Capítulo 4

1445 Words
Hospital Central. 19:03 h. Cuando Laura fichó su turno de tarde, juró que aquella sería una jornada corriente: pasillos que huelen a desinfectante barato, bombillas que zumban, supervisores que reprenden con la boca mientras miran el móvil con los dedos grasientos. Normal. Gris. Olvidable. El universo, sin embargo, nunca firma treguas con quienes se lo suplican. —Hoy toca quirófano y ala VIP, —le anunció el supervisor sin verla a los ojos. —Otra vez la zona elegante, qué alegría… —murmuró, aplastando la credencial contra el torno. “Perfecto; justo donde no quería volver.” Pero el destino es sordo. Y venenoso. --- Pasillo de la Unidad Cardiovascular. 19:41 h. El carrito crujía con cada baldosín defectuoso. Laura avanzaba mientras enumeraba en su cabeza la lista de compras para el viernes: arroz, huevos, quizá atún en oferta. Y allí, en su imaginación, no había sitio para trajes de tres mil euros ni miradas que taladran. Solo números y facturas. Dobló la esquina y, como si hubiese pisado una mina, el aire se volvió denso. Reconoció el perfume antes de verle la silueta: notas de ámbar, madera, “lujo” escrito a voces silenciosas. “No puede ser.” Pero era. Francisco estaba de espaldas, hablando con un cardiólogo de bata inmaculada. Gesticulaba poco; su quietud imponía más que cualquier palabra. La luz del pasillo se reflejaba en el gris de su chaqueta como una promesa de problemas. Laura frenó en seco. Dudó un segundo: retroceder la haría parecer cobarde; avanzar la pondría otra vez en la línea de fuego. Escogió el mal menor: rodó el carrito hasta la pared, fingió revisar botellas y mantuvo la cabeza gacha. «Que no gire. Que no gire. Que no gire…» —Buenas noches. La voz le llegó por la espalda, clara, grave, inconfundible. Laura cerró los ojos un segundo antes de girarse. —Trabajo, —dijo ella, señalando el cubo—. No “buenas noches”. —Trabajo también para mí, —respondió con calma—. Pero eso no impide la cortesía. —Algunos no la usan ni con el traje puesto. Así que no finja. Él sonrió. Otra vez esa no-sonrisa que parecía estudiarla. —¿Siempre tan afilada? —¿Siempre tan insistente? —replicó. Y enseguida quiso morderse la lengua: darle conversación era ponerle una alfombra roja. Francisco se metió las manos en los bolsillos, algo impropio de su porte perfecto. —Te busqué ayer, —confesó, bajando la voz—. El turno cambió y no estabas. —Vaya tragedia. Que llamen a los periódicos. Se apartó para escurrir la fregona. El agua giró turbia, como su estómago. —Solo quería agradecerte lo de mi abuela. Tu… no sé si llamarlo empatía. —Llámele rareza, si le ayuda. No estoy para consolar millonarios. Una enfermera pasó con un carrito de medicación. Saludó a Laura; a él le dedicó una sonrisa que casi se le cae del rostro de tan servil. Francisco ni la miró. Laura apretó el mango de la fregona. “Claro, a la enfermera la ignora, pero a mí me busca.” Algo no cuadraba; nada de aquel hombre cuadraba. —No he venido a incomodarte, —dijo, acercándose medio paso. Ella levantó la mano, húmeda de lejía. —Ni un centímetro más. Este suelo recién fregado es territorio mío. Y con suelas caras resbala. Los labios de Francisco se curvaron apenas. —Entendido. Silencio. La máquina de presión negativa del quirófano soplaba un compás metálico. Él pudo irse. Ella deseó que lo hiciera. Pero nada se movió salvo los latidos de ambos, chocando como tambores sordos. Hasta que se oyó un carraspeo. —¡Laura! —era Sonia, desde el extremo del pasillo—. Necesito el desengrasante para pediatría, ¿lo tienes? Salvación amarga. Laura asintió, empujó el carrito con brusquedad y pasó junto a Francisco sin mirarlo. Cuando sus hombros casi rozaron su pecho, olió otra vez el perfume y sintió un escalofrío; no de miedo, sino de algo muchísimo más peligroso: curiosidad. —Hasta luego, Laura, —dijo él, despacio, como si saboreara cada sílaba. Ella no respondió. --- Vestuario. 