Capítulo 5

1001 Words
Ciudad vieja. 11:03 h. Francisco no solía ir a barrios como ese. No por miedo. No por prejuicio. Simplemente, no tenía motivos. Hasta ahora. El bus que Laura tomaba cada noche paraba justo frente a un bloque de ladrillo visto, con balcones oxidados y ropa colgando como banderas de guerra. Lo había seguido una sola vez. Una única vez, se decía. Solo para entender. Solo para mirar, desde lejos. Llevaba gafas oscuras. Nadie lo reconocería. Y sin embargo, se sentía fuera de lugar, como si hasta el asfalto supiera que sus zapatos no pertenecían ahí. La vio cruzar la calle con una bolsa en la mano. Llevaba ropa de civil, si se podía llamar así: vaqueros lavados, camiseta gris, coleta alta. Iba sola, pero su cuerpo iba en guardia. Como si la ciudad pudiera saltarle encima en cualquier momento. La siguió con la mirada. Dobló la esquina. Y Francisco decidió moverse. No era acecho. No era invasión. Era necesidad de saber de ella. De todo eso que ocultaba detrás de su uniforme. Edificio 9. Planta baja. 11:14 Se detuvo frente a una pequeña ventana. Cortinas viejas. El cristal sucio. Pero desde su ángulo, vio una figura moverse: Laura. Entraba a una sala estrecha. Frente a ella, otra mujer. Menor estatura. Postura dura. Tenía el mismo gesto en los ojos: como si siempre esperara lo peor. Francisco cruzó la calle y se ubicó en un banco público. Fingió mirar el móvil. Pero no podía apartar los ojos del interior de esa casa. No escuchaba nada, eso le molestaba. Odiaba no tener el control. Pero lo que vio... fue suficiente. La mujer —su madre, supuso— alzó un dedo. Laura apretó los labios. Hablaron. O discutieron. Era difícil saberlo sin el audio. Pero Laura se giró en seco, como si la hubieran insultado. Volvió a mirar. Y entonces la mujer se acercó. Le habló cerca. Muy cerca. Laura bajó la cabeza, nunca pensó que la vería bajar la cabeza ante nadie. Francisco sintió un nudo en el estómago. No era la Laura que él conocía. No era la de la fregona, la que disparaba ironías como balas. Era otra, una hermana gemela más dócil, menos ella. sin embargo, sabía dentro de el que si era ella. Una que aguantaba. Que tragaba. Y que, al final, solo se marchaba. Media hora después. No sabía por qué aún estaba ahí. No entendía qué esperaba. Hasta que la vio salir. Caminaba rápido. Sin mirar atrás. Como si hubiera dejado una herida abierta en esa casa. Y entonces, por reflejo, Francisco se levantó. —Laura. Ella se detuvo en seco. Se giró como si acabara de escuchar una blasfemia. —¿Qué… haces… aquí? —Pasaba cerca. Te vi entrar. —¿Pasabas? ¿Por aquí? ¿Un CEO perdido entre paredes desconchadas? ¿En serio? Francisco levantó las manos. —Quería verte. —¿Seguirme? ¿Eso te parece romántico? Tenía los ojos brillantes. No por emoción. Por furia. —No quería invadirte. —Pero lo hiciste. ¡Y además espiaste! —Tu madre… —¡No hables de ella! ¡No sabes nada de ella, de nosotras! La voz le tembló. Fue solo un segundo. Pero lo suficiente. Francisco la miró en silencio. —Te vi. No me arrepiento. Pero quiero entenderte. —No soy un rompecabezas. Soy una jodida bomba. Y tú estás bailando encima. Deberías escapar ahora antes de que ambos salgamos heridos. —Entonces dime por qué estallás. ¿Qué pasa en esa casa? Laura cerró los ojos. Respiró hondo. Su espalda recta, su barbilla alta. Pero en su interior… temblaba. —Mi madre me recuerda todos los días que soy el error que nunca quiso. —... —Se acostó con un tipo rico, casado. Se quedó embarazada. Él le dio dinero para que abortara. Ella no lo hizo. Me tuvo. Y desde entonces, nunca dejó de castigarme por eso. Francisco sintió cómo se le cerraba el pecho. —¿Sabe él que existís? —No. Y no quiero que lo sepa. Para el jamás nací y así deseo que siga siendo. Lo dijo con rabia, pero también con una tristeza muda. —¿Y tú? ¿Sabés quién es? Laura dudó. Bajó la mirada. —Sí. —¿Quién? —Eso no importa. No para ti. Ni para mí. Ya te dije el tomo una decisión y yo respeto. Silencio. La calle siguió viva a su alrededor, como si el mundo no entendiera que ahí mismo, en ese pedazo de acera, se acababan de romper muchas cosas. —No quiero tu compasión, Francisco. —No te la ofrezco. —¿Entonces qué? —Quiero conocerte. Entera. Sin que te escondas detrás del sarcasmo. Laura rió sin humor. —¿Y para qué? ¿Para llevarme a tu torre de cristal? ¿Para presumir de cómo rescataste a la hija bastarda de un rico? —No soy un salvador. —No. Eres peor. Porque crees que no estás haciendo nada malo. Francisco dio un paso. Ella retrocedió. —No me sigas más —dijo ella, con voz firme—. No quiero verte fuera del hospital. No quiero que me busques. No quiero que me veas rota. Y se fue. Esta vez, él no la detuvo. Apartamento de Francisco. 18:00 Miró la copa de vino sin beber. Todo el lujo a su alrededor le pareció estúpido. El silencio, insoportable. Pensó en lo que ella dijo. “No quiero que me veas rota.” Y entendió que ya la había visto. Pero también supo algo más: no podía dejarla así. No quería dejarla así. No porque quisiera salvarla. Sino porque, sin darse cuenta, Laura ya lo había salvado a él. Había tanto en el que parecía dormido. Laura despertó ese instinto que creyó muerto, esa adrenalina en la piel que le daba sentido a su vida. Que desea volver a probar. Tenía que encontrar la forma de estar cerca de ella. Tenía que buscar el modo. Y eso… eso recién comenzaba.
Free reading for new users
Scan code to download app
Facebookexpand_more
  • author-avatar
    Writer
  • chap_listContents
  • likeADD