Narrador
Marcus miraba a su padre con los brazos cruzados sobre el pecho. Decir que se sentía indignado era quedarse corto; estaba furioso.
¿Tenía que trabajar con esa mujer de cabello rojo y anteojos redondos?
—¿No piensas cambiar de opinión? —preguntó con seriedad, conteniendo su frustración.
Su padre no levantó la vista del computador.
—¿Sobre qué? —respondió con calma.
—Sabes muy bien de lo que hablo —musitó Marcus, con el ceño fruncido—. No pienso tener a esa mujer como mi asistente.
—Ya está contratada, Marcus —replicó el señor Larsson con tono firme—. Después de que despediste a tu quinto asistenta, acordamos que yo elegiría a la próxima candidata, y Alexa es perfecta para el puesto.
—No sé en qué cabeza cabe que esa enana sea perfecta para ser mi asistente.
—En la mía —contestó su padre, encogiéndose de hombros.
Marcus apretó los labios en una delgada línea de disgusto.
—Es una completa irrespetuosa.
—Para exigir respeto, primero hay que tratar a los demás con respeto —le recordó Enrique con serenidad.
—No la quiero como asistente. ¿Acaso mi opinión no cuenta? —reclamó Marcus, alzando la voz.
—No —respondió su padre sin inmutarse—, no desde que despediste a tu última asistente porque tu café estaba caliente y no tibio.
Marcus abrió la boca para protestar, pero no tuvo oportunidad.
—¡Ah! Y otra cosa —añadió Enrique, apartando finalmente la vista del monitor—: Alexa va a vivir contigo en tu departamento.
—¿Qué? ¿Estás loco? —exclamó Marcus, completamente incrédulo.
—Marcus —la voz de su padre sonó como una advertencia entre dientes—. No estoy loco. He decidido que la mejor manera para que aprendas a tener afinidad con tu asistente es conviviendo con ella.
Marcus lo miró fijamente, sin poder creer lo que acababa de escuchar.
—Ningún asistente ha tenido que vivir en mi departamento antes, y mucho menos aceptaré a esa mujer. Una cosa es que mandes en esta empresa y otra muy distinta es que quieras mandar en mi casa —exclamó Marcus, visiblemente alterado.
—¿De quién es el dinero con el que pagaste ese departamento? —preguntó el señor Larsson, mirándolo con calma por encima de las gafas.
Marcus entrecerró los ojos y no respondió.
—Marcus —continuó su padre con voz firme—, dentro de seis meses estarás a cargo de la empresa. Si no puedes manejar una simple situación con tu asistente, ¿crees que estaré tranquilo dejándote al frente de todo?
Marcus apretó la mandíbula y respiró hondo antes de rendirse a regañadientes.
—Bien, tú ganas, padre —dijo con enojo.
Pero apenas su padre desvió la mirada, Marcus murmuró entre dientes:
—Maldita enana… vas a arrepentirte de haber firmado.
El señor Larsson sacó su pañuelo del bolsillo para cubrir una ligera tos. Luego, con una media sonrisa, murmuró para sí mismo:
—¿Debería decirle que Alexa tiene un perro?
Guardó el pañuelo y negó suavemente con la cabeza.
—No, mejor que lo descubra solo —dijo en voz baja, imaginándose la expresión que pondría su hijo cuando llegara ese momento.
*Alexa*
Al salir de la empresa, una lujosa camioneta negra me estaba esperando.
El chofer bajó la ventanilla apenas me vio.
—¿Señorita Stone? —preguntó con voz formal.
Asentí, confundida.
—Soy el chofer del señor Larsson. Me ha pedido que la lleve a una tienda.
—No es necesario, de verdad —le respondí, intentando sonar amable—. Puedo ir por mi cuenta.
Pero el hombre me miró por el espejo retrovisor y dijo con tono seco:
—Son órdenes directas del señor Larsson.
Y ahí estaba yo, veinte minutos después, estacionada frente a una de las tiendas más elegantes y caras que había visto en toda mi vida.
El tipo de lugar donde solo entran millonarios… o sus tarjetas de crédito.
—Oiga… ¿está seguro de que es aquí? —pregunté, mordiéndome el labio inferior.
—Por supuesto. Aquí es donde la esposa del señor Larsson compra su ropa —respondió el hombre mientras se bajaba para abrirme la puerta.
Tragué saliva.
Yo, toda desarreglada, con el cabello hecho un desastre y la ropa todavía un poco húmeda del maldito charco, me sentía como una cucaracha en un salón de té.
—Por aquí, señorita Stone —me indicó el chofer.
Asentí, aunque por dentro quería salir corriendo.
Apenas entré, una mujer alta, hermosa y elegantísima me escaneó de pies a cabeza. Su sonrisa profesional apenas disimulaba su cara de ¿qué hace esta aquí?
—¿En qué puedo ayudarla? —preguntó con un tono tan presuntuoso que me dieron ganas de decirle “en nada, solo vine a respirar el mismo aire que ustedes los ricos.”
—Venimos de parte del señor Larsson —intervino el chofer.
El cambio en la expresión de la mujer fue inmediato.
—¡Oh! Por supuesto, bienvenidos. Los trajes que el señor Larsson mandó a pedir están listos.
—No venimos por eso —aclaró el chofer—. Queremos un guardarropa para la señorita.
La mujer arqueó una ceja, y yo casi me atraganto con mi propia saliva.
—Está bien —dijo—. Tenemos varios conjuntos que le quedarán de maravilla. O, si lo prefiere, podemos hacerlos a medida. Solo tendría que esperar un poco.
—¡No! —solté enseguida—. Está bien, puedo… puedo llevar uno normal.
Ella me sonrió condescendiente.
—Por supuesto. Por aquí, señorita. Están los vestidores. ¿Desea una taza de café o de chocolate?
Negué rápidamente con la cabeza. No quería nada más que salir de ahí lo antes posible.
Sentía todas las miradas clavadas en mí, como si mi sola presencia bajara la categoría del lugar.
Después de dejarme guiar, empecé a probarme trajes con falda en tuvo y zapatillas. Las zapatillas también eran parte del paquete, aparentemente. Al principio me negué, pero el chofer seguía repitiendo que eran órdenes del señor Larsson.
Y bueno, parecía que el señor Larsson nadaba en dinero, porque con lo que costaba ese jodido traje que me estaba probando podría pagar seis meses de renta, el internet, y aún me alcanzaba para croquetas para mi perro.
—Creo que es demasiado caro… —murmuré al chofer, mirándome en el espejo con cara de “esto no puede estar pasando.”
Esto es un robo, pensé.
—Ese es uno de los más baratos, cariño —me respondió la mujer con una sonrisa tan dulce que dolía.
Arqueé una ceja.
—¿Uno de los más baratos? —repetí, atónita.
Ella se inclinó un poco y me susurró al oído:
—Deberías estar feliz de que un hombre rico pague por ti.
La miré confundida.
¿Qué demonios quiso decir con eso?
Al final, terminé con tres trajes completos y dos pares de zapatillas con tacones de quince centímetros.
Con lo que costaban esas prendas podría haber sobrevivido un año entero sin preocupaciones.
Era irónico…
Llevaba una fortuna en bolsas de compras, pero ni un solo dólar en el bolsillo.
Cargando con mis cosas, subí al auto y le indiqué al chofer la dirección de mi hermano.
Necesitaba verlo.
Necesitaba contarle que, sin duda, acababa de tomar la peor decisión de mi vida.