Dos días después de la boda de Erlinda y Florencio, los Bautista ya eran blanco del escarnio público. Emparentar con un criminal se consideraba una falta difícil de olvidar, y más porque el alcalde era el tío de la novia.
Quizá hizo falta tirar más cántaros porque la buena suerte se negó a aparecer en su enlace.
Sé que no debía, pero me atreví a visitar a don Evelio. Erlinda era mi amiga también y, por experiencia, sabía que la gente podía ser demasiado cruel cuando desconoce el trasfondo.
Quería confirmarle que Ermilio se había ido un día antes a primera hora para investigar la situación de su esposo.
Me salí sin permiso porque ya no me gustaba avisar a dónde iba.
Antes de girar hacia la casa de don Evelio, escuché un llanto que venía de nuestro antiguo lugar secreto.
A pasos lentos me acerqué y me paré muy cerca para saber quién estaba dentro del cuartito. Enseguida reconocí la voz de Celina.
—Trata de calmarte, Erli. Algo se podrá hacer.
Las chicas estaban reunidas allí. Supuse que tal vez buscaban animarla lejos de los ojos vigilantes de sus padres.
Estaba a punto de retirarme, pero algo me detuvo de golpe.
—Tengo un buen amigo abogado. Lo vamos a sacar, ya verás. —Esa voz sí que me sorprendió escucharla porque no era femenina.
¡Invitaron a Nicolás y a mí no! Debo confesar que me sentí ofendido, y me entraron las ganas de irme de allí, pero no lo hice.
—¡Se va a tardar un tiempo! —lloriqueó Erlinda. Pude darme cuenta de que estaba destrozada por la forma en que su voz se quebró.
—De todos modos ya eres su esposa —eso lo dijo mi estrella. ¡Ella también se encontraba allí!—. Te mudas cuando lo liberen, y listo.
—¡No! A ti te pasa otra cosa, ¿verdad? —fue Isabel la que habló severa—. ¡Suéltalo!
—¡No quiero! —volvió a decir llorando Erlinda.
—Si quieres ayuda vas a tener que decirnos —continuó Isabel. A ella no se le escuchaba alterada tan seguido, pero en esa ocasión sacó a relucir esa parte de su carácter.
Hubo más comentarios, pero no los comprendí porque las voces chocaban entre sí.
—No… —supe que Erlinda dudaba. Ella habló con un tono más bajo y por poco y no entiendo—, ¡no frente a él!
Supongo que pidió que Nicolás se retirara.
De inmediato traté de esconderme, dar la vuelta para que no me viera, pero me lo topé después de dar dos pasos.
Él abrió los ojos por la impresión de encontrarme allí y se quedó callado.
Yo me le acerqué, avergonzado. Total, ya me había descubierto como un fisgón de conversaciones de mujeres.
—Vine a ver a Erlinda y escuché voces aquí —le dije la verdad.
—Ah… —Nicolás esa vez lucía diferente, como incómodo y preocupado al mismo tiempo, y miró de un lado a otro—. Ellas querían hablar con Erli. —Señaló hacia la casita—. Es que está muy mal, y yo estaba con Celina cuando Isabel la fue a buscar. Creo que no debí venir, esto es cosa de señoritas. —Allí se recompuso y puso su mano en mi espalda para que creáramos más distancia—. Démosles espacio.
Conversamos un poco sobre cómo ayudar a Florencio, pero yo me sentía fuera de lugar, como una pieza de damas chinas en un tablero lleno de piezas de ajedrez.
Aun así me quedé, y después de una hora de murmullos y más llanto, hubo un silencio que nos alertó. Los dos permanecimos mirando hacia la casita por casi un minuto.
—¡Nicolás! —lo llamó por fin Celina con un leve grito.
—Vente —Él me pidió que también entrara.
No quería hacerlo porque no fui invitado, pero el ver a Amalia me convenció de abandonar mi dignidad.
—Miren a quién me topé —les dijo como si nuestro encuentro hubiera sido casual—. Di un paseo y andaba cerca. Le pedí que me acompañara para no ser el único caballero aquí.
