Capítulo 3

1118 Words
Hospital Central. 06:12h. Laura encajó el mocho en el cubo con un golpe seco y malhumorado. No por la fregona. No por el turno interminable que apenas comenzaba. Ni siquiera por el supervisor que había vuelto a dejar la puerta del almacén abierta para que todos los productos se mezclaran como si fueran intercambiables. No. Era por él. Francisco maldita-sea cómo-se-llame. Aunque como no saber quién es. Todo el mundo lo sabe. “No es relevante.” Y sin embargo, ahí estaba. En su cabeza. Recorriendo cada rincón como si tuviera llaves. El tipo con traje de diseñador, voz afilada y mirada de bisturí. El mismo que no se dignó a levantar ni una ceja cuando ella le dejó claro que no se vendía, ni se doblaba, ni se dejaba mirar como si fuera parte del mobiliario. Pero su mente, traicionera, lo recordaba igual. Como si lo hubiera escaneado o sacado una foto mental. Esa sala. Esa tensión. Ese silencio incómodo que nadie supo cortar. Sus palabras. Y peor aún: su presencia. "Debería darme asco. Punto." Y lo hacía. Lo odiaba. Odiaba todo lo que él representaba: privilegio, indiferencia, superioridad moral envuelta en perfume caro. Y sin embargo… —¿Te pasa algo, Laurita? —preguntó Sonia, su compañera de turno, arrastrando el carrito con una sonrisa pícara—. Te veo con cara de haberle visto el alma al diablo. —Peor —resopló—. Le vi los zapatos. —¿Eh? —Nada. Un tipo de traje. Uno de esos que creen que los pasillos se limpian solos. Sonia rió bajito. Tenía el don de encontrarle la gracia a todo. Hasta a la mierda. —¿Estaba bueno? —¿Qué tiene que ver eso? —Ay, por favor. Si vas a maldecir toda la mañana por alguien, que al menos valga la pena mirar. Laura apretó la mandíbula. —Era el típico: guapo, seguro, insoportable que se piensa superior al resto del mundo —¿Y tú te quedaste en silencio como buena chica? —Lo mandé a la mierda. Con respeto, eso sí. Estoy practicando la diplomacia. Sonia soltó una carcajada. —Tú tenés menos diplomacia que este trapeador. —Gracias por el cumplido. Ascensor del ala norte. 10:00 Laura se quedó sola. El espejo del ascensor era cruel a esa hora. Mostraba cada sombra bajo sus ojos, cada mechón fuera de lugar, cada rastro de la noche anterior que su cara intentaba disimular sin éxito. Se miró fijo. “No eres de ese mundo.” Eso se lo repetía desde niña. Cuando le regalaron libros con princesas, pero ella solo entendía las de los cuentos de terror. Cuando vio a su madre limpiando casas ajenas mientras lloraba a escondidas. Cuando aprendió que la gente con apellidos largos y autos brillantes no solo vivía diferente: vivía sobre los demás. Y ahora venía ese tipo a mirarla como si le importara algo. Como si pudiera verla más allá del uniforme. “No eres una historia de amor. Eres una historia de supervivencia.” Y sin embargo... ¿Por qué le temblaban las manos? No era miedo. Era otra cosa. Una mezcla de orgullo herido, de curiosidad tóxica, de algo que no tenía nombre. “Me miró como si yo fuera un misterio. Como si no pudiera dejarme pasar por alto. ¿Y qué hice yo? No bajé la mirada.” —Perfecto, Laura. Te enamoraste del enemigo en quince minutos. Vas mejorando —se dijo en voz baja, con sarcasmo. No. No se había enamorado. Era algo más sucio. Más visceral. "Te reconoció." Y eso, eso sí que dolía. Patio exterior. 10:30 Laura se encendió un cigarrillo aunque sabía que estaba prohibido. El aire fresco de la mañana no ayudaba a despejar su cabeza. Pensó en su madre. En su cara cuando la vio por última vez. Pensó en lo poco que hablaban. En lo mucho que se parecían. Si su madre supiera que una parte de ella estaba pensando en un tipo como Francisco… "Me abofetearía con la mirada. Y tendría razón." Porque eso era lo que pasaba. Que los hombres así no venían a quedarse. Venían a jugar. A romper. A curiosear lo que no entienden. Y luego se iban. Ella no tenía margen para eso. Ni tiempo. Ni ganas de convertirse en una herida más con nombre y perfume de marca. Final del turno. Vestuario. 14:00 Sonia volvió a aparecer como un tornado. —¿Sigues con cara de lunes eterno? —¿Tú alguna vez callas? —No. Y tú tampoco deberías. ¿Por qué no me contás qué te dejó así ese tipo? Laura dejó la bolsa en el banco y se dejó caer a su lado. —Porque si empiezo, no termino. Porque no me entiendo ni yo. Sonia la miró con esos ojos que sabían ver más allá del sarcasmo. —¿Y si te digo que tal vez no todos son iguales? —Entonces te diré que tengo pruebas de lo contrario. Que no necesito otro tipo con traje y complejos de Dios para venir a complicarme lo que ya está complicado. —¿Y si no viene a complicar? —Entonces es un milagro. Pero no creo en ellos. Sonia se quedó en silencio. Por primera vez en toda la mañana. Y eso, eso fue lo que le dolió más a Laura. Porque a veces… el silencio decía mucho más que cualquier frase. Casa de Laura Sanchez 16:00 La habitación estaba en penumbras. Solo la luz amarillenta de la farola de la calle entraba a través de la cortina deshilachada, dibujando sombras largas sobre el techo. Laura se dejó caer en la cama sin fuerzas para quitarse el uniforme. El colchón hundido crujió bajo su peso. Sus dedos, inquietos, jugaron con la etiqueta rota de la camiseta como si esa hebra suelta pudiera darle alguna respuesta. El reloj marcaba minutos que parecían horas. Su cuerpo suplicaba descanso, pero su mente no callaba. Francisco. Su voz, su mirada, su forma de pronunciar su nombre como si lo hubiera grabado en la piel. —¿Por qué me hablaste así? —susurró en la oscuridad—. ¿Por qué preguntaste como si yo importara? ¿Por qué me miraste… como si me conocieras? El silencio fue la única respuesta. Solo ecos. Ecos que dolían más que las palabras, que la rutina, que el cansancio. Ecos que parecían promesas rotas antes de nacer. Laura cerró los ojos con rabia, pero la imagen de él persistía, clavada detrás de los párpados. Y lo supo: Si volvía a verlo, no sería un simple encuentro. Sería una batalla. Y lo peor de todo… era que no sabía si quería ganar.
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