08. P A R A N O I A.

2631 Words
Aveline Han pasado días desde aquel encuentro en el bosque, y todavía siento como si todo hubiera ocurrido ayer. Su voz que apenas se escuchaba, esos ojos azules que me atraparon desde el primer momento, toda su sangre en mis manos, el miedo y la urgencia de salvarlo… y después, nada, solo el vacío, como si hubiera sido solo un sueño. El ya no estaba más allí, desapareció como si la tierra se lo hubiera tragado. Y lo peor no fue eso... lo peor vino unos días después, cuando Doris entró a mi casa con la respiración entrecortada, como si hubiera corrido kilómetros y sus palabras me helaron la sangre. —¡Aveline! —jadeaba—. ¡Están buscándote! Son hombres del palacio… parecen guardias reales, preguntan por ti. Sentí cómo se me escapaba el aire de los pulmones. Mis rodillas flaquearon y tuve que apoyarme en la mesa. —¿Qué… qué dijiste? —pregunté, apenas en un susurro. —Que te están buscando —repitió, mirándome con ojos grandes—. Por todos lados, en las calles, en la plaza, dicen que buscan a una joven pelirroja de ojos verdes. Me quedé muda y el mundo pareció cerrarse a mi alrededor. No tuve otra opción más que confesar lo que había ocurrido aquel día. Le conté a mis padres y a Edwards. Lo relaté con cada detalle, mi voz temblando como si volviera a vivirlo. La reacción de mi familia fue un silencio espeso, seguido por miradas cargadas de miedo. —Aveline… —mi madre me abrazó fuerte—. ¿Por qué no nos lo dijiste antes? —No pensé que llegarían a buscarme —admití entre lágrimas—. Solo traté de ayudarlo ¡No podía dejarlo morir! Mi padre se pasó una mano por el rostro, preocupado, y Edwards apretaba los puños, caminando de un lado a otro como si fuera un lobo enjaulado. —Si realmente era un noble… —dijo él, con la voz baja y tensa—. Si alguien cree que tuviste la culpa de su herida… podrían arrestarte, Aveline. Yo tragué saliva con dificultad, como si un nudo de espinas se me atorará en la garganta. —Lo sé —admití con la voz quebrada—. Pero no podía dejarlo tirado mal herido. Esa noche, mi familia habló con algunos vecinos de confianza, y pronto todo el pueblo se enteró. Para mi sorpresa, nadie me delató. Al contrario, todos me protegieron, negaron saber de mí, disimularon, inventaron excusas. Una red de silencio me cubría, y aunque mi madre insistió en que los guardias no volvieron después de unos días, yo no podía dejar de temer que, por mi culpa, alguien más sufriera. Así que me encerré. Durante días enteros apenas cruzaba la puerta. Vivía entre las paredes de mi habitación, viendo cómo las sombras se alargaban mientras mi mente giraba sin descanso, pensando en él. ¿Seguiría con vida? ¿Estaría curado completamente? ¿Habría preguntado por mí? O tal vez… tal vez estaba furioso, buscándome no para agradecerme, sino para castigarme por mi error. El miedo y la incertidumbre me devoraban, ya apenas comía y apenas dormía. Mi madre me reprendía con dulzura una y otra vez, y mi hermano intentaba distraerme contándome historias o haciendo bromas, pero nada lograba apartar esa imagen de mi mente: él, tirado en el suelo, con su cuerpo herido, y yo inclinándome sobre él. Pasaron semanas, y poco a poco la vida empezó a volver a ser "normal". El pueblo volvió a sus labores, los rumores poco a poco se apagaron, y yo pude salir otra vez sin sentir que cada sombra me vigilaba. Aprendí a sonreír de nuevo, aunque dentro de mí seguía latiendo esa extraña pregunta: ¿quién era realmente ese hombre? y ¿porque me buscaba? Hoy, sin embargo, no había espacio para la paranoia. Hoy era un día de