Somos novios

3304 Words
Lo siguiente que hice fue pedir el permiso a sus padres, momento que duró menos de diez minutos y muy pocas palabras. Don Cipriano solo nos amenazó de no fugarnos o salir con nuestro “chiste”, y doña Felicia se mantuvo callada y movió la cabeza de arriba abajo como si aceptara. Luego me fui de allí sin más. Me sentía tan orgulloso de tener novia que lo primero que hice fue contárselo a mis padres y hermanos. Sebastián lo tomó muy bien, incluso me felicitó. Me liberé del todo de la culpa por el “robo” de su conquista cuando puso su mano en mi hombro. Rogelio insistió en que formalizara pronto. Ni siquiera le dije que todavía no nos dábamos ni un beso, así que solo yo sabía que el anillo se quedaría guardado en mi cajón un poco más. —Debes invitarla a comer, tengo que conocer a mi futura nuera —comentó mi madre con un ánimo renovado en medio de la reunión improvisada en el patio. No podía estar más de acuerdo. Sabía que con esa visita se daría una especie de “prueba” en la que mi madre fungía como la jueza; ella tenía que dar su aprobación y mi padre apoyaba todo lo que decía. Se notaba que a él le importaba muy poco el criticar a la mujer con la que uno de sus hijos se casaría, pero le seguía el juego porque así era con mi madre: cedía y la dejaba mover los hilos de vez en cuando con tal de verla feliz. Como ese paso era inevitable, planeé decirle a Amalia en la siguiente cita. Nos vimos un viernes por la tarde. La invité a dar un paseo por la plaza. Su chaperona fue su tía Antonia, la madre de Erlinda; una señora de la que puedo decir muchas cosas, pero una de ellas es que amaba a Amalia incluso más que su propia madre. Mi estrella se esmeró en su vestimenta como de costumbre. Le gustaba ponerse ropa muy típica de la región y ella hacía sus propios bordados. Las jóvenes de la capital tenían una moda distinta, con conjuntos entallados y se podría decir que atrevidos. Pero yo prefería cómo se vestía ella, podía lucir hasta un mandil con propiedad, se paraba tan derecha, caminaba con gracia, movía las manos como toda una señorita bien educada. —Estoy muy cansada. Lucas y Leopoldo molestaron a una vecina, le tiraron el agua que cargó desde el río y tuve que reponérsela yo —confesó Amalia mientras deambulábamos y después soltó un suspiro. Ella cuidaba casi siempre a sus cinco hermanos, todos varones y de temperamentos muy diferentes. Era demasiada carga para una mujercita tan joven, pero lo hacía lo mejor que podía. Los pocos ratos libres que tenía los destinaba a salir con sus amigas, y también conmigo. Su tía iba detrás de nosotros, pero en cuanto escuchó aquella frase se nos acercó e interrumpió. —¡Ya te dije que le digas a la floja de Felicia que no te deje toda la carga! —Su mueca de desaprobación fue más que evidente—. La he visto en el mercado chismoseando con sus amigas mientras tú cuidas de los diablillos, un día vas a cansarte de eso y tendrás que hacer algo. —Lo último que quiero es verla enojada —respondió ella en voz baja y dirigió sus ojos al suelo. Uno de los primeros detalles importantes que vi en ella era ese: la entristecía tratar el tema del cuidado de sus hermanos. —Pero si siempre está enojada. Yo creo que cuando mi tía la parió nació enojada y ya nunca se le quitó. —Doña Antonia miró al cielo y respiró profundo. Se notaba que su prima la irritaba más de la cuenta. Desde jóvenes no se llevaban bien, pero las dos se casaron con los hermanos Bautista y emparentaron más. Una vez que se calmó le tocó el hombro a Amalia e hizo que nos detuviéramos frente a la tienda de telas—. Pero esa madre te tocó y ni modo. Espero, jovencito, que cuando se la lleve con usted no la tenga viviendo así —me dijo directo. Doña Antonia era de esa clase de personas que sabes que te están regañando o advirtiendo, pero que lo hace de una forma tan amable que es imposible ofenderse. —¡De ninguna manera! —dije sin detenerme a pensar. Amalia se giró hacia mí y su impresión fue obvia. «¿Qué se imaginaba? Éramos novios oficiales, había obtenido con bastante vergüenza el permiso de ser su novio, el siguiente paso era casi obligatorio, ¿o no?», pensé. —Entonces ¿sí tienes pensado llevarme contigo? —me preguntó entre dientes. El nerviosismo llamaba a la puerta, pero fui capaz de controlarlo… un poco. Doña Antonia también aguardaba mi respuesta. Di un paso hacia Amalia y hablé: —Solo… solo si tú quieres. Pero todo bien hecho, con fiesta y podemos sacrificar unas vacas, ¿o prefieres puercos?... Lo que sea… Se hará como debe. ¡Las frases incompletas otra vez! Si hubiera podido, me daría un buen jalón de oreja. —¿Tienes casa? —me interrogó doña Antonia, salvándome de mi torpeza—. ¿Te heredaron una tus padres? —No me heredaron, pero cuento con un terreno en la capital, señora. Lo compré con lo que me pagan por la venta de calzado allá, y ya estoy ahorrando para construir. —¡En la capital! Bien, es buena idea salir de este pueblo que no tiene más que polvo y gente chismosa. A todo eso ¿cuántos años tienes? —Diecinueve. —Pues te felicito, hija —la llamaba así de cariño—. Por lo que veo tendrás una vida decente a lado de este muchacho. —Me dio una palmadita en la espalda y después se giró hacia la tienda de telas—. Voy a comprar encajes, no tardo. No se vayan a perder. —Volteó un breve instante para mostrar su sonrisa y después cruzó la calle. La aprobación de doña Antonia de pronto se volvió importante, el interés por la estabilidad de su sobrina fue mayor que el de doña Felicia y me hizo sentir satisfecho de que diera su visto bueno. Nos encaminamos hacia una banquita de madera y al estar solos aproveché la oportunidad. —Me gustaría invitarte a comer mañana a mi casa. —¡¿A tu casa?! —Sí, con mi familia. Me tomó desprevenido su reacción: como de desagrado. —¿Te incomodó? Podemos dejarlo para más adelante… —¡No! —me interrumpió, abriendo más los ojos y levantó una mano—. Está bien, acepto. —Gracias. Iré por ti cuarto para las dos. Ella solo sonrió y yo colé mi mano a la suya. Los dos temblábamos como niños haciendo travesuras. La gente que pasaba y nos veía de reojo seguro ya sabía sobre nuestra relación, las noticias corrían como río en tiempo de lluvias en un pueblo tan pequeño, pero me sentía raro y presentía que ella también. Las nuevas experiencias pueden causar miedo y preocupación, pero no dejan de ser adictivas. Sé que debí hacerlo, lo ansiaba tanto, pero una vez más no fui capaz de besarla. De solo imaginar un rechazo o que volteara la cara… ¡No!, no iba a ser capaz de soportarlo. Así que el beso se daría cuando la supiera más segura. Llegué quince minutos antes de la hora marcada a su casa, para mi sorpresa ella salió justo cuando Genovevo, mi caballo, paró frente a su puerta. Recuerdo que cuando me lo regalaron le puse ese nombre porque, si iba a tener un caballo, tendría un nombre igual de desafortunado que el mío. Ese día dejé que Rogelio me dijera qué ropa ponerme, a él le molestaba que vistiera tan “simplón” y le seguí el juego, incluso me puse el sombrero n***o y el corbatín que me obsequió. A decir verdad, me sentía exagerado por lo formal y diferente que fui. Mi hermano mayor era más inclinado a cuidar la apariencia que los demás y yo lo respetaba demasiado. Amalia estaba allí, de pie, con su rebozo cubriendo sus hombros, cargando una canasta. Cada vez más hermosa. Se trenzó el cabello, lo enrolló y lo decoró con listones rosados, como el tono de su bonito vestido. Me bajé y la vi quedarse tan quieta que creí que algo le pasaba. Sus mejillas se pusieron tan rojas que el color le llegó hasta las orejas, así que aceleré el paso porque supuse que la asustó Genovevo. Dos de sus hermanos abrieron la puerta, se asomaron y comenzaron a burlarse, con eso Amalia regresó en sí y los reprendió para que se metieran. —Una de mis tías se quedará a cuidarlos —me informó cuando estuve frente a ella—, pero no le hacen mucho caso. —Movió un poco su cabeza como si con eso se quitara los pensamientos de sus hermanos y me regaló una tierna sonrisa—. Así que tienes caballo. —Sí. Es un holgazán que solo sabe comer y dormir, no le tengas miedo. —No te preocupes. Le ayudo a mi padre a cuidar a los animales, tenemos guajolotes, gallinas, pollos, cerdos y caballos. —Oh, esa es una buena noticia… La de que estás acostumbrada a tratarlos —aclaré enseguida. —Pero no tengo caballo; no uno que sea mío —resopló y sospeché que fue de alivio porque incluso vi que su frente sudaba—. ¿Nos vamos? La ayudé a subir y se sentó de lado como las señoritas. Luego subí yo y le pedí que se sujetara de mí. Sentir sus manos nerviosas rodeándome fue un regalo que se quedó marcado en mi memoria. Fuimos conversando todo el camino. Anduve despacio para que tuviéramos más tiempo y porque lo último que quería