Vio a uno de los suyos atrapado contra una pared derrumbada, la pierna hecha pedazos. Sin pensarlo, corrió hacia él, arrastrándolo mientras las balas golpeaban el suelo a centímetros de su cabeza. —¡Aguanta, soldado, no vas a morir hoy! —gritó, aunque en sus ojos ya sabía que era mentira. Lo dejó en un punto seguro y volvió a la línea de fuego. Ethan sabía que tenían dos opciones: resistir hasta ser aniquilados, o contraatacar. Tomó la radio con las manos ensangrentadas. —¡Unidad Alpha, conmigo! ¡Avanzamos ya! Sus hombres dudaron por un segundo, pero luego lo siguieron. Era el sargento, su única guía en aquel caos. Avanzaron disparando dentro de la casa. Cada habitación era un infierno: disparos desde las esquinas, hombres que caían con granadas en las manos, mujeres y niños usados como escudos humanos. Ethan disparaba con precisión, los dientes apretados, el corazón bombeando rabia. No había espacio para pensar, solo para sobrevivir. Al final, el fuego cesó. La última ráfaga se apagó en un eco seco. El humo llenaba el interior de la casa, el olor a sangre y pólvora impregnaba cada rincón. Se hizo el silencio. Ese maldito silencio otra vez. Ethan salió tambaleándose, la cara tiznada de hollín, las manos manchadas de sangre que no sabía si era suya o de otro. Miró alrededor: tres hombres muertos, cuatro heridos graves. Su equipo estaba destrozado, pero vivo. Se sentó un momento en el suelo, con el fusil apoyado en las rodillas. Sentía el peso del desierto, el peso del mando, el peso de cada vida perdida. En el campamento, al regresar, los oficiales lo felicitaron por evitar una masacre mayor. Para Ethan, aquello no era una victoria. Era otra cicatriz. Esa noche abrió su libreta. La mancha de arena y sangre la hacía casi ilegible, pero escribió con trazo firme: “Cada orden que doy deja un fantasma más siguiéndome en la noche.” Cerró el cuaderno y se quedó mirando la oscuridad. Sabía que mientras más sobreviviera, más fantasmas lo acompañarían.
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