celebración. Era el desfile real, un evento que no ocurría todos los años, solo en ocasiones especiales. Y esta vez, según decían, sería para presentar al príncipe, aquel que pronto sería coronado como nuestro rey. —Es un día de júbilo —decía mi padre desde temprano, con una sonrisa orgullosa—. Un día para agradecer a nuestros reyes por su bondad. Yo solo asentí, tratando de contagiarme de ese ánimo festivo. Y lo cierto es que sí, debía ser motivo de alegría. Nuestro reino siempre había sido generoso con el pueblo. Era justo que nosotros mostráramos gratitud. Me encontraba en mi cuarto, acomodando algunas hierbas recién secas, cuando los gritos de Doris me sacaron de mis pensamientos. —¡Aveline! ¡Aveline! —chillaba como una niña emocionada—. ¡Mira lo que traigo! Me giré justo a tiempo para verla entrar como un torbellino, con dos vestidos colgando de sus brazos. Sus ojos azules brillaban con entusiasmo y sus cabellos castaños se agitaban mientras corría hacia mí. —Doris, por todos los dioses… ¿qué es todo eso? —pregunté riendo ante su energía. —¡Vestidos! —anunció triunfalmente—. Para el desfile, por supuesto. Los extendió frente a mí, uno de un verde claro, delicado como el rocío en las hojas, y el otro de un celeste suave, casi como el cielo en primavera. —¿No crees que es un poco… innecesario? —dije, arqueando una ceja—. No necesitamos lucir como damas de la corte para ver un desfile. —¡¿Innecesario?! —Doris abrió la boca como si hubiera blasfemado—. Aveline, es el desfile real. Vamos a ver a todos los nobles, quizás incluso al príncipe. ¡Y tú pretendes ir con ese vestido viejo que usas para recolectar hierbas! Me encogí de hombros, pero no pude evitar sonreír. —Tienes razón. Doris sonrió satisfecha, y sin darme opción, me puso el vestido verde entre las manos. —Éste es para ti. El verde combina con todo en ti: tu cabello, tus ojos, tu piel. Es perfecto. —Se cruzó de brazos, orgullosa—. Y yo me quedaré con el celeste, porque, admitámoslo, nací para usarlo. Reí de buena gana. —De acuerdo, lo admito. Eres toda una artista, Doris. Ella chilló de emoción, saltando como una niña pequeña. —¡Sabía que lo dirías! Nos preparamos juntas, como siempre. Ella se ocupó de mí con dedicación. Trenzó parte de mi cabellera, dejando la mayor parte suelta en ondas suaves, y la adornó con pequeñas flores silvestres que parecían besos de luz enredados en mi pelo. Cuando terminé de mirarme en el pequeño espejo, me quedé en silencio. —¿Qué ocurre? —preguntó ella, con los ojos entrecerrados. —Me veo… muy diferente —murmuré, sin poder dejar de observarme. —Te ves hermosa —corrigió Doris con firmeza—. Y no lo digo solo porque seas mi mejor amiga. Es la verdad. Sonreí, aunque sentí el rubor subir por mis mejillas. —¿Y tú crees que alguien lo notará? —¿Alguien? —rió Doris, rodando los ojos—. ¡Todos lo notarán! No pude evitar reír también. —Siempre exageras. —No, no exagero. —Me hizo girar y se aseguró de que las flores quedarán perfectamente distribuidas—. Créeme, si el príncipe te viera, se olvidaría de todas esas damas de la corte. —¡Doris! —exclamé, dándole un golpecito en el brazo, aunque ambas terminamos riendo. Así como ella se tomó el tiempo conmigo, yo también lo hice con ella. Le recogí parte del cabello en un delicado moño trenzado, dejando mechones sueltos que enmarcaban su rostro precioso. Acomodé el vestido celeste sobre su figura y la miré de arriba abajo. —Estás radiante —le dije con sinceridad. —Lo sé —respondió con una sonrisa pícara—. Pero gracias de todos modos. Reímos juntas, como siempre, como