Don Evelio tuvo un funeral tan concurrido que las calles se llenaron de gente siguiendo al féretro que recorrió despacio todo el pueblo, lo pude ver desde la cantina. Con eso confirmé que fue un hombre muy querido.
Allá, en mi amada tierra, a los muertos se les lleva hasta el camposanto acompañado con la banda de aliento, y esta me recordó todavía más las tragedias de las que fui testigo.
Sé que no debí, pero cuando la procesión pasó cerca me asomé como pude en una de las ventanas del local, con cuidado para que no me vieran. Otros más también querían ver y eso disimuló mi presencia. Solo buscaba a una persona y fue fácil reconocerla. Iba hasta adelante, detrás de sus padres y sus hermanos. Mi dulce Amalia parecía más un espíritu que una mujer viva. Enfoqué lo mejor que pude y vi que sus ojos estaban tan rojos que se le hinchó la mitad superior de la cara. Deseé poder abrazarla y brindarle apoyo, ser su hombro en el que pudiera descargar todo su dolor.
Lo que tenía que ser una fiesta, un día de felicidad y gozo para ella, terminó siendo un funeral.
Cuando aquella triste caminata se perdió de mi vista, regresé al banco que ocupaba y pedí otro trago.
Quería ahogar todo lo que me atormentaba. En mi mente se repetía la muerte de don Amadeo, con esos ojos abiertos, y luego me iba a la de don Baltazar, hasta llegar a la de don Evelio, allí, boca abajo e inmóvil con toda esa sangre rodeándolo. ¿Cuántas tumbas eran necesarias para arreglar el problema que comenzó por unos simples terrenos?
Las horas pasaban, el sol se escondía, perdí la noción del tiempo y ni siquiera comí. Llené el cuerpo de alcohol una y otra vez. El dinero estaba por terminarse, y planeé ir por mis ahorros. Terminaba mi último trago que podía pagar, cuando escuché el vaivén de las puertas de la cantina.
Hubo un silencio extraño y uno que otro borracho se me quedó viendo preocupado.
No me molesté en ver quién era. Solo unos pasos sonaban como esos, solo las botas de Rogelio hacían ese ruido tan único y las reconocí enseguida.
Unos segundos después sentí su mano pesada sobre mi hombro, pero no giré a verlo.
—¡Vámonos ya! —ordenó firme y me apretó.
—¡No! —le respondí tajante y después bebí de un solo trago todo el tequila que quemó más de la cuenta.
—¿Qué dijiste? —Su voz sonó más a sorpresa que a enojo—. ¿Vas a esconderte en las cantinas cada vez que tengas miedo?
Su pregunta fue molesta. Tenía miedo, por supuesto. Para ese punto yo ya me sentía como un ave de mal agüero, como el tecolote que anuncia la muerte con su canto.
—Sí —le respondí como si fuera algo obvio.
Mi hermano me jaló para que lo encarara. Casi me caigo del banco con el tirón tan fuerte.
—Nos vamos, y es una orden. —Estaba furioso, lo sabía porque él tenía la desdicha de expresar demasiado con su cara. El disimular jamás fue su fuerte.
De reojo vi que más de uno nos observaba atento.
El cantinero se acercó con pasos lentos y sin prestarnos tanta atención.
—¿Vas a querer otro? —me preguntó mientras acomodaba unas botellas debajo del mostrador.
—No —se adelantó a responderle Rogelio.
El cantinero siguió con sus tareas como si nada le interesara.
—¡Yo… de aquí… —Quería hablar clarito, que él comprendiera sin falla, pero con lo que no conté fue que estaba tan borracho que la lengua se me trababa. Traté de hacerlo más despacio para que sonara mejor—. ¡Yo de aquí no… me voy! —Señalé firme hacia el piso—. No pienso… —Respiré porque era difícil liberar las palabras— ver otro muertito… más. —Negué con la mano varias veces.
Rogelio gruñó.
—Entonces te llevo a rastras. —Sin avisar, caminó hacia mi espalda y me sujetó fuerte.
Sentí que buscaba levantarme, y por poco lo logra, de no ser porque me solté al mover los brazos.