era provocarle un susto. Llegamos cerca de mi calle y en cuanto dimos la vuelta vi a Rogelio afuera de la casa. Estaba parado, con la cabeza muy gacha y concentrado en sus pensamientos. Me bajé lo más cuidadoso que pude y sostuve firme las riendas para que Genovevo no se moviera. —¿Pasó algo? —le pregunté enseguida porque cuando levantó la cara reconocí esa expresión: cargaba una preocupación y para que eso pasara era porque de verdad se trataba de un asunto importante. Rogelio relajó los hombros y me respondió: —Los Carrillo dejaron claro que no van a darle a nuestro padre el terreno que le toca, no piensan negociar y se han apropiado de todo. Vamos a tener que ir con el alcalde para que arregle el problema. —Nuestro padre debería olvidarse de esas tierras. Mi hermano hizo un gesto de rechazo. —Son lo bastante grandes como para alimentarnos todo el año y te toca una parte por derecho. Van a servirte para darle a tu familia una vida decente. —Hasta ese momento fue que Rogelio reparó en Amalia y cambió el rumbo de la conversación porque era fanático de la discreción—. Pero ya hablaremos después. Veo que traes una bella compañía. Orgulloso ayudé a bajar a mi novia. ¡Novia! Era mi novia y seguía sin creerlo. —Seguro ya conoces a mi hermano mayor: Rogelio. —Un placer volver a coincidir, señorita. Espero que mi hermano sepa comportarse como es debido, de no ser así solo dígame y lo meteré en cintura. —No habrá necesidad. Su hermano es un buen hombre, un rasgo de familia según me han dicho. Amalia hizo, con solo una sencilla frase, lo que otras señoritas que mis hermanos cortejaban no habían podido lograr: ganarse a Rogelio a la primera. Lo vi levantar ambas cejas y con eso lo supe. —Pasen a la casa —nos dijo con un movimiento de mano—, ya están sirviendo. Amarré a Genovevo afuera, le acerqué agua y después ayudé a Amalia con la canasta. Mi hermano le dio el brazo. Los tres entramos a la casa y Rogelio la dirigió al comedor teníamos pasando la sala. Allí estaban mis padres, mis cinco hermanos, mis cuatro cuñadas, mis siete sobrinos y dos hermanos de mi padre: Celestino y Heriberto, que se atrevió a invitar porque los consideraba en cada evento que tuviéramos, por pequeño que fuera. Todos voltearon a verla en cuanto mi novia pisó el lugar. Todos la inspeccionaron de arriba abajo. Mi casa era amplia, bastante amplia, pero fue como si se hiciera más pequeña y veía todo más lento. Cada expresión, cada movimiento de boca, cada respiro podía verlo a detalle y temí que ella se sintiera igual que yo. —Buenas tardes —saludó cortés Amalia. Su control y calma me impresionó porque otra en su lugar encorvaría los hombros. Mi familia completa le devolvió el saludo casi al mismo tiempo. —Pasa, siéntate —le ofreció mi madre y apuntó hacia una silla que estaba a un lado de la que yo solía ocupar, mientras colocaba una olla de barro justo en medio. El vapor salía, esparciendo el agradable olor de los frijoles recién hechos. El comedor de madera era para doce personas, pero pusieron una mesa extra. Teníamos que comer juntos, era la costumbre en casa. Rogelio se apresuró a jalar la silla para que ella se sentara. —Señora, traje chiles rellenos de quesillo y flor de calabaza. Comprendí que eso era lo que llevaba la canasta y me acerqué hacia la cocina para dejarla. Por suerte podía seguir escuchando la conversación. —¿Tú los hiciste? —le preguntó mi madre. —Mi madre ayudó también. Está muy agradecida por la invitación y le envía sus saludos. —Dile a Felicia que no debió molestarse. Gracias. Sancia, la esposa de Gerónimo, se apresuró a ayudarme con la canasta. Degustamos en silencio lo que mi madre y cuñadas prepararon y también lo que Amalia llevó. Una vez que terminamos, las preguntas dieron inicio. —¿Cuántos años tienes? —comenzó mi madre. —La próxima semana cumplo dieciséis, señora. ¡Su cumpleaños sería pronto y yo no lo sabía! Era urgente conseguir un buen regalo porque me tocaba regresar a la capital en solo diez días. —Pareces de dieciocho. ¿Terminaste la primaria? —Sí… —respondió y noté su vergüenza en su expresión—. Quería estudiar más, pero ya no… me fue posible. —Bueno, con mi hijo no te faltará nada, eso te lo puedo jurar. Mi madre hablaba como si tuviéramos ya un compromiso o una boda en puerta. —Si ella quiere seguir estudiando —me atreví a intervenir—, la puedo ayudar a que lo haga. —Creo que eso ya