Algo contigo

2374 Words
Sebastián, ¡ese hermano mío!, el más libre y al que siempre se le juzgó como el rebelde. Tenía que enfrentarme a él y durante el regreso mi corazón latió desquiciado y sí, era por los nervios, ni siquiera lo negaré. En cuanto llegué a casa lo encontré en la entrada, me estaba esperando y por su cara supe que lo sabía. Apenas me vio se adelantó y yo me quedé parado como a tres metros de él. Sus pasos resonaron fuerte sobre el polvoso suelo, pero no iba a verme flaquear. —¡¿Es cierto lo que dice Filemón?! —preguntó casi