—Atrápame si puedes —dije lento y retador.
Mi plan era perderlo, que me dejara en paz, e ir por más dinero para seguir bebiendo. Pero, en cuanto quise dar un paso, mi pierna me traicionó y caí directo al suelo. Ni siquiera pude meter las manos y mi frente fue a dar al áspero piso de madera.
Las fuertes risas de los presentes ayudaron a devolverme un poco de lucidez.
De nuevo escuché los pasos de mi hermano, estaba a un lado de mí y me levantó sin decir una sola palabra.
Tuve que aceptar que la juerga había terminado.
Salimos conmigo sobre su hombro porque no podía estar de pie solo.
La cantina era un espacio libre para todo aquel que buscaba descargar sus pesares, y al cruzar las puertas sentí la desesperación de abandonar lo que consideraba “un lugar seguro”.
Anduvimos unos pasos hasta donde amarró a su caballo, cuando una preocupación se apoderó de mí.
—¡Espérate! —Lo detuve a tropezones y le agarré la camisa para que me pusiera atención—. ¡Genovevo!
Rogelio sonrió un poco.
—¿Crees que tu tonto caballo va a irse para otro lado? —sonó burlón—. Después vengo a recogerlo.
—Pues sin él… —Volví a respirar porque me quedaba sin aliento—. Sin él no, ¡no! y no me voy. —Moví la mano, negando.
Genovevo estaba atrás de la cantina, allí los clientes podían dejar a sus caballos, les brindaban un espacio techado con agua y heno.
Me tambaleé tanto que mi hermano tuvo que casi cargarme.
—¡Ah! —Resopló, irritado. Después llamó a un niño que se encargaba de darle agua a los animales, sacó una moneda de su bolsillo y se la arrojó—. Lleva al Genovevo a mi casa. ¿Sabes cuál es?
El niño asintió y se fue a prisa, imagino que a buscarlo.
—¿A tu casa? —lo cuestioné sorprendido porque supuse que iríamos con nuestros padres.
—Sí, a mi casa.
Volví a recargarme en su hombro para liberarlo de todo mi peso.
—Por Dios, ¿pues cuánto bebiste? —se quejó—. Hueles a barril de licor.
—Nada más poquito, uno dos traguitos.
—Sí, como no —dijo entre dientes mientras nos disponíamos a subir a su caballo.
Mi pie resbalaba del estribo y él tuvo que empujarme. Después se subió porque yo era incapaz de cabalgar.
La noche estaba entrando e íbamos tan rápido que sentía las ganas de vomitar, pero evité hacerlo.
Llegamos a su casa en menos tiempo del acostumbrado. Por la ventana que daba a la calle vi las lámparas encendidas, las luces no se quedaban quietas, y escuché los gritos y risas de sus hijos.
De nuevo Rogelio me ayudó, esta vez para bajar. El mareo iba disminuyendo y le dio paso a un hambre voraz. El estómago empezó a dolerme por resistir echarlo todo.
Entramos a su casa, él se quitó el sombrero, lo colgó en el perchero, y luego hizo lo mismo con el mío. Lo siguiente que hizo fue desarmarme. Ni siquiera tenía presente que seguía con el revólver colgado de mi cintura.
Traté de enfocar la vista y sostenerme lo mejor que podía. La calidez de su hogar me embargó y los malestares disminuyeron. Era como estar en un lugar feliz donde no existía maldad, ni muerte, ni odio.
Pía me saludó cortés, con esa seriedad natural. Parecía agotada, pero le sonrió a su esposo después de que le diera un beso. Se retiró enseguida porque ya era hora de arropar a sus hijos.
Mi hermano, por su parte, me condujo a la cocina y yo lo agradecí.
Para mi buena suerte de las dos ollas que estaban sobre la mesa se podía reconocer el aroma del perejil y otras especias que avivaron mi apetito.
Mi cuñada cocinaba, a mi juicio, un tanto… insípido, pero sentía tanta urgencia que en cuanto Rogelio puso un plato frente a mí lo empecé a devorar.
