Regresé a la casa y no sé bien cómo lo hice. Mis pies se movían solos. Me encontraba en un estado perdido entre el miedo y la desilusión de darme cuenta de que mi familia era igual a quien tanto juzgaban. Para mi buena suerte llegué antes que mi padre y lo primero que hice fue encerrarme en mi cuarto. Puse la tranca para que nadie pudiera entrar. ¡No quería ver a nadie!
Boris y Baltazar tenían familia cada uno, y no consideraron el sufrimiento que causarían al arrebatarles la vida. No pude ver quién de los dos sobrevivió, y tampoco estaba seguro que resistiría. Quizá solo logró entrar a su casa y cayó muerto; eso es lo que más deseaba que pasara. Estaba mal, pero prefería que sucumbiera a las heridas.
Esa noche no pude dormir. Mis ojos se negaban a cerrarse. Mi cuerpo entero vibraba y por ratos sentía que lo que pasó fue una pesadilla. Una horrible pesadilla de la que quería despertar.
Al día siguiente me levanté de la cama apenas salió un tenue rayo de sol. Necesitaba hablar con alguien. Pensé que mi madre ya estaría preparando su café, pero no la vi cuando salí al patio.
Se sentía todo tan diferente, incluso los pájaros no cantaban como de costumbre. El frío calaba tanto que mi piel se erizaba con cada brisa que corría. Me acerqué a Genovevo y él puso su cabeza sobre la mía mientras le quitaba la cuerda.
—Gracias, amigo —le dije con voz quebrada y jugueteé su pelaje antes de montarlo.
En otras circunstancias, el primero al que acudiría sería a Rogelio, pero él no podía enterarse de lo que vi al desobedecer. Así que elegí a mi hermano Anastasio. Su casa se encontraba del otro lado del pueblo y tomé el camino largo para rodear. Amaba sentir esa libertad que solo puede brindar el montar, es como si se pudiera descargar todo el miedo, el recelo y el dolor por medio de los galopes.
Llegué a casa de mi hermano y toqué despacio. Me abrió su esposa Silvia que ya estaba levantada. A pesar de estar envuelta en un grueso rebozo ya se le podía ver su vientre crecido por la criatura que venía en camino, y como era tan delgada y chaparrita resaltaba más.
Anastasio y Silvia eran esa clase de esposos que se hablan poco, pero que se entienden sin necesidad de decírselo. Creo que nacieron para estar juntos. Apenas la conoció en los bailes de julio, quedó enamorado de ella. Se casaron al año siguiente. Su boda fue un gran evento de tres días donde no se escatimó en nada. Recuerdo que la gente se fue tan ebria, despeinada y alegre que se habló de ello por semanas.
La familia de Silvia se dedicaba a la siembra y gastaron una parte importante de dinero para entregarla con bombo y platillo.
—Esteban, pásale —me dijo y se hizo un lado para que entrara—. Hace frío y no traes con que abrigarte.
—Gracias.
Su casa era de adobe y sencilla, con solo una habitación, una pequeña librería que también servía como espacio para que mi hermano organizara sus cuentas, una cocina y una sala-comedor. Eso sí, en su boda recibieron muebles de todo tipo y supieron acomodar para que se viera bonita. Era tradición en el pueblo hacerlo. Poco a poco mi hermano iba agrandando más la construcción porque les sobraba terreno. Silvia comentó alguna vez que ella se conformaba con tener un techo y comida caliente.
—Ya está listo el desayuno. Vente, vamos a comer —me invitó a pasar a su mesa para cuatro personas—. Ahorita viene Tachito. Ten, ponte esto. —Puso un sarape azul sobre mis hombros—. Te vas a enfermar si no te cuidas.
—¿Ya pensaron en nombres? —Señalé su vientre.
Ella estaba en la esquina que acondicionaron como cocina y servía en un plato.