no es necesario, los hijos te quitan todo el tiempo. Pero seguro ya sabes cómo es el asunto —se dirigió a Amalia, haciendo hincapié sobre sus obligaciones en casa. Una vez que mi madre empezaba con el discurso de tener hijos, era difícil pararla, por lo que Rogelio, con una seña discreta de mi padre, ayudó a evitar que siguiera. —Madre, creo que primero deben comprometerse. Solo espero que el flaco no se tarde tanto, quiero estrenar pronto las botas que me llegaron. —¿Otras botas? —lo cuestionó incrédula Pía, su esposa, más sorprendida que feliz. —Nunca son suficientes botas. Las risas que se dieron terminaron con el incómodo interrogatorio. Mis familiares continuaron haciéndole preguntas a Amalia durante una hora más, pero fueron tan casuales que ni siquiera las recuerdo. La despedida se dio con más confianza, y cuando salimos de mi casa sentí que respiraba de nuevo. —¿Podemos regresar caminando? —pidió Amalia y se envolvió en su rebozo rosado porque el frío se empezaba a sentir. Allí comprobé que no le gustaba montar. Genovevo seguro no extrañaría cargarnos a los dos. Acepté enseguida porque cuando cerraba la puerta de su casa y dejaba de verla me daban unas ansias tremendas de jalarla y no dejarla ir. Anduvimos a pasos calmados hasta que llegamos a la casa abandonada donde le pedí que fuéramos novios. Ella quiso que nos detuviéramos. —Espero que te haya gustado visitar mi casa —le dije porque me era imposible quitarme de la cabeza la sesión de preguntas por las que la hice pasar—. Lamento tanta conversación, ellos no son de los que molestan, solo te querían conocer porque… Yo tan distraído, sin verlo venir, ni siquiera sospeché lo que venía. Ella se puso de puntitas, cerró los ojos y ¡me dio un beso! Solo así abandoné el discurso que me tenía embobado. Seguro mis ojos se abrieron de par en par y me vi como un completo novato. Fue un ligero roce de nuestros labios, pero fue suficiente para mí. —Me pareció encantadora —habló, usando una voz más confidencial y entrelazó una mano con la mía—. Gracias. Solo pude sonreír, ¡así, como mudo! Sonreí y no dije más. Las palabras no querían salir y preferí mantenerme callado antes de decir alguna incoherencia. Dejé a mi novia en su puerta y regresé a la casa con la mente en las nubes. Al llegar, encontré a mi madre esperándome sentada en su sillón de siempre. —¡Sh! ¿A dónde vas? —me dijo sorprendida porque la ignoré. —A mi cuarto. Quiero cambiarme esta ropa. —No te vayas. Antes tengo que darte mis impresiones. —Hizo una seña para que me sentara en el sillón que tenía enfrente. Obedecí porque así tenía que ser. —Te escuchó. —Pero en realidad no la escuchaba del todo. Mis tripas revueltas me recordaban nuestro primer beso, ¡mi primer beso de verdad! Años atrás besé a una niña en la escuela, pero fue un juego infantil que terminó con un tremendo regaño; esta vez lo sentí desde la cabeza hasta los pies. Mi madre movió la cabeza de arriba abajo, como pensando. En ese momento a mí no me interesaba su crítica por más dura que fuera. —Está bien, lo acepto, me gustó. Se nota que sabe lo que quiere. Tiene buenas caderas, será buena pariendo a mis nietos. Es bonita, no tanto como Pía, pero creo que es aceptable, y también es de buena familia. Felicia no me agrada, pero podemos convivir cuando toque hacerlo. ¡Ni siquiera podía creer lo que mi madre dijo! ¡Ella reconociendo que una mujer le gustaba para nuera! Con cada una que pasó por su juicio fue poco cuidadosa al expresarle a mis hermanos sus pensamientos. —¿No hay comentarios en contra? —Solo uno. —Se puso de pie y se me acercó—: le pone demasiada sal a la comida. Los dos reímos. Ella sabía cómo hacerme regresar a la niñez otra vez. Las madres tienen ese precioso don que me sabía reconfortar. —A mí me parece más que buena —le rebatí en broma. —Ah, pues tú eres el que se la va comer todos los días, así que por mí no hay problema. —Sus ojos comenzaron a verse vidriosos. Jaló uno de mis brazos y me abrazó—. Hijo mío, has elegido bien, y por lo que veo estás enamorado, si no fuera así, seguirías encerrado en tu cuarto estudiando todos esos libros que traes. —su voz se quebró y me apretó más fuerte—. Ya eres todo un hombre y estoy orgullosa de ti. La emoción del beso era grande y cegador, pero ese abrazo de mi madre se le parecía bastante en cuanto a emoción.
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