—Imaginé que tendrías hambre. Ve despacio que te puedes ahogar.
A pesar de los años, él seguía viéndome como un niño pequeño al que tenía que cuidar.
Cuando terminé el tercer plato, mi hermano me llevó hasta una de las recámaras de su casa.
Me acosté en la cama sin quitarme la ropa, apenas y pude liberarme de las botas.
—Aquí vas a dormir. Pía siempre tiene limpio porque a su abuela le gusta visitarnos.
—¿Por qué no me llevaste a mi casa si está cerca?
Quería discutirle por ignorar mis deseos, pero el techo daba vueltas y empecé a sentir la necesidad de dormir. Mis párpados se cerraban sin permiso.
—Mañana hablamos. Descansa.
Rogelio se giró para irse, pero lo jalé de la mano.
—¡Yo lo vi, lo vi! —le dije porque quería que él supiera.
—¿A quién?
—¡Al difunto! ¡A don Evelio!
—Duérmete ya —fue severo y no me cuestionó ni un poco—. Mañana me cuentas.
—Lo vi… lo vi… —Creo que balbuceé otras cosas, pero no las recuerdo.
Antes de salir, mi hermano apagó la lámpara con un fuerte soplido.
Cerré los ojos y gracias a la oscuridad pude descansar.
Era de mañana, pero en esa habitación entraba poca luz gracias a las gruesas cortinas que pusieron.
Me senté sobre la cama y sentí que la cabeza pesaba como si fuera una gran roca sobre mis hombros. «Pero sigue haciendo pendejadas», me dije en modo de reproche.
Llevé una mano a la frente y noté que tenía una costra apenas formándose. Allí recordé lo sucedido la noche anterior.
Estuve sentado por un rato más, buscando las ganas de levantarme e irme a casa. Supuse que mis padres estarían preocupados.
Oí que la puerta rechinó, tan despacio que si hubiera estado distraído no lo habría notado.
La regordeta cara de mi sobrino se asomó sigilosa.
Cuando me vio, abrió los ojos de par en par y comenzó a gritar:
—¡Ya se despertó! p**i, ¡ya se despertó!
Afuera hubo más pasos, y luego entró mi hermano al cuarto, ya vestido con la ropa que usaba cuando cuidaba de su ganado.
—¿A qué hora son?
—Las dos de la tarde.
—¡Qué! —Para mí todas esas horas se sintieron como minutos.
—Tenías que recuperarte. ¿Te quedas a comer?
Me levanté de golpe y busqué mis zapatos.
—Gracias, pero ya debo irme. —Empecé a acomodarme la camisa.
Pía apareció detrás de Rogelio, envuelta en un chal de alguna tela delgada y brillante de color blanco. En sus manos llevaba un pequeño baúl. Se lo entregó a su esposo sin decir una sola palabra y luego se fue.
—Te traje a mi casa por una razón. —Mi hermano colocó el baúl sobre la cama—. Si haces lo que te digo, esto será tuyo. —Apuntó hacia el cofrecito de madera.
—¿Qué es? —Lo toqué con poco interés, imaginé que sería otro revólver.
Rogelio me observó pensativo. Creo que se sentía triste.
Pocas veces inspeccionaba a mis hermanos, era algo que no me interesaba hacer, pero ese día descubrí en el rostro de Rogelio un parecido conmigo. La forma de los ojos, la nariz y su cabello castaño oscuro eran iguales a los míos, solo su tupida barba y una madurez en sus facciones nos diferenciaban.
—Son mis ahorros.
Sus serias palabras me tomaron por sorpresa.
—No entiendo.
—Sigues con la Bautista, lo sé —dijo seguro, pero no noté molestia en su cara o en su voz—. Ni siquiera trates de desmentirlo porque tengo más de un testigo.
—¡Ese traidor de Paulino! —me quejé con los labios apretados y hasta crují los dientes. A mi mente llegó el recuerdo de cuando lo soborné.