—Todavía no nos decidimos —me respondió con su aguda voz que me causaba tanta gracia—. Tachito quiere conservar el nombre de Anastasio si es varón, pero si es mujercita yo quiero que se llame Florecita, y a él no le gusta.
—Si te hace sentir mejor, a mí me gusta como suena Florecita.
—¡Qué atento eres! —Con cuidado dejó frente a mí el plato y regresó para servir más.
Anastasio entró a la casa por la puerta trasera y supuse que había ido al baño.
—Hermano, ¡qué milagro que nos visitas! —Su cara fue de sorpresa real y me sonrió.
—Vine porque necesito preguntarte algo, y también para saludarlos.
Mi hermano se sentó a mi lado y me dio una palmada en la espalda. Se notaba tan tranquilo que me sentí culpable por perturbar su paz.
—¿Te parece si primero comemos y después platicamos?
—Por supuesto.
Silvia terminó de servir y también se sentó.
Comimos un tasajo acompañado de un guacamole tan delicioso que me comí dos tortillas con él.
Anastasio era solo un año mayor que yo, pero tenía todo lo que apenas y soñaba.
Terminamos de comer y conversamos un poco. Silvia se fue a descansar porque se sintió mareada, y mi hermano y yo nos levantamos para que me mostrara los avances de sus tomates.
El pasillo de su terreno se decoraba a los lados por el brillante rojo de los tomates. Mi hermano acarició uno y pensé que le daría un beso.
—Por ese lado vamos a sembrar frijol —me dijo orgulloso y siguió caminando a pasos lentos—. Ahora sí, dime esa duda que te trajo hasta acá. —Me inspeccionó con cuidado—. Te ves pálido, ¿estás enfermo?
Negué con la cabeza, pero en realidad sí me sentía enfermo, aunque no del cuerpo.
—Yo quería saber si tú… sabes… —vacilé de nuevo y mi garganta se cerraba. Necesitaba arreglarla lo más pronto posible. Respiré, cerré los ojos y así pude seguir hablando—. ¿A cuál de los tres hermanos Carrillo consideras el más peligroso? Contando al difunto.
—Esa es una pregunta rara. —Entrecerró los ojos. Él era el único de mis hermanos que los tenía más verdes que azules, y cuando no le daba suficiente luz, parecían cafés—. Pues, a Amadeo le tenían respeto porque sabía caerle bien a la gente. Era de esa clase de hombres que hace cosas malas, pero que es tan amigable que lo dejas pasar. —Soltó una rápida carcajada—. A Boris ya lo conocen como el que lanza amenazas y nada cumple, creo que es el más inofensivo. Y Baltazar Carrillo, ese es el peor. Dicen que hasta a sus animales tortura… Lo que sí es que los tres andaban metidos en negocios sucios. —De un momento a otro se detuvo y se giró para verme de frente—. ¿Por qué quieres saber eso? ¿Sabes algo que no me has dicho?
Nos quedamos detenidos, en medio de los tomates y todas esas hojas verdes.
—No —le respondí, pero fui poco convincente. El tono de mi voz fue débil.
Mi hermano me miró incrédulo.
—O me dices o voy y le digo a Rogelio.
Él sabía que frente a nuestro hermano mayor no podíamos mentir, y el muy cabrón lo usó para sacarme la verdad.
—¡No, no, no! ¡A Rogelio no! —le dije de inmediato—. Está bien, te voy a decir, pero mantenlo en secreto. —Respiré hondo y lo dejé salir—: Nuestro padre y los tíos atacaron a Boris y a Baltazar.
Sabía que darle los detalles de lo que vi lo alteraría, y quizá se iría corriendo a buscar a papá para advertirle. Todos me odiarían por no dar el tiro de gracia. De ninguna manera iba a permitir que se supiera.
—Ya me lo esperaba —aseguró, pero por su expresión me di cuenta de que sentía la misma decepción que yo.
—Traté de evitar que lo hicieran, pero no pude.
Anastasio se quedó mirando hacia la nada, tal vez pensando en lo que vendría para la familia.
