Hospital Central 09:00
La puerta de la habitación 214 se cerró con un clic suave, casi desapercibido. Francisco Valverde, con las manos hundidas en los bolsillos de su abrigo gris, salió del cuarto de su abuela con el ceño fruncido. El rostro serio, como si se hubiera quedado encerrado en otro tiempo, uno en el que las respuestas aún tenían sentido. La anciana dormía. O fingía hacerlo. La había encontrado especialmente callada esa mañana, y eso, en su mundo, era sinónimo de tormenta a la vista.
Al girar por el pasillo, se cruzó con Laura, que caminaba en dirección contraria con una cubeta de limpieza y un mocho recién escurrido. Llevaba el cabello recogido en un moño desordenado, los guantes aún húmedos, y una expresión que no buscaba agradar a nadie. Se vieron. Se detuvieron. El pasillo quedó en pausa.
—Qué curioso —murmuró él sin disimular el tono despectivo—, que siempre estés ahí cuando menos quiero verte.
—Y tú qué curioso —replicó ella sin pestañear—, que siempre pareces dueño de todo. Incluso de los silencios.
Él arqueó una ceja, como si evaluara la audacia de sus palabras. Laura no se movió. Apretó más el cubo contra la pierna como quien se prepara para resistir un temporal.
—No creas que me interesa lo que pienses —añadió él.
—Lo sé. A los de tu clase no les interesa nada que no puedan comprar.
Francisco no respondió. Dio un paso a un lado para dejarla pasar. Laura cruzó a su lado sin bajar la mirada, rozándole apenas el hombro con intención.
Cuando él bajó al jardín, encendió un cigarrillo. Un vicio que solo reaparecía cuando algo lo superaba. Como ahora. El frío le calaba los dedos, pero no se movía. La imagen de ella con la fregona aún le bailaba en la cabeza. ¿Qué le pasaba? No era hermosa en el sentido clásico. No era educada. Ni siquiera simpática. Pero tenía algo. Algo que se le clavaba.
—No te acerques demasiado —dijo una voz a su lado. Era Ángel, el celador de guardia. De pie, con la mirada perdida en el mismo punto del jardín.
Francisco se volvió hacia él, sin cambiar la expresión.
—¿A quién te refieres?
Ángel se encogió de hombros.
—A la chica. A Laura. Tiene más historia de la que tú crees. Y heridas que no son tuyas de curar.
Francisco soltó el humo con lentitud.
—¿Y tú qué sabes?
—Sé lo suficiente —respondió Ángel—. Y también sé cómo sois los Valverde. Tú puedes hacerte el frío, el distante, el que no quiere saber nada. Pero ella… no es un juego.
Francisco no dijo nada más. Lo observó irse, luego apagó el cigarro con el tacón y volvió al hospital. El trabajo lo esperaba. Y también esa sombra con nombre propio que se colaba en su mente cada vez con más fuerza: Laura.
Laura fregaba el suelo con la música baja en los auriculares. Sabía que no podía permitirse que la sorprendieran escuchando música, pero necesitaba ahogar los pensamientos. Cada baldosa que pasaba se convertía en una forma de contener la rabia.
Volver a encontrarse con Francisco la había descolocado. Su prepotencia, sus ojos de hielo, su forma de hablar como si el mundo entero le debiera respeto. ¿Quién se creía que era?
Entró en la habitación de su madre sin golpear. El olor a vino barato impregnaba el aire.
—¿Otra vez bebiendo?
Carmen no contestó. Estaba sentada en el borde de la cama, con una copa a medio terminar y una sonrisa amarga en los labios.
—¿Y tú otra vez fregando pasillos? Qué orgullosa estaría tu padre —dijo arrastrando las palabras.
Laura tragó saliva. Estaba harta de ese comentario. Harta de que ese hombre siguiera presente solo como una sombra sucia en la boca de su madre.
—No tengo padre —dijo.
—Claro que sí. Solo que nunca quisieron que lo supieras. Él sí me quiso, ¿sabes? Pero no era suficiente para ellos. Tuvo que irse. Lo obligaron.
—Ya estamos otra vez con eso…
—¡No me mires así, Laura! Yo lo amaba. No era un capricho. No fue solo una aventura. Él era distinto. Nunca supe si se fue por voluntad o si… —Carmen se calló de golpe. Tomó otro trago.
Laura dejó la fregona de lado y se sentó frente a ella. Algo en ese tono, en esa vacilación, no era como otras veces.
—¿Si qué, mamá?
—Nada —susurró—. Olvídalo. Mejor será que tú también dejes de hacerte ilusiones. A los Valverde no se les toca. No si quieres sobrevivir.
Laura frunció el ceño.
—¿Valverde?
—He dicho que te olvides.
Laura no respondió. Cuando su madre se quedó dormida sobre la copa vacía, ella se puso a recoger. Entre los papeles arrugados de la cómoda encontró una vieja caja de madera. Dudó. La abrió.
Cartas. Algunas con tinta corrida. Otras firmadas con una inicial: "R. V."
Entre ellas, una foto. Su madre, joven, abrazando a un hombre alto, moreno, elegante. Al fondo, un jardín. Laura reconoció el banco de piedra. Sintió que algo se rompía dentro, aunque no lograba precisar por qué.
No había nombres en la imagen, pero la inicial en las cartas volvía a repetirse. "R. V." Y esa sonrisa de su madre, luminosa y vulnerable, no dejaba lugar a dudas de que había sido real. Un amor que no cabía en las palabras rotas de Carmen.
Laura cerró la caja con fuerza. El apellido Valverde revoloteaba en su cabeza como un murmullo maldito, pero aún no se atrevía a nombrarlo.
Despacho de Francisco 12:00
Francisco revisaba informes en su despacho privado. Había vuelto al hospital solo por rutina, pero no conseguía concentrarse. A cada rato, la imagen de Laura en el pasillo, las palabras punzantes, su mirada…
Y luego, Ángel. ¿Qué sabía ese hombre?
Se levantó y caminó hasta la ventana. Desde allí se veía parte del jardín. Un banco solitario. El mismo donde se sentaba su abuela décadas atrás con su amante secreto. Lo sabía. Todos lo sabían en la familia, aunque nadie lo dijera en voz alta.
Solo que ahora, algo no encajaba. Esa mujer… ¿podría ser la misma con la que su tío tuvo aquella historia maldita? ¿Y si Laura era…?
No. Era imposible. ¿O no tanto?
Sintió el nudo en el estómago, un miedo antiguo. El mismo que sentía cada vez que algo real amenazaba su mundo de control y estrategia.
Volvió a sentarse. Abrió el portátil. Una búsqueda. Un nombre: Valverde.
Nada concluyente. Pero algunas noticias viejas. Desaparición. Silencio. Una nota no firmada que hablaba de un conflicto con una familia influyente del norte. Y una única fotografía… junto a una joven que reconoció sin dudar: Carmen, la madre de Laura.
—j***r —susurró.
Apretó los puños.
Laura no solo era distinta. Era peligrosa. Porque sin saberlo… podía derrumbarlo todo.