—¿Paulino sabía? —La incredulidad fue obvia. Que le mintiéramos o le escondiéramos cosas para él representaba una gran ofensa digna de un merecido castigo—. Ya arreglaré cuentas con él. Pero eso no relevante ahorita. —Se quedó mirándome unos segundos, tan concentrado que hizo que volteara la mirada, luego me sostuvo del hombro—. Quiero que vayas por esa muchachita que te tiene embrujado, la subas a ese tonto caballo tuyo y te la lleves de este pueblo. —El pesimismo con el que habló fue irreconocible—. Aquí no hay nada bueno para ustedes, si es que quieres casarte y tener familia.
—Es que yo… no puedo aceptar tu dinero.
Lo que me daba era un gran regalo, el regalo que tanto necesitaba: la libertad económica que mi padre me arrebataría si hacía lo que Rogelio pidió. Pero él tenía hijos que proteger y una esposa por la cual velar. Llevarme sus ahorros era impensable.
—Lo harás. Pía y yo ya lo platicamos. Me está yendo bien con el ganado, mejor de lo que crees. Tú no te preocupes. Si tengo alguna emergencia, venderé una o dos cabezas.
—No puedo recibirlo. —Retrocedí. La tentación estaba superándome.
—Sí puedes. —Rogelio levantó el baúl y lo puso contra mi pecho—. Y te mandaré más hasta que puedas mantenerla tú solo. Mi única condición es que te vayas lo más pronto posible.
Observé sin parpadear aquella cajita que contenía mi felicidad. Amalia era lo que más amaba por sobre todas las cosas, así que elegí soltar mi orgullo y sostener el baúl.
—¿Qué dirán nuestros padres?
Mi hermano esbozó una amplia sonrisa.
—¿Qué pueden decir? Eres un hombre adulto, ¿o no? Si ya elegiste a tu compañera de vida, poco pueden hacer para separarte, ya que una orden directa no sirvió de nada, ¿verdad? —Me dio una palmada en la espalda.
—Te regresaré cada peso —le prometí, conmovido.
Él solo siguió sonriendo.
—Pasa a despedirte, ¿sí? El Genovevo está atrás, comiendo como siempre.
—Lo haré. Gracias por esto. —Levanté un poco el cofrecito.
Antes de que me fuera nos dimos un abrazo sincero. Él era el mayor, pero también una figura paterna que infundía respeto, y ese día no fue la excepción.
El siguiente paso era ir por mis pertenencias a mi casa y luego salir sin causar revuelo. Apenas llegué vi los pedazos de vidrio de la ventana que daba a la calle. Genovevo pisó unos cuantos. Estaba destrozada por completo.
—¿Pero qué pasó? —dije confundido en voz baja y una urgencia me controló.
Amarré al caballo en la calle como pude y toqué desesperado.
Sebastián me abrió enseguida.
—¿Qué pasó? —le pregunté casi gritando.
—Cálmate, estamos bien. —Levantó su mano como si con eso me tranquilizara—. Anoche unos pendejos se hicieron los chistosos y aventaron ladrillos a la casa, pero no pasó a mayores.
Mi hermano trató de restarle importancia, pero yo sabía que se trataba de un ataque de odio.
—¿Pasó algo que no sepa?
Sebastián se fue a una esquina de la casa, lo seguí y empezó a hablarme en confidencia. Por un breve instante pensé que envejeció diez años por sus ojeras y su semblante cansado.
—Papá discutió antes con don Cipriano aquí en la casa —susurró, teniendo cuidado de que nadie más llegara—, se pelearon muy feo. Don Cipriano asegura que mi papá y mis tíos fueron los que le dispararon a su hermano. Juró llegar hasta las últimas consecuencias...
En realidad no quería escuchar el resumen de los recientes hechos ni de las amenazas que lanzaban unos contra otros, ni de nada que tuviera que ver con ese problema que cada vez empeoraba más. Apenas y entendí que don Cipriano se declaró enemigo de mi padre, ignoré los demás detalles.
Sebastián todavía no terminaba de contarme cuando escuchamos que alguien se acercaba. Tratamos de disimular al verlo.
—¿Ya estás dando informes como señora chismosa? —acusó mi padre a Sebastián—. Y tú, ¿dónde chingados andabas? —me preguntó enojado.