desde que éramos niñas. En ese momento, toda la paranoia, todo el miedo de semanas atrás, parecía disiparse. Al menos por unas horas, todo volvía a ser normal. Cuando Doris y yo dimos los últimos retoques a nuestros peinados, nos miramos una vez más en el espejo y nos echamos a reír como si fuéramos unas niñas. Nunca antes nos habíamos arreglado tanto para un evento, y aunque yo siempre había considerado innecesario tanta preparación, en ese momento me sentía ligera, como si todo el peso de las últimas semanas se hubiera desvanecido al menos un poco. —¿Lista? —preguntó Doris, dándome un guiño. —Lista —respondí con un suspiro nervioso. Abrimos la puerta de mi habitación y bajamos juntas. Apenas llegamos al comedor, las voces de mi familia se apagaron y una especie de silencio solemne llenó el ambiente. Mi madre fue la primera en reaccionar, llevándose las manos a la boca y dejando escapar un gritito de emoción. —¡Por los dioses, Aveline! —exclamó, corriendo hacia mí—. ¡Eres igual a tu abuela cuando era joven! Me abrazó fuerte, casi aplastando las flores que adornaban mi cabello. Edwards, por su parte, se cruzó de brazos y me miró con una sonrisa burlona. —Bueno, bueno, ¿y esta princesa melindrosa quién es? —dijo en tono juguetón. —¡Edwards! —lo reprendió mi madre—. No la molestes. —No la molesto, madre —se defendió él con una risa traviesa—. Solo digo que nuestra pequeña hierbera se convirtió en una dama de cuento de hadas. —Edwards… —bufé, rodando los ojos, aunque no pude evitar reír. Mi padre también me miraba con orgullo. —Tu hermano tiene razón, hija. Te ves hermosa, y estoy seguro de que muchos caballeros en el desfile se olvidarán de respirar cuando te vean pasar. —¡Padre! —protesté, sintiendo cómo mis mejillas ardían. Doris no pudo contener la risa y se inclinó hacia mí para susurrar: —¿Ves? Te lo dije. Todos comenzaron a hablar al mismo tiempo, comentando sobre los vestidos, el peinado, las flores. Doris también recibió sus halagos, y no faltaron las bromas de Edwards, quien fingió estar completamente enamorado de ella solo para verla ruborizarse. —Deberíamos irnos ya —dijo mi madre finalmente, con una sonrisa cálida—. Si no, perderemos los mejores lugares para ver el desfile. Asentimos todos, y pronto salimos juntos. El aire fresco de la tarde nos envolvió, y el murmullo de la multitud ya llenaba las calles. Todo el pueblo se dirigía hacia la plaza principal, donde pronto comenzaría el desfile real. Caminábamos entre risas y charlas, cuando de pronto una voz conocida nos detuvo. —¡Aveline! Me tensé al instante que reconocí aquella voz incluso antes de girar la cabeza sabía quién era... era Dorian, y estaba, de pie junto a una fuente, con la camisa blanca demasiado ajustada como para parecer intencional, el cabello oscuro peinado con cuidado y una sonrisa que intentaba ser encantadora. Mis tripas se me revolvieron. —Oooh nooo… —susurró Doris junto a mí, poniéndose rígida. No tuve más remedio que acercarme. Mis padres siguieron adelante con Edwards, prometiendo que nos veríamos en la plaza. —Hola, Dorian —dije con frialdad. —Vaya, vaya… —dijo él, recorriéndome con la mirada de arriba abajo—. Nunca te había visto tan… resplandeciente y hermosa. Su tono me incomodó, pero mantuve la calma. —Gracias —respondí cortante—. ¿Qué necesitas de mi? Dorian inclinó la cabeza con una sonrisa torcida. —Solo conversar, hace mucho que no hablamos, ¿no? Y, bueno, quizá este sea el momento perfecto. —No tengo tiempo, Dorian. Voy para el desfile. Él dio un paso hacia mí, y su sonrisa cambió, tornándose en