Apartamento de Francisco. 03:27h.
Francisco no dormía.
El whisky sobre la mesita llevaba dos horas sin ser tocado, igual que su móvil, que brillaba con notificaciones que no había leído.
La ciudad murmuraba a través de la ventana, con ese zumbido eléctrico que solo se escucha cuando todo lo demás se apaga.
Pero lo único que sonaba con claridad en su cabeza era la voz de ella.
“No es relevante.”
Dos palabras.
Dos malditas palabras que lo habían dejado como un idiota, de pie en una sala vacía mientras ella salía con su cubo de agua sucia como si acabara de ganar una guerra.
Francisco se levantó y se sirvió otro trago.
No lo necesitaba.
Lo quería.
Como quería entender por qué una mujer que no tenía nada que ver con su mundo había logrado colarse bajo su piel con un solo cruce de palabras.
No era bella en el sentido clásico. No llevaba maquillaje ni perfume caro. Su uniforme olía a lejía y esfuerzo, y su expresión gritaba “no me jodas” con la misma fuerza que sus labios no lo decían.
Y sin embargo…
Ahí estaba él.
A las tres de la mañana. Pensando en su voz. En sus ojos color miel. En cómo lo miró como si él no significara absolutamente nada.
Francisco estaba acostumbrado a muchas cosas.
A mandar. A que lo obedezcan. A que se disculpen por molestarlo incluso cuando él era el que irrumpía.
Pero Laura no.
Laura no había pedido disculpas.
Y eso, por alguna razón que lo desquiciaba, le había gustado, había encendido algo en él.
“Esto es ridículo.”
Dejó el vaso en la encimera de mármol, se quitó la chaqueta que aún llevaba desde hacía horas y se frotó la cara con ambas manos.
Necesitaba dormir.
Pero sabía que no lo haría, nunca lo hace cuando se trata de un nuevo objetivo.
Casa de los padres de Francisco Valverde. 09:00
La residencia de su madre estaba tan silenciosa como siempre. La única diferencia era que Francisco no había dormido nada y que su madre lo notó con solo un vistazo.
—Tienes cara de querer incendiar algo —dijo ella, sin dejar de cortar su fruta con precisión quirúrgica.
—Tengo cara de no querer hablar, madre.
—Entonces te haré café. Y fingiremos que no noto tus ojeras ni el hecho de que llevas los mismos zapatos que anoche.
Francisco no respondió. Se sentó frente a ella. El sol entraba en la sala como si quisiera calentar lo que ni el dinero podía.
—¿Cómo está la abuela?
—Dormida. Le han cambiado la medicación. Pero ayer te vio. Te nombró —dijo su madre, ahora sí mirándolo a los ojos.
—¿Y?
—Y dijiste que no te afectaría verla así, pero te conozco. Te derrumba. Y cuando te derrumbas, buscas distracciones. No puedes negarlo, a mí no.
Francisco giró el rostro, incómodo.
—No empieces con tus análisis psicoemocionales. No soy uno de tus pacientes. Tengamos el desayuno en paz.
—No. Sos mi hijo. Peor aún. Además, me preocupo por tu bienestar. ¿Es malo eso?
Silencio.
Él bebió el café amargo, como le gustaba. Su madre lo miraba sin decir más, pero sabía que no había terminado.
—¿Con quién te cruzaste anoche?
—¿Qué?
—Tienes ese brillo en los ojos. El mismo que cuando descubriste a esa guitarrista callejera que te hizo llorar en París. O cuando le dijiste a tu padre que no ibas a seguir sus negocios sucios. Estás perturbado. Te conozco.
—¿Me vas a decir que también ves el aura, ahora?
—No. Veo tu rostro. Tus hombros tensos. Y cómo no podés dejar de frotarte los dedos. Como si quisieras volver a tocar algo que no deberías haber tocado. Ya hemos pasado esto en su momento.
Francisco se quedó quieto.
Era buena. Demasiado buena.
Había pasado años cultivando una máscara para todos… excepto para ella.
—Solo es una empleada del hospital —dijo al fin.
—¿Y?
—Nada. Solo una conversación absurda. Una coincidencia. Nada que debas preocuparte.
—¿Y por qué no podés dejar de pensar en ella?
Francisco dejó el café sobre la mesa con un golpe seco. Su madre no se inmutó.
—Porque me miró como si no fuera nadie. Como si realmente no supiera a quien tenía enfrente.
—¿Y qué tiene de malo?
—Todo. Nadie me mira así, madre. Ni siquiera tú. Es intolerable esa conducta.
Ella sonrió. De esas sonrisas suaves, como un susurro.
—Entonces, querido mío… estás jodido, muy jodido.
Hospital central. 23:00
Esa noche.
Volvió al hospital sin razón aparente. Nadie lo esperaba. Ni médicos ni familia.
Caminó por el mismo pasillo.
Miró la sala vacía donde había ocurrido todo.
Y se sorprendió al no verla.
La esperaba.
Aunque no lo admitiría ni bajo tortura.
Le preguntó a una enfermera por el personal de limpieza. Ella le respondió que no tenía esa información, pero podía llamar a seguridad si lo deseaba.
Francisco fingió una sonrisa.
“Seguridad. Claro. Porque soy el extraño aquí.”
Volvió al ascensor. Se miró en el espejo.
Había algo en su rostro. Algo que no reconocía desde hacía años.
Vulnerabilidad.
No por ella.
Por sí mismo.
Por haber permitido que una chica con manos agrietadas y voz desafiante lo tocara sin tocarlo.
Y entonces lo supo.
No iba a dejarlo pasar.
Apartamento Francisco Valverde 23:50
De vuelta en su apartamento
Abrió el portátil. Buscó datos. Revisó nombres. Nada.
No sabía su apellido. Ni su cargo exacto. Ni si seguía trabajando allí.
Y eso lo enfureció más que nada.
Francisco Donovan siempre conseguía lo que se proponía.
Pero esa noche, estaba atrapado entre el deseo y la impotencia.
Entre el orgullo y la necesidad.
“Quiero saber quién es. Aunque tenga que ensuciarme para encontrarla.”
Porque había algo en ella.
Y porque su nombre, aunque no fuera relevante para ella…
para él, ya lo era todo.