Amalia ni siquiera me saludó. Sostenía a su prima de los hombros porque no paraba de sollozar. Algo le preguntó al oído y Erlinda asintió. Respiró profundo y después nos observó a Nicolás y a mí.
De mi parte percibí la incomodidad que mi presencia creó.
—Erli nos dio permiso de compartirles su preocupación —se dirigió solo a nosotros—. Es… algo… muy personal, así que antes tienen que prometer que no saldrá de su boca ni que la juzgarán.
—Lo prometo —se apresuró a decir Nicolás y colocó una mano sobre su pecho.
—Lo prometo —lo secundé, aunque no comprendía bien por qué era necesario hacerlo.
—Bueno… pues… —A Amalia, que se expresaba ante gente intimidante sin que se le moviera un cabello, esta vez le temblaba la voz y su frente comenzó a sudar—. ¡¿Cómo lo digo?! —Resopló, molesta, y se masajeó la frente—. ¡Ay, no!
—Solo dilo. —Nicolás dio un paso hacia ella—. Somos sus amigos.
Debí acercarme también para brindarle confianza, pero opté por quedarme en la esquina, pendiente de lo que trataba de decir.
Mi amada se tomó un momento para agarrar valor.
—Resulta que… Erlinda y Florencio compartieron… compartieron la cama una semana antes de la boda. ¡Uf! —Se limpió la frente—. Ya lo dije —lo último fue para sí.
Todas bajaron la vista y noté que se sonrojaron.
—¿Compartieron la cama? —pregunté desde mi rincón, sin analizar la confesión.
—¡Sí, la cama! —Amalia se molestó en serio y respondió con palabras que, de poder, me golpearían en la cara.
Nicolás sí que lo comprendió y me observó.
—Ella quiere decir que intimaron.
—Ya entendí. —Ahora el molesto era yo por haber quedado como un despistado—. Pero ya son esposos, no pasa nada.
—¡Sí pasa! —Isabel interrumpió—. Eso debió suceder en la noche de bodas, no antes. Le dije a esta tonta que no se le ocurriera dejarse convencer porque el novio tenía que mostrar la prueba de que ella era virgen, y no tuvo el cuidado para nada de eso. Pero bien dicen, un tonto siempre encuentra a otro tonto.
Erlinda reaccionó y la confrontó sin levantarse de la silla.
—¿Por qué estás tan enojada?
A Isabel se le descompuso la expresión y creo que le dieron ganas de llorar.
—Porque te quiero, y es mi forma de demostrarlo. ¡Aguántate!
Ambas sabían bien que eran familia, aunque era un tema que jamás se tocó.
La madre de Isabel lavaba ropa ajena años atrás. Don Cipriano la sacó de trabajar cuando la embarazó y las mantenía de manera decente a ella y a su hija ilegítima; al menos eso nos contó mi madre.
Celina se interpuso despacio entre ellas y las sujetó a cada una de la mano.
—Tengamos prudencia, por favor.
—¡¿Qué no lo ves?! —Isabel manoteó—. Su honra quedará por los suelos. La gente va a decir de todo si es que quedó en cinta.
—¿Qué se podrá hacer? —preguntó Amalia a todos—. Mi tío la quiere mucho, pero no sé cómo va a reaccionar.
—Solo queda rezar para que no haya quedado —le respondió Celina.
—Lo único que puede hacer es esperar para saber si sí o si no —añadió Isabel.
—¡Ni siquiera entiendo cómo voy a saber eso! —Erlinda, esa mujer que tenía una personalidad apabullante, en ese momento, parecía un gatito asustado y escondido debajo de la mesa.
Nos mantuvimos un instante en silencio, cada uno inmerso en sus propios pensamientos. Fue Amalia la que rompió con él.
—¿Ustedes… ustedes sí saben? —la pregunta fue directa para Nicolás y para mí. Su rostro se pintó de un rojizo intenso cuando la dijo.