—Él también tiene que saber —rebatió mi hermano, pero su voz no sonó firme ni segura.
—¿Para qué? —dijo indiferente y se dio la vuelta.
Mi padre parecía un poco enfermo, o tal vez las preocupaciones le estaban afectando. Tenía la espalda más encorvada de lo normal y el cabello sin peinar.
—¡Papá! —lo nombré para que me prestara atención—, ¡estamos en peligro!
Él se dio la vuelta rápido y caminó hacia mí. Supuse que me daría un buen golpe por atreverme a intervenir.
Se detuvo cuando quedamos cara a cara.
—¡Para nada! Cipriano anda en duelo, por eso se puso loco, pero ya se le pasará. —Su mirada se oscureció—. Además, que sepa lo que se siente perder así a un hermano.
Fue allí que comprendí la urgencia de Rogelio, la misma que me atacó en ese momento.
—¿Por qué no se vienen conmigo a la capital, aunque sea unos meses?
Sebastián solo nos observaba, confundido.
De reojo vi que mi madre y Paulino llegaron y se quedaron parados en el marco de la puerta que daba a la cocina.
Me pareció que mi madre se asemejaba a la virgen María, con sus manos juntas y su vestido azul con blanco que le llegaba a las rodillas. Pude sentir su gran preocupación con solo un vistazo rápido.
—¿De verdad crees que nos vamos a ir como los cobardes de los Carrillo? ——me dijo tan cerca que su saliva fue a dar a mi mejilla—. ¡De ninguna manera! Si quieren venir por mí. —Se golpeó el pecho y luego señaló el piso—, ¡aquí me van a encontrar!
—Aunque sea deja ir a mamá y a mis hermanos menores. A los mayores los consideran familias aparte y no los tocarán si se mantienen a raya. Los que corremos peligro somos nosotros. —Con mi dedo dibujé un círculo en el aire.
Planeé comprar de emergencia muebles para tenerlos cómodos en mi casa nueva. Seguro Amalia entendería que se trataba de una situación especial y no me reñiría por tener invitados en el primer año de casados.
—De ninguna manera tu madre se va a mover sola. Ya si tus hermanos quieren irse, es su asunto.
Volteé a conocer la reacción de mamá y sin decir palabra, me respondió.
Era verdad. Mi madre jamás se despegaba de mi padre. Solo pasaba en los tiempos en los que él tenía que viajar para ir por mercancía, y esos días los pasaba más callada de lo normal. Recuerdo bien que se sentaba por horas a bordar, pensando en quien sabe qué tantas cosas, con su mirada perdida y los dedos moviéndose por inercia. Ella no se iría si él no iba.
Paulino por fin se acercó.
—Si mamá no se va, a mí ni me cuentes —dijo calmado, pero firme.
Giré a ver a Sebastián.
—Yo tengo asuntos importantes aquí. —Allí vino a mi mente el “secretito” que Paulino le guardaba, pero no lo mencioné—. Tendré cuidado, te lo prometo —fue sensato.
Tal vez si les decía quiénes fueron los que le dispararon a don Evelio, los haría cambiar de opinión, pero eso implicaría explicar por qué andaba por allí.
Ninguno quiso acompañarme. Lo único que me quedaba era continuar con el plan inicial.
—Pues yo sí me voy —sentencié sin dudar ni un poco—. De todos modos debo entrar a la escuela antes que los demás… por unos puntos extras que quiero ganar. —Mi familia no tenía por qué saber que me encontraba a merced de los caprichos del director.
—Está bien —dijo papá, y esta vez no sonó molesto o decepcionado. Simplemente lo aceptó y ya—. Por nosotros no te detengas. Sabemos cuidarnos de los bocones.
Contemplé a cada uno, por si encontraba en alguno un atisbo de duda, pero no, no dudaban.
—Parto en dos días. Piénsenlo bien. —Antes de irme a mi habitación, me dirigí solo a mi padre—. Ya se derramó demasiada sangre.
Dentro de mi espacio, escribí una nota a prisa para enviarla con el mensajero:
Si pudiera pintaría el cielo para ti. Cada que anochezca haría brillar más la luna para que ilumine tu triste mirada.