22:09 h. —¡Cuéntamelo ya! —exigió Sonia, tirando de la manga del uniforme—. Te vi con el Traje-Andante-Misterioso. —No hay nada que contar. Apareció. Habló. Le ignoré. —Pero sigues con la cara rojísima. —Es el cloro. —Sí, claro. Y yo soy la reina de Inglaterra. Sonia sacudió la cabeza, divertida. Laura se miró en el espejo del taquillero: había más que rubor; había un brillo extraño, como si alguien hubiese encendido una vela detrás de sus pupilas. —Ese tipo no es para mí, Sonia. —Tal vez tú no seas para “ese tipo”. Tal vez eso sea lo que le atrae. —Qué profundo. ¿Has estado leyendo revistas de autoayuda en mis descansos? Sonia se encogió de hombros. —Solo digo que, si un lobo se fije en la pastora y no en la oveja, tal vez no quiera comérsela. Tal vez quiera aprender a cuidar rebaños. —Los lobos no cambian piel, cambian estrategia. —Y tú cambias de tema. Laura cerró la taquilla con un golpe. “Si supieras lo que pienso de verdad…” Pensaba en la manera en que él la miró: sin arrogancia aquella vez, sin lástima tampoco. Con… ¿interés? No. La clase alta no se interesa por la mugre bajo sus zapatos. Solo la observa para asegurarse de que no manche. --- Fuera del hospital. 23:01 h. La noche estaba fría. El aliento salía en nubes. Laura caminó rápido hasta la parada del bus cuando su móvil vibró: mensaje de su madre. “¿Vendrás el domingo? Tu tía quiere verte.” Escribió “No sé, turno partido” y guardó el teléfono. Entonces lo vio. Un coche oscuro, líneas elegantes, cristales tintados. Aparcado justo frente a la marquesina. Y en el asiento del conductor, Francisco. La ventana se deslizó con un zumbido. —¿Puedo acercarte a tu casa? —preguntó, con una cordialidad que casi dolía. —Tengo bus. Y orgullo. Ambos llegan puntuales. —No quiero incomodarte. Solo ofrecerte comodidad. —Si quisiera comodidad me habría casado con un rey árabe sin dientes y con petróleo. —Se cruzó de brazos—. Buenas noches. Francisco apoyó un codo en el borde de la ventanilla. Tenía el rostro relajado, pero sus ojos… fuego lento, muy lento. —¿Cuántas veces debo decir buenas noches para que las aceptes? —Cuando descubras cómo fregar pasillos con tacones de mil euros, hablamos. El coche detrás de ella tocó el claxon: el bus llegaba. Francisco levantó la mano en un gesto de rendición elegante. —Hasta luego, Laura. Subió al autobús sin mirar atrás. Pero el reflejo del cristal le devolvió la imagen del coche alejándose despacio, como si no tuviera prisa, como si supiera que la caza no es inmediata, que la presa curiosa acaba acercándose sola al cazador que sabe esperar. “Una broma cruel del universo”. Así lo definió ella para sí, dejándose caer en el asiento. Una bendición para él, seguramente: la ciudad está llena de muros que ceden ante su nombre, su dinero y su voz de hielo. Pero ella no. Ella era roca. O eso quería creer… mientras sus dedos buscaban la barra metálica y apretaban con fuerza para ahogar el temblor que no pudo explicar. --- Apartamento compartido. 23:47 h. El agua de la ducha cayó hirviendo sobre su nuca. Cerró los ojos, dejó que el vapor empañara el espejo. Al salir, dibujó con el dedo sobre el cristal: “No me mires así.” Lo borró de un manotazo. Se puso el pijama más viejo y se metió bajo la manta. Sonia dormía en la habitación contigua, roncando leve. Laura apagó la lámpara… y vio el techo iluminado por la calle. En la penumbra, los recuerdos toman formas que la luz no tolera: la sala VIP, el perfume, la voz que dice “Para mí, empieza a serlo”. “No. No lo es.” Se dio la vuelta y abrazó la almohada. El corazón tardó mucho en rendirse. --- En algún lugar de la ciudad. 00:10 h. Francisco observaba la pantalla de su móvil: un buscador de personal externo. No tenía apellidos ni dirección, pero ahora sí sabía algo: el turno de la noche, la ruta del bus, el barrio donde lo tomaba. Sonrió con un cansancio que parecía placer. “El destino no juega en tu contra, Laura. Juega a mi favor.” Y el fuego siguió ardiendo. Muy, muy lento.
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