—Y no tenías por qué hacerlo, eso no te corresponde. —Me dio otra palmada en la espalda—. Bueno, ni modo. Si no hay testigos, estamos bien. Vamos a esperar que se corra la noticia. El alcalde no puede encerrar a nadie sin pruebas.
—Sí, toca esperar. —El sudor corrió por mi frente y sentí fría la cabeza.
—Y tú duerme más. —Sonrió y con eso rompió toda la tensión—. Pareces espanto con esa cara que te cargas.
Los dos nos reímos.
Mentirle a mi hermano fue difícil, pero la idea de perder definitivamente a Amalia y perder el respeto de la gente me pareció insoportable.
Regresé a la casa. En el transcurso de vuelta sospeché que, al llegar, me toparía a don Cipriano y su gente, dispuestos a llevarnos a todos presos. Mi corazón latía tan rápido que solo pudo calmarse cuando llegué y encontré a mi familia como si nada hubiera pasado. Incluso mi padre leía tranquilo una misiva, sentado en su silla de varilla en forma de huevo color verde.
—¿Dónde andabas? —me preguntó entre dientes cuando pasé cerca de él.
—Fui a ver a Tacho —traté de sonar convincente—. Quería enseñarme su siembra y necesitaba hacer correr a Genovevo.
—¿Y cómo va? —Seguía con el papel cubriendo su cara.
—Muy bien.
—Como siempre. —Su orgullo se podía percibir. De pronto, bajó despacio la misiva—. Y los zapatos, ¿cómo van?
—Según los reportes, bien.
Mi padre movió la cabeza de lado a lado.
—Confías demasiado en ese disque administrador, necesito que vayas en persona. ¡Ah!, y hoy vete al mercado a darle una vuelta al puesto que tenemos allá.
Su petición me sorprendió. Él no le encargaba a nadie el local más grande que teníamos.
—Pensé que irías tú. ¿Por qué no va Gerónimo? Y te recuerdo que el alcalde dijo que no podíamos salir.
—¡Ese pendejo no nos manda! —dijo en voz alta—. Te vas a ir la próxima semana a la capital, revisas todo y te regresas. No quiero que nos den sorpresitas tus chalanes. Hoy prepárate porque vas a contar todos los pares que hay aquí. Tu hermano me dijo que ya no tenemos varios modelos y es algo que no pienso dejar pasar. Urge reabastecer y él se va a encargar de hacer el pedido en cuanto termines.
—Así lo haré, padre —acepté. Distraerme en el trabajo me ayudaría a mantener lejos los pensamientos desagradables.
Me disponía a irme a cambiar la ropa por una más cómoda, cuando mi padre hizo una seña.
—Una cosa más antes de que te vayas. Tu madre va a presentarte a dos señoritas que ya aprobó. Son de buena familia y tienen herencia cada una.
Sus palabras cayeron sobre mí como un valde de agua helada, y por primera vez mi voz no vaciló.
Me erguí y lo observé de reojo.
—La mujer con la que me voy a casar la voy a escoger yo. —Me señalé—. Dile a mi madre que se las presente a Sebastián, a él sí que le caería muy bien sentar cabeza. Ya me voy.
Ni siquiera lo dejé rebatir y me fui sin cambiarme la ropa.
Ese día la pasé en el negocio y salí ya entrada la noche. Me gustaba trabajar y estudiar, y volver a una de mis dos actividades me revitalizó.
En el mercado estuve atento por si escuchaba la terrible noticia que ya conocía, pero por más que prestaba atención a las señoras que se detenían a chismosear, no hubo nada. Nadie mencionó ni un rumor siquiera. Era como si los Carrillo siguieran vivos.
En casa tampoco sucedió nada importante. Mi madre parecía ausente de toda la verdad, y Sebastián y Paulino se dedicaban a sus tareas-. Ni siquiera hicieron un comentario incómodo al respecto.
Así pasó uno, luego dos y tres días sin ninguna novedad. Me pregunté por qué pasaba eso, por qué se callaban tan alarmante noticia.