¿Puedo verte mañana por la mañana, mi amada?
Si tu respuesta es sí, estaré esperándote al final del cementerio.
Preparé mi ropa y añadí algunas cosas, como mi guitarra y más pertenencias que siempre dejaba. Ya no sabía cuándo regresaría. Esa ya no sería más mi casa, iba a pasar a ser la casa de mis padres y yo me iba a convertir en un invitado.
Quizá a otros les causaría nostalgia, pero a mí no. Los últimos meses mi pueblo se convirtió en un lugar de sufrimiento y muerte del que me urgía salir.
Aquella noche me quedé dormido con una sonrisa en los labios al pensar en mi hermosa estrella.
Antes de irme al cementerio pasé por flores. Darle mis respetos a don Evelio era lo menos que podía hacer. Él fue un hombre considerado conmigo el poco tiempo que lo conocí.
—Su tumba tenía la tierra todavía removida y todos los ramos de flores seguían frescos. Me apresuré a rezarle un poco porque no quería que algún Bautista me encontrara allí.
Cuando terminé, me dirigí hasta aquel árbol donde nos vimos con Amalia cuando visité al tío Hilario.
El aire del camposanto era diferente, como nostálgico. Como si él supiera que ahí imperaba la pena y las dolorosas despedidas, la eterna espera de un prometido encuentro después de la vida.
La reconocí a lo lejos. Llevaba las ropas oscuras, como imaginé. Ella llegó antes que yo.
Apresuré el paso para alcanzarla porque me avergonzó el hacerla esperar.
—¿Tienes mucho aquí? —le pregunté en cuanto llegué a ella.
Se veía desvelada, pero me complació saber que a pesar de todo, atendió mi petición.
—No —respondió a secas.
Nos dimos un beso, aunque fue más breve de lo que planeé porque Amalia se hizo hacia atrás. Por la postura, la noté rígida y un poco incómoda.
—¿Cómo estás? —¡Qué pregunta tan tonta! Era obvio que por sus ojos hinchados estaba destrozada—. Lamento mucho lo de tu tío.
Antes de que pudiera decir algo, la abracé, tan fuerte como si con eso pudiera juntar sus pedazos. En ese momento sentí que se dejó proteger porque soltó un poco el cuerpo, luego comenzó a llorar.
—No fuiste al entierro —dijo entre sollozos, todavía entre mis brazos—. Esperaba que fueras.
—Perdóname, yo… —No sabía qué decirle, su reclamo me tomó desprevenido—. Pensé que no sería bien recibido.
—Erlinda se la pasa dormida, cuando despierta se echa a llorar y ya no sabemos cómo calmarla. Ni los tés le ayudan.
Erlinda para mí era una buena amiga y saber que sufría de nuevo me conmovía de verdad.
—Cualquiera estaría así, perdió a su papá. Dale tiempo y compañía. Por lo que la he conocido, sé que es una mujer muy fuerte.
—Lo es… —Amalia se soltó de mi abrazo y recibió el pañuelo que le ofrecí—. ¿Para qué querías verme?
Su carita triste, tan bonita, fue reveladora. Necesitaba ser su protector y su apoyo cuando se sintiera mal o tuviera ganas de desahogarse. Acompañarla en las noches difíciles.
—Bueno, es que… —El momento que tanto anhelé llegó en aquel cementerio, tierra santa en la que descansan los que ya se fueron. Los nervios aparecieron, pero fueron unos que hicieron que mi estómago vibrara de emoción. Sujeté sus manos y la miré directo—. Te pedí que vinieras porque quiero que nos vayamos, hoy mismo vámonos —lo dije con todo el amor que sentía por ella—. Ve por tus cosas y vente conmigo.
—¿A dónde?
—Casémonos. ¡Sí, casémonos! —Reí por toda la energía que me recorría—. Hubiera preferido decírtelo de una mejor manera, pero tienes que saber que ya tengo lista nuestra casa. Sé que esto es apresurado y diferente a lo acostumbrado, pero ya no sé cómo hacerlo mejor.
