Capítulo 1

1002 Words
Hospital Central 22:47 Laura arrastraba el cubo de limpieza por el pasillo silencioso del área privada, pateando su propio cansancio con cada paso. Las luces fluorescentes le picaban en los ojos. Llevaba más de diez horas trabajando, sus zapatillas estaban empapadas y el café que se tomó a las seis había muerto heroicamente tres limpiezas atrás. Odiaba ese hospital. Odiaba los pisos encerados, las caras con trajes caros y el silencio hipócrita de las salas VIP. Pero más que nada, odiaba que necesitaba ese trabajo. Cruzó la puerta de la sala sin tocar. La fregona en una mano. Su último gramo de paciencia en la otra. No esperaba encontrar a nadie. Pero ahí estaba él. Sentado. Imperturbable. Como si hubiera nacido en esa silla y el mundo girara a su alrededor. Traje gris oscuro, perfectamente ajustado. Camisa blanca, cuello desabotonado. Brazos largos, postura tensa, mirada afilada. Y esos ojos… esos ojos de hielo que no pestañeaban. Ni siquiera cuando ella irrumpió en su burbuja. Esa imagen de la perfección. —Está cerrada al público —dijo él sin moverse, sin perder el control. —Y yo estoy fregando. Si le molesta, hable con dirección —respondió sin mirarlo. ¿Quién coño se creía que era? Otro rico con cara de estatua y alma de mármol. Uno de esos que pedían disculpas solo cuando había abogados de por medio. Laura metió el mocho en el agua y empezó a fregar cerca de sus pies. Podía sentir su mirada clavada en la nuca. Lo ignoró. O lo intentó. Porque esa clase de hombres miraban como si te poseyeran antes siquiera de tocarte. —¿Siempre hablas así a los desconocidos? —Solo a los que no entienden lo que significa ‘no estorbar’. Francisco no contestó. Tampoco sonrió. Solo la observó. Como si analizara cada palabra, cada gesto, cada rincón invisible de su cuerpo. Eso la enfureció más. “No soy tu entretenimiento, cabrón.” “No soy tu escape ni tu pasatiempo de rico aburrido.” Pero no lo dijo. Apretó los labios, giró la fregona con rabia y siguió limpiando. Si él no se movía, peor para él. —Estoy esperando un parte médico —añadió él. Ella no respondió. No le interesaba. ¿Una amante enferma? ¿Un padre ausente? ¿La culpa que solo siente quien no aparece hasta que es demasiado tarde? Pero entonces él dijo algo más: —Mi abuela. Está en la unidad intensiva. Noventa y dos años. No reconoce a nadie… excepto a mí. Laura se detuvo. No por compasión. Sino porque algo en su voz no coincidía con su apariencia. No sonaba arrogante. Sonaba… cansado y ella por un segundo sintió compasión. —Lo siento —murmuró, sin entender por qué, no solía empatizar con este tipo de personas. Francisco asintió apenas. Como si no supiera qué hacer con esa palabra. Como si nadie se la dijera sin buscar algo a cambio. —¿Y tú? —preguntó—. ¿Siempre limpias como si te importara un carajo quién te está mirando? Laura alzó la cabeza. Lo miró directo a los ojos. Sin miedo. Sin vergüenza. Sin permiso. —Sí, es para lo que me pagan. Y ahí pasó algo. Él inclinó apenas la cabeza. Como si reconociera un idioma que hacía mucho no escuchaba. Como si ella fuera una amenaza inesperada envuelta en un uniforme sin nombre. “Claro que limpio así. Porque es lo único que controlo.” “Porque cuando la vida te pisa, tú aprendes a brillar sola con lo poco que queda.” Pero tampoco lo dijo. Porque no necesitaba que ese hombre supiera nada de su historia. Él asintió de nuevo. Una sola vez. —Entonces ya me has hecho el día. Laura resopló. Dio media vuelta, volvió al cubo, y metió la fregona con fuerza en el agua. Intentó concentrarse en la espuma, en el suelo, en el puto olor a desinfectante barato. Pero su pecho no obedecía. Y su espalda sabía que él seguía ahí. Viéndola. “No pienses en él. No pienses. No te metas donde no te llaman. Necesitas el trabajo y lo sabes, guarda tu lengua afilada. Piensa por una vez". Se obligó a recordar por qué estaba ahí. Por qué fregaba pisos a las once de la noche mientras otras chicas de su edad subían fotos en fiestas o dormían abrazadas por alguien que no temía tocar sus grietas. Porque si no lo hacía, no comía. Y no solo ella. Su madre contaba con ese sueldo, con cada céntimo. Y aunque Laura apenas hablaba con ella, esa responsabilidad pesaba como plomo mojado. Él no podía imaginarse nada de eso. Ningún Francisco del mundo podía entender lo que era elegir entre cenar o apagar la caldera. Él no necesitaba preocuparse por facturas. Solo por a quién mandar a arreglarlo todo. Y sin embargo... ahí estaba. Mirándola como si ella fuera un misterio que merecía ser resuelto. —¿Cuál es tu nombre? Ella se giró despacio. Lo miró como si le hubiera preguntado por el sentido de la vida. No, peor. Como si le hubiera exigido una parte de sí misma que no estaba dispuesta a regalar. —No es relevante. Francisco sonrió. No de burla. Ni de triunfo. Era una sonrisa leve, contenida… como si no supiera cómo se hacía. —Para mí, empieza a serlo. Ella frunció los labios. Ese tipo de respuesta era la clase de cosas que daban miedo. No porque fuera agresiva. Sino porque se sentía real. Se veía real. Y lo real dolía más que cualquier amenaza. —Entonces ya tenemos un problema —contestó, con los ojos clavados en los suyos. Y se fue. Dejó el cubo donde estaba. Cerró la puerta. Y no volvió a mirar atrás. Pero por dentro… por dentro supo que esa noche, algo se había roto. O tal vez, había empezado a formarse. Y lo peor de todo es que no sabía cuál de las dos cosas le daba más miedo.
Free reading for new users
Scan code to download app
Facebookexpand_more
  • author-avatar
    Writer
  • chap_listContents
  • likeADD