Me recorrió un escalofrío en la espalda cuando comprendí y deseé poder salir corriendo gracias a los ojos expectantes de cada una de las mujeres.
Allí estábamos, un grupo de inexpertos e ignorantes en el tema de la concepción, interrogándonos sobre procesos que en casa no se hablaban jamás.
Desconocía si Nicolás ya se había iniciado en el mundo de las relaciones carnales, lo más probable es que sí por su edad, pero no se atrevería a reconocerlo frente a su prometida.
Yo negué con la cabeza. Si bien nuestros animales se “cruzaban”, no estaba seguro de si con las personas todo era igual.
Nicolás por su parte se quedó tranquilo, avanzó hacia Erlinda y se inclinó cerca de ella.
—Yo conozco a una señora —le dijo casi susurrándolo—. Es partera.
—Aquí también tenemos partera. Gracias.
—No, no solo es partera. Dicen que también se dedica a… —Movió su cuello hacia un lado y después de un par de segundos volvió a hablarle—. Una tía llevó a mi prima después de que unos borrachos se aprovecharon de ella. Su lamentable situación se arregló y luego la metieron de monja. La señora ofrece discreción y tiene mucho cuidado cuando atiende.
—¿Hablas de…? —Isabel por poco y lo grita. Tuvo que llevarse una mano a la boca para callarse.
—¡Pero eso es un pecado! —Celina por igual se impresionó.
Amalia, por el contrario, se quedó pensativa e intervino cuando, supongo, analizó esa posibilidad.
—Solo que la revise y ya. Ella sabrá si se embarazó o no, y si tiene opciones que le sirvan. Según sé, no siempre quedan en cinta con una sola vez.
El lloriqueo de Erlinda regresó con más fuerza y se cubrió el rostro con sus dos manos.
—Es que no fue una sola vez.
Las muchachas se tocaron la frente casi al mismo tiempo.
La situación empeoraba con cada pequeña confesión.
—¡Ay, no! —Isabel se dio la vuelta, pienso que necesitaba respirar profundo—. Quien te viera, saliste bien atrevida.
—¡Ya, ya! Sigamos con lo de la partera —Amalia se dirigió a Nicolás—. Si Erli quiere verla, ¿cómo se podría ir a tu pueblo?
—Puedo llevármela con el pretexto de ayudarla a atender el problema de su esposo. Les diré a sus padres que Florencio me la encargó, si es necesario.
—Creo que se verá mal que te vayas solo con otra mujer —señaló Isabel. Lo que decía era verdad, sería mal visto y a los Ramírez no les gustaría ni poquito—. Además, su padre va a querer ir también.
—No, no le vamos a decir. —Mi estrella sonaba segura de cada cosa que decía y con eso aplacó los reproches que podían surgir—. ¿A cuánto tiempo queda la casa de esa partera?
—Una hora. Hora y media si la carreta va lenta.
—Podemos ir y venir si nos apuramos.
—¿Podemos? —la interrumpí.
—¿Crees que voy a dejar sola a mi prima? —me respondió molesta. Después me desvió la mirada—. Celi, si te sientes más cómoda, acompáñanos.
—No es necesario. Además, mis padres no lo permitirían. Por mí no se preocupen. Esta es una situación de urgencia.
Sin que lo pronunciaran, el acuerdo de la escapada de Erlinda fue pactado.
—Bien. —Nicolás habló—. Hoy ya es tarde, pero me iré mañana temprano para pedir un espacio y que la atienda rápido. En dos días nos vemos a primera hora.
—Yo me encargo de decirle a sus madres que las tendré ocupadas con unos bordados para un vestido.
—Te lo agradezco, Celi. —Erlinda, quien ya tenía los ojos hinchados de tanto llorar, tocó a su amiga del brazo.
—Saldrá bien, vas a ver —fue lo último que Amalia dijo antes de retirarnos.
Mi opinión sobre lo que pensaban hacer me la reservé porque causaría molestias innecesarias. En esa ocasión me sentí un estorbo más que un amigo, y odié no poder ser de ayuda.