Estaba a punto de sacar el anillo del bolsillo, pero algo me detuvo.
La barbilla de Amalia tembló, su boca se curvó hacia abajo y apretó los labios.
—Acaba de morir mi tío Evelio —reclamó con los dientes crujiendo—. ¡Él me cuidaba! —alzó la voz—, ¡lo hizo desde que nací, y me quería de verdad! Me está quemando esta pena, ¿y tú piensas en irnos así nada más? —No resistió más y las lágrimas regresaron—. ¡Eres un egoísta!
Esa reacción fue la que menos imaginé que tendría y con eso mis dedos soltaron la cajita.
—¡Te voy a perder si no nos vamos ahora! —Me desesperé y apreté mi cabeza para poder pensar mejor—. Tengo miedo, no quiero perderte —lo último lo dije con poco aire y salió casi como un lamento.
Amalia se puso recta, evitó que la sujetara y me confrontó.
Su mirada no se desvió de mí.
Los movimientos involuntarios tocaban la puerta y luché para detenerlos.
—Dime una cosa, Esteban —pronunció mi nombre tan seria que no la reconocía—, ¿es cierto lo que dice la gente?, ¿fue tu familia quien lo mató? —su voz tembló con la terrible pregunta.
—¡No! —aseguré.
Tenía que esconder lo que sabía porque no podía confesarle que fueron los hijos de mi tío Hilario los que le dispararon a quemarropa a don Evelio. Los reconocí. Mis primos, desde niños, fueron problemáticos, nos buscaban pelea en las reuniones familiares, incluso Rogelio se peleó a golpes una vez con el mayor de ellos, por eso terminamos por distanciarnos. Pero reconocería a un m*****o de mi familia a pesar de no vernos tan seguido.
—¡No te atrevas a mentirme!
Su gesto de coraje me dejó desarmado.
Bajé los hombros y la cara, era incapaz de verla.
—Es que… —balbuceé y luego quedé en silencio.
Mi amada soltó un quejido, uno de auténtica decepción.
—¡Entonces es verdad! —sonó incrédula.
Me obligue a verla, apenas levanté el rostro un poco, y la encontré con una mano tapando su boca. Tenía los ojos perdidos y respiraba con dificultad.
Traté de abrazarla, pero ella dio unos pasos hacia atrás.
—¿Sabes qué? Regrésate a la capital en la que tanto te gusta estar. A lo mejor hasta tienes allá a la que sí tomas en serio.
Tardé en comprender lo que salió de su boca. Todo estaba pasando tan rápido que se sentía irreal.
—¿Pero qué dices? Tú eres la única dueña de mi corazón. —Puse una mano sobre el pecho—. Te amo solo a ti.
—Pues dudo mucho que ese amor sea tan grande como dices. —Escuché que respiró profundo—. Aquí terminamos, Esteban.
Mi amada dio la terrible estocada, esa que tanto temía recibir.
—¿Por qué? —apenas logré pronunciar porque ahora era yo el que iba a echarse a llorar.
—Porque ya no eres bueno para mí —afirmó tan segura que le creí—. Te pido que dejes de buscarme.
Ella avanzó hacia el camino, pero la detuve, sujetándole la muñeca.
—Dime que estás jugando, no puedes hablar en serio. —Fue inevitable que un par de lágrimas se me escaparan gracias a los sentimientos que me envolvieron.
—¿Me crees capaz de jugar contigo? Qué pena darme cuenta de lo poco que me conoces.
—Amalia, ¡no! —Negué con la cabeza, suplicándole.
—Se terminó, Esteban. La próxima vez que nos veamos, que espero sea dentro de mucho tiempo, seremos apenas conocidos. —Acomodó su rebozo sobre el hombro y cubrió bien su cabeza—. Ya me tengo que ir. Espero que tengas buena fortuna. Buen día.
No le dije nada más y la vi irse. Allí me quedé, derrotado y confundido. El pecho me dolió por el fuerte latido que causaron las palabras de mi estrella; mi hermosa estrella que ya no quería brillar cerca de mí.