Aeropuerto 8:45.
El avión aterrizó bajo un cielo gris. El aeropuerto, en silencio mecánico, pareció más frío de lo normal. Roberto salió de la terminal sin equipaje, con la barba más larga de lo que la abuela aprobaría y la mirada de quien regresa a un campo de batalla, no a casa. En el coche que lo esperaba, un chófer viejo conocido lo saludó con un "bienvenido, señor Roberto" cargado de formalidad y silencios incómodos.
—No hace falta fingir que esto es un regreso —murmuró Roberto, mirando por la ventanilla.
No había vuelto por voluntad propia. Lo había hecho por una llamada. Por esa voz envejecida que, a pesar de todo, aún ejercía poder sobre él.
Oficina de Francisco 16:30
Francisco pasaba los dedos por la hoja impresa con una atención casi quirúrgica. El informe de Leandro hablaba de Laura con una delicadeza que lo perturbaba: “dignidad incluso en el silencio”, “mirada firme, pero no desafiante”, “reserva sin frialdad”. Cualidades que él mismo había percibido, pero que se había negado a nombrar.
—Ha trabajado con eficiencia y respeto. No ha hecho preguntas, pero observa mucho —Leandro estaba de pie, como siempre, recto, con la voz neutra—. Y tiene un parecido curioso con una mujer de las fotos antiguas.
Francisco cerró el informe. No quería hablar de parecidos. Ni de sentimientos. Ni de esa sensación estúpida de alivio que sentía cada vez que sabía que ella seguía allí.
—Prepara un contrato de colaboración para ella. Trabajo de archivo, algo administrativo. Que incluya alojamiento.
—Muy bien. ¿Condiciones especiales?
Francisco dudó. Luego, bajando la mirada, dijo:
—Incluye una cláusula de permanencia mínima. Seis meses. Si lo rompe, que devuelva los costes. Y que no pueda divulgar detalles de la casa ni de su empleador.
—Eso es poco ético.
—Pero legal —Francisco alzó la vista—. Hazlo discreto. No quiero que se note.
Casa de Roberto
Laura no sabía exactamente cuántos días llevaba allí. Se había acostumbrado al olor a madera antigua, a las normas no dichas, y al constante murmullo de los pasos del mayordomo, que parecía moverse con la precisión de un metrónomo.
Su trabajo no era difícil, pero sí extrañamente meticuloso. Le habían pedido que limpiara solo determinadas zonas, que evitara tocar retratos sin marco, y que nunca, bajo ningún concepto, hiciera preguntas. Ella lo aceptó. No porque le gustara someterse, sino porque sabía que a veces la supervivencia tenía rostro de silencio.
El mayordomo apareció a su lado con una orden más.
—La señora ha pedido que se prepare la habitación azul. El dueño volverá pronto.
—¿El dueño? —repitió Laura, bajando el trapo con cuidado.
—Es un hombre reservado, pero generoso. Aunque se oculta detrás de sus propios muros. Le gustaría a usted, creo. Tiene ese mismo orgullo con el que usted mira al mundo sin pedir permiso.
Laura frunció el ceño. Había algo inquietante en ese juego de palabras. Como si todo en esa casa estuviera diseñado para empujarla a descubrir algo que aún no estaba lista para ver. En un rincón del salón, había una foto que no había visto antes. Una mujer joven, con un lunar casi idéntico al suyo. El parecido era perturbador. No solo por el rostro, sino por la expresión: contenida, orgullosa, llena de heridas ocultas.
Cafetería del Hospital Central 17:00
Carmen seguía inconsciente. Laura, con el rostro cansado, se reunió con Marco en la sala de espera.
—Gracias por todo lo que estás haciendo —le dijo, bajando la voz—. No sé si sin ti habría salido de ese lugar.
—Lo haces sola, Laura. Yo solo te tiendo la mano.
Ella le contó sobre la casa, el ambiente extraño, las instrucciones de no tocar ciertos objetos, la foto, el silencio. Marco escuchaba sin interrumpir.
—¿Y no sabes quién es tu empleador?
—No. Pero cada día tengo más la sensación de que alguien... me está observando. No en plan siniestro. Más como... como si me cuidara desde la sombra.
Marco asintió con una sonrisa leve.
—A veces, los que no se atreven a amar de frente, aman desde lejos. Pero el amor enjaulado también duele.
Laura lo miró, con los ojos brillando. Y por primera vez, se permitió decirlo en voz alta:
—Porque lo han querido así. Carmen, que es un volcán, está totalmente alejada del huracán.
Oficina de Francisco 18:30
Leandro volvió al despacho con el contrato impreso. Francisco lo tomó en silencio. Leyó la cláusula una vez más:
> “La colaboradora acepta una permanencia mínima de seis meses. En caso de incumplimiento anticipado sin causa médica o legal, deberá reembolsar los costes de formación, alojamiento y manutención asumidos por la fundación.”
> “Asimismo, se compromete a no revelar ninguna información relativa al lugar de trabajo, la identidad del benefactor ni los eventos internos de la residencia.”
—No sabrá nunca que eres tú, ¿verdad? —preguntó Leandro, sin sarcasmo, solo con tristeza.
Francisco no respondió. Firmó. Y luego miró por la ventana. El coche de Roberto acababa de entrar en la finca.
Casa de Roberto 20:45
El reencuentro no tuvo abrazos. Solo un silencio espeso entre los dos hombres. Roberto entró sin mirar alrededor.
—Tú eras el nieto brillante. El que no cometía errores.
—Tú eras el problema —respondió Francisco.
Roberto sonrió con amargura.
—Y ahora compartimos el mismo error.
Francisco lo miró, tenso.
—¿De qué hablas?
Roberto se acercó, sin miedo, y dijo en voz baja:
—Tú aún no sabes quién es ella... pero cuando lo sepas, espero que estés listo para elegir entre tu nombre o tu verdad.
El corazón de Francisco dio un vuelco. Pero no dijo nada. Solo se quedó allí, en ese salón lleno de retratos y secretos, viendo cómo el pasado llamaba a su puerta con rostro de mujer y nombre de misterio.