Entonces decidí que debía encontrar la manera de apoyar a Florencio, aunque tuviera que escaparme de mi propio pueblo.
Durante la noche pensé en ir a visitar al alcalde y pedirle que me dejara salir por cuestiones de la escuela. Y si me lo negaba, no me quedaría más alternativa que fugarme. Me dormí pensando en las palabras que iba a decirle para convencerlo.
Al día siguiente me levanté temprano, limpié mis botas y el sombrero, busqué una ropa decente y salí de mi cuarto, dispuesto a seguir con el plan que ya tenía.
Antes de irme, vi correr a un niño y me di cuenta que se trataba de mi sobrino Simón, el hijo menor de Rogelio.
Mi hermano no solía visitarnos tan temprano. Si lo hacía, era porque tenía una noticia urgente.
Me topé con Pía antes de entrar a la cocina para averiguar el motivo de su visita.
Pía era una mujer que en el pueblo consideraban como una joya. La gente constantemente hablaba de su gran belleza, elegancia y buen gusto hasta para vestir a sus hijos. Era alta y estilizada, con piel morena que cuidaba en extremo, y una larga y espesa cabellera negra que le gustaba presumir. Cuando aceptó la petición de matrimonio de mi hermano fue como si él se hubiera ganado un gran premio.
Yo admiraba a mi cuñada porque, a pesar de ser silenciosa, era inteligente y capaz de influenciar a aquellos que la rodeaban.
—Esteban —me mencionó con esa voz aterciopelada y dicción cuidadosa—. ¿Gustas un café? —Con el dorso de su mano apuntó hacia la mesa.
—Sí, por favor. —Mi plan tenía que esperar un poco más.
Pía se apresuró a servir una taza antes de que mi madre se levantara, y la colocó sobre la mesa.
—Es que no puedo creerlo —se quejaba mi madre.
—¿Qué pasó? —me apresuré a preguntarle porque los vi con caras de preocupación.
—El tío Hilario se declaró culpable del asesinato de Baltazar y de Amadeo Carrillo.
Tuve que sentarme para procesar lo que Rogelio dijo.
—¡¿De don Amadeo también?! —lo cuestioné, incrédulo.
—Sí, también. —Con su dedo índice, golpeó la madera de la mesa—. Pero lo obligaron a confesarlo, estoy seguro. De seguro fue el perro ese del alcalde.
En ese momento imaginé a Chito obligando a mi tío a confesar una mentira, él seguro tenía más de una técnica para lograrlo.
—¿Cómo sabes?
—Porque al alcalde le gusta echarle culpas a quien encierra para lavarse las manos. Y porque sé que el tío Hilario estaba en casa del tío Vicente cuando fue lo de Amadeo.
—¿Y ya hablaron con el tío Hilario?
—Todavía no —respondió mi padre que se veía triste y frustrado—. No nos han dejado, solo a su mujer y sus hijos. Después de esto lo van a condenar.
—p**i, p**i, p**i, ven a jugar con nosotros —llamó Simón a su padre y lo jaló varias veces del brazo.
Rogelio podía ser un hermano severo, pero como padre toda esa dureza se rompía en pedacitos y solo dejaba a un hombre complaciente y dócil que cargaba a sus tres hijos las veces que ellos le pidieran.
Quizá si debía sentirme triste porque su condena no sería corta, pero el tío Hilario buscó su castigo al dispararle a Boris y a Baltazar. La mala suerte que tuvo fue que solo él pagaría por el crimen que no cometió solo.
Fui egoísta y lo que se me vino a la mente era que, una vez encontrado al culpable, yo era libre de irme.
Busqué a Nicolás esa misma noche. Necesitaba saber a qué hora salían hacia su pueblo. Quería acompañarlos por lo menos a la entrada y de ahí seguir el rumbo hacia la capital. Él me informó que saldrían a las ocho y estuve listo desde las siete.
A mi padre le pareció excelente la noticia de que me marcharía para supervisar el negocio, y mi madre empacó bastante comida para una semana.
Fui solo hasta la parada y me subí a la carreta antes de que llegaran los demás. Sentía nervios porque ellas se estaban fugando y podía traerles graves problemas en sus casas.
Para mi buena suerte, era un viaje con pocos pasajeros: un hombre que se quedó dormido, una señora tan anciana que creo que ya ni escuchaba y que iba acompañada de un joven con cara de pocos amigos, y yo.
Nicolás llegó cuando faltaban cinco minutos para que saliera.
No había rastro de Amalia y Erlinda.
—¿Crees que vengan? —le pregunté susurrante a Nicolás.
—Ojalá que sí. Solo espero que no las hayan descubierto.
Quedaban solo dos minutos y el conductor ya se encontraba listo para iniciar con el viaje.
Mi corazón latía veloz y solo podía concentrarme en la pequeña puerta abierta de madera de la carreta.
—¡Vámonos! —gritó fuerte el conductor.
Uno de los empleados cerró esa puertita y mis esperanzas de viajar por lo menos una hora a su lado desaparecieron.
—¡Espere! —se escuchó que gritaron—. Faltamos nosotras. ¡Espere!
—Creo que vienen más pasajeros —avisó Nicolás al conductor.
El hombre detuvo la carreta, aunque no se veía nada contento con eso.
—Lo logramos —dijo Amalia triunfante cuando se subió. Estaba agitada y su rebozo de la cabeza se encontraba a punto de caerse—. Ya, respiremos. —Colocó su mano sobre su pecho—. Lo logramos.
Creo que ella no me reconoció cuando se sentó a mi lado.
Nicolás iba enfrente. Erlinda ocupó un lugar en la esquina y se cubrió con un rebozo.
—¿Todo bien? —le pregunté después de quitarme el sombrero.
Amalia no se lo esperaba. Lo supe porque sus ojos se abrieron de más cuando me vio.
A pesar de tener pocos y desinteresados fisgones, tuve la precaución de hablar bajito y no acercármele demasiado.
—¿Qué haces aquí? —Me regaló una amplia sonrisa.
—Voy a irme a la capital a buscar a Florencio —pronuncié entre dientes—. Todavía no sabemos bien a dónde se lo llevaron. Ermilio quedó en escribirme en cuanto supiera, pero prefiero echarle una mano. Por un momento pensé que no llegarían.
—¡Lo sé! —Resopló—. Mi tía Antonia se negó a dejarnos salir hasta que comiéramos todo lo que preparó, y fue bastante.
—Bueno, me alegra que hayas llegado. —Deseé poder sujetarla por el resto del camino.
Ella coló discreta sus dedos hacia los míos. Apenas nos tocamos, pero me sirvió para confirmar que nuestra relación se mantenía viva.
—A mí también. —Volvió a sonreír.
Durante el trayecto hablamos los cuatro de temas banales y el tiempo se pasó volando. Pronto llegó la hora de que ellos tres se bajaran.
El pueblo de Nicolás era más grande que el nuestro y en esa parada se subirían pasajeros.
Aproveché para informarle al conductor que iría a hacer mis necesidades.
Nos fuimos hacia la parte trasera de una casa, lejos de las ventanas.
Rodeé con un brazo la cintura de mi novia en cuanto nos supe a solas.
Nicolás y Erlinda nos dieron espacio.
—Escríbeme en cuanto sepas algo, ¿está bien? —me pidió ella—. Ese mal presentimiento del que te platiqué está empeorando. No sé, pero pienso que pasaran cosas malas.
Sus profundos ojos oscuros me miraron con ternura, pero también noté su miedo.
—Tranquila. —Acaricié una de sus trenzas—. Estaremos bien todos. Ten fe.
—Ojalá que Dios te escuche.
Tenía muy poco tiempo. Apenas un minuto o dos, y los usé para besarla. Fue un beso largo, uno donde me grabé su dulce sabor y que decía: ya pronto estaremos juntos para siempre.