algo más sombrío. —Oh, claro que tienes tiempo. Verás, Aveline… últimamente he escuchado algunos rumores... rumores muy interesantes. Mi corazón se aceleró, pero fingí indiferencia. —¿Qué clase de rumores? —Sobre ti —dijo él en un murmullo, acercándose más—. Dicen que estabas involucrada en un… incidente con un noble. Que lo heriste, y que huiste… Lo miré fijamente, tratando de no mostrar el miedo que me invadía. —La gente inventa muchas cosas últimamente Dorian. —¿Ah, sí? —su sonrisa se ensanchó, pero sus ojos brillaban con malicia—. Pues yo podría aclarar esos rumores. Bastaría con que hablara con los guardias reales y les dijera que sí, que te vi aquel día en el bosque, y que corrías como una culpable. Doris se adelantó, indignada. —¡Eso es mentira, Dorian! ¡No puedes inventar algo así! —¿Mentira? —rio con sarcasmo—. No lo creo. ¿Quién les creerá más? ¿A una simple muchacha como tú, Aveline, o a mí, que siempre he tenido buena relación con los nobles? Tragué saliva, pero mi mente ya trabajaba rápido. No podía dejar que me intimidará. —Entonces, ¿qué quieres a cambio de tu silencio? —pregunté, fingiendo calma. —Oh… —su voz se volvió melosa—. Nada complicado. Solo… tu compañía. ¿Por qué sigues rechazándome, Aveline? Yo podría darte seguridad, riqueza… podrías dejar de vivir como una campesina cualquiera. Mi corazón latía con fuerza, pero me obligué a sonreír con ironía. —¿Y tú crees que eso me importa? —pregunté suavemente—. Que yo quiera riquezas con un nombre vacío. Dime, Dorian… ¿qué tienes tú que yo no pueda tener por mí misma? Su sonrisa vaciló por un segundo. —Tengo poder. —¿Poder? —arqueé una ceja—. ¿El poder de amenazar a mujeres que no quieren estar contigo? ¿Ese es tu gran triunfo? Él parpadeó, sorprendido por mi respuesta. —Yo… no… —Mírate —lo interrumpí, alzando la voz con firmeza—. Dices que eres un hombre de honor, pero usas la mentira y el miedo como armas. Dices que tienes poder, pero lo único que puedes hacer es hablar de mí a escondidas. ¿Ese es el gran Dorian? Doris soltó una carcajada sarcástica a mi lado. —Oh, dioses… si hubiera sabido lo patético que eres, jamás me habría dejado engañar por tu sonrisa barata. El rostro de Dorian se enrojeció, no de furia, sino de vergüenza. Se quedó mudo por un momento, mirándonos a ambas sin saber qué responder. —Esto no queda así… —murmuró al final, apartando la mirada—. Después… después hablaremos. Se alejó a paso rápido, y yo solté un largo suspiro. Mis manos temblaban, pero traté de disimularlo. Doris, en cambio, estaba furiosa. —¡Qué imbécil! —exclamó, apretando los puños—. Aveline, si hubiera sabido lo poco hombre que es, jamás… jamás habría sentido un flechazo por él. Me siento sucia de haberlo admirado alguna vez. La miré con ternura y le tomé la mano. —No tienes la culpa, Doris. Todos nos equivocamos con las personas. —No, Aveline, esto no fue un error cualquiera —dijo con lágrimas de rabia en los ojos—. ¡Este hombre intentó usar tus miedos para manipularte! Eso no es un hombre, es un gusano. La abracé con fuerza. —Y por eso no tiene poder sobre mí —susurré—. Porque no le temo. Doris respiró hondo, recuperando un poco de calma. —Prométeme que no volverás a hablar a solas con él. —Te lo prometo —respondí sin dudar. Nos separamos y seguimos caminando hacia la plaza, donde la música comenzaba a sonar y el murmullo del pueblo se alzaba como un rugido de emoción. Pero en mi interior, aún sentía el eco de aquella amenaza, la sombra de que Dorian no se detendría tan fácilmente.
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