Ese tiempo la pasé entre el encargo de la zapatería y escribirle cartas a Amalia.
En la tercera noche, al abrir la puerta de mi casa, me topé con una agradable sorpresa.
—¡Mira quién llego! —festejó mi madre y señaló a la persona sentada en la sala.
—¡Amigo! —Me acerqué a él. Se trataba de Florencio—, ¡sí regresaste!
Él se puso de pie y me dio un abrazo, como si no nos hubiéramos visto en meses. En realidad, temía por su seguridad y verlo sano y salvo me quitó una de tantas preocupaciones.
—Tal como lo prometí.
Mi madre nos dio espacio para que platicáramos y yo me senté porque sí estaba muy cansado.
—Perdón por no recibirte —le dije, apenado porque sospeché que llegaba horas allí—. Pero dime, ¿cómo te fue?
Florencio resopló.
—Ojalá pudiera decirte que bien, pero la verdad es que provoqué un caos, como me lo temía. Mis padres no quieren ni verme, y los padres de mi exprometida dijeron que las cosas no se quedarían así.
—¡Oh, no! ¿Y no tienes miedo?
La expresión de mi amigo me respondió antes que él. Estaba temeroso, y mucho.
—Me di de baja de la escuela. Tengo una propiedad en otro estado y me voy a llevar a mi Erlinda para allá, si es que ella acepta mi proposición. Pienso casarme lo más pronto posible. Ni a mis padres les dije el nombre del pueblo en el que conocí a mi enamorada, tardarán en averiguarlo. —Colocó su mano sobre mi hombro—. ¿Puedes ayudarme con una serenata? Antes de venirme compré el anillo que le daré y quiero proponerme mañana mismo.
—Vaya, sí que tienes prisa. ¡Pero claro que te ayudo, cuenta conmigo!
—Yo canto horrible, sueno igual a un perro con tos. ¿Podrías cantar tú?
Su petición me desconcertó y hasta moví mi cuerpo hacia atrás cuando lo escuché.
—¡Por Dios, todo menos eso! —Le manoteé.
—¿No lo harías por un amigo?
Florencio trataba de convencerme, pero yo no pensaba ceder.
—Es que… tampoco canto. Puedo tocar la guitarra y consigo a otros dos para un trío. Tengo un par de nombres en mente.
—Muy bien, pero escoge a los mejores, por favor. Quiero agasajarla. —Sus ojos brillaron al mencionarla.
—Dalo por hecho, amigo. Ahora me iré a dormir porque estoy muy cansado.
—Haré lo mismo. Descansa.
Mi amigo se fue a la habitación de invitados en la cual era bienvenido, y yo me fui a intentar cerrar mis ojos que se negaban a mantenerse así.
El cuarto día fue igual. Ningún entierro y en la parroquia no se oficiaron misas de cuerpo presente. Mi padre ni se preocupaba y don Cipriano andaba muy tranquilo levantando borrachos de las calles.
Desconocía qué pasaba, pero me permití relajarme solo esa noche.
Invité a Filemón para que cantara y él invitó a un compañero suyo para que tocara como segunda guitarra. Ensayamos un poco en casa de File y después nos fuimos a casa de Erlinda.
Eran las nueve de la noche y la oscuridad imperaba. Para nuestra mala suerte en la calle donde estaba la casa de don Evelio ningún farol de petróleo se encontraba encendido.
Florencio se vistió con un elegante traje n***o, como se vestían los de la capital. Parecía uno de esos señores ricachones que fuman puro y hablan de negocios todo el tiempo. También se perfumó tanto que olía a metros de distancia, y guardó en el bolsillo de su saco la cajita con el anillo.
Jamás imaginé que sería yo uno de los responsables de la pedida de mano de Erlinda; de esa mujer que me parecía demasiado, que robaba la atención por su intensidad y brutal sinceridad. Pensaba que mi amigo no la tendría fácil a la hora de congeniar.
Llegamos a pasos silenciosos hasta la casa, era grande y de dos pisos, y nos ubicamos cerca del balcón de la afortunada.
—Estos cabrones solo se saben tres canciones, así que vamos a comenzar con Serenata sin luna, esa no falla —le dijo Filemón a Florencio mientras nos apuntaba a su amigo y a mí.
—Está bien. ¡Denle! —Florencio se adelantó un poco más para poder ser el primero en ver si salía.
Esos nervios de saber si eres bien recibido la teníamos que pasar de manera obligada todo hombre que cortejaba a una señorita.
Llevaba la guitarra bien afinada y con la seña de Filemón dimos inicio. Primero no nos acoplábamos bien, pero pasados unos segundos todo fluyó de mejor manera.
Esa era mi primera vez llevando serenata, ni siquiera con mi amada estrella lo había hecho, aunque se merecía una todas sus dulces noches.
Erlinda salió del balcón a media canción con una lámpara en la mano. Pienso que dudaba que fuera para ella porque la cara que puso al vernos fue de asombro auténtico. Estaba despeinada, traía la bata de dormir puesta y sonreía de oreja a oreja. Atrás de ella salió doña Antonia. Las dos disfrutaron de las canciones, sostenidas de los barrotes que las protegían y con la vista puesta en nosotros como si fuéramos grandes artistas.
Erlinda desapareció y bajó con un vestido rosado puesto justo al terminar la última melodía. Sus padres se quedaron en la puerta, solo viéndola emocionados.
Sabía bastante de sus ocho hermanos. Ella era la menor y todos los demás ya estaban casados. Tal vez por eso don Evelio se portaba tan consentidor con ella; era la que faltaba que se fuera.
Florencio la abrazó y, sin esperarlo más, se hincó para presentarle el anillo de compromiso.
—Erlinda Bautista, ¿me harías el gran honor de ser mi esposa?
Ella se emocionó tanto que su alegría se desbordó por sus ojos. En verdad lo quería, aunque lo conocía tan poco. Quería a mi amigo de la misma forma en que él la quería a ella.
—Sí, claro que sí —aceptó enseguida casi gritándolo.
Todos aplaudimos.
Don Evelio y doña Antonia se acercaron para felicitarlos.
—Bienvenido a la familia —le dijo don Evelio a Florencio y le dio un fuerte abrazo—. Ya nada más me faltas tú. —Me señaló y sonrió con complicidad.
Sí, esa era la bienvenida que también ansiaba recibir yo.
Pasaron exactamente nueve días desde el ataque a los Carrillo. En ese tiempo la paz gobernó el pueblo.
La gente solo hablaba del foráneo que se ganó el corazón de la hija de don Evelio y de la organización de una boda apresurada.
La tenían planeada para el treinta de enero, así que debían darse prisa para tener todo listo.
Recuerdo que le escribía concentrado a mi amada. Era de tarde y ya no tenía tareas por hacer. Ella solo pudo enviarme dos cartas en esos días, pero me bastaba. Supuse que se mantenía muy ocupada con la enfermedad de su hermanito y el cuidado de los demás. De pronto escuché varios golpes sobre la puerta y salí a prisa de mi cuarto. Todos nos encontramos en la sala para averiguar de quién se trataba.
—Vete a tu cuarto, mujer. Enciérrate y no salgas, escuches lo que escuches —le ordenó mi padre a mamá.
Ella no quería ceder, pero creo que vernos tan alarmados la hizo hacer caso.
Mi padre fue veloz por su revólver, lo preparó por si era necesario usarlo y fue el valiente que abrió.
Tenía terror de que los Carrillo imitaran el ataque y terminaran con mi padre, mis dos hermanos y yo. La escena que encontraría mi madre sería devastadora, y allí maldije la decisión que tomaron de dispararle a los Carrillo y me maldije a mí por ser un cobarde.
Cuando reconocí a mi tío Celestino pude soltar el aire que guardé mientras la puerta se movía. Por su expresión descompuesta supe que llevaba consigo la noticia que tardó tanto en llegar.
—¡Detuvieron a Hilario! —le dijo directo a mi padre cuando lo tuvo cerca—. El creído de Cipriano se atrevió. Dicen que los Carrillo huyeron del pueblo y enterraron a Baltazar en otro lado. Boris sobrevivió y es el testigo. Él señala a Hilario como el culpable.
—¡Como que sobrevivió! —Mi padre sonó en serio incrédulo.
—Así como oyes, quedó vivo el malnacido. Se fue a enterrar a su difunto y regresó para jodernos.
—¿Y ahora qué va a pasar?
—No queda más que esperar. Hay que avisarle a Vicente. Seguro vendrán por nosotros también.
—Pues aquí me van a encontrar.
—Pero, padre… —quise intervenir. Huir no sonaba tan mal si la cárcel era la primera opción.
Sebastián y Paulino también quisieron persuadirlo para que se fuera.
—¡Sh! Cállense y prometan que cuidarán de su madre mientras yo no esté. Sé mis culpas, y no me arrepiento. De lo que sí lo hago es de no haberle tirado más a ese cabrón de Boris, seguro lo salvó toda la grasa que se carga.
A pesar de todo, agradecí en silencio que el que sobrevivió fue Boris y no el sádico Baltazar. Tal vez así podríamos aspirar a un acuerdo de paz.
En efecto mi tío Hilario estaba detenido, pero fue el único acusado y no comprendíamos el por qué. Yo no fui, pero sabía de primera mano que don Cipriano no daba su brazo a torcer para soltarlo.
Así, entre discusiones con el alcalde y mi padre, discusiones de mis padres y discusiones entre mis hermanos, se llegó el veinte de enero. Desperté tarde porque me quise dar ese lujo. A las diez de la mañana tocó el cartero y me apresuré a leer lo que mi amada tenía para decirme:
Querido ingeniero, te escribo con malas noticias. Mi hermanito está cada vez más enfermo. El médico de niños es bueno, pero dice que debemos esperar. Mi madre cree que se trata de brujería. Ya no sé en qué creer. Solo espero poder regresar con él curado de su mal. Te extraño como no tienes una idea. Ojalá pudiera mandar muchos besos en este papel y que al abrirlo saliera volando hacia tus labios.
Sentado en mi mesita, le respondí:
Querida novia mía, te recuerdo que ya no soy un futuro ingeniero, así que solo soy Esteban. Lamento saber lo de tu hermanito. Deseo que tenga pronta salud. Te pienso todos los días y todas las noches. Seré paciente…
Dejé la nota a medio escribir porque tocaron despacio a mi puerta.
Amalia desconocía lo que yo celebraba, no se lo dije, y a decir verdad me dolía que estuviera lejos sin poderla abrazar.
Pensé que a mi familia no le importaba que cumpliera años porque los escuché salir desde temprano. La única que se acordó fue mi madre y me llevó mi comida favorita: mole con pollo. Pienso que era difícil que se olvidara de esa fecha puesto que salí de ella.
Después de dejar la charola enfrente de mí, me acarició la cabeza:
—Ojalá te dieras cuenta de lo mucho que cambiaste.
—¿Crees que cambié?
Mi madre me contempló y noté que tenía ganas de llorar.
—Maduraste lento, eso sí, pero a tus veinte ya puedo decir que ahora sí pareces un hombre. Dejaste de ser un niño. Pero jamás dejarás de serlo para mí. —Allí las lágrimas se derramaron por sus mejillas y su voz se medio quebró—. Mi miedoso y llorón niñito que se agarraba de mis piernas para que no lo dejara ni un minuto. Fuiste un verdadero dolor de cabeza. —Se rio y después me abrazó—. Te quiero, hijo. Feliz cumpleaños. Qué la virgen y Jesucristo siempre te cuiden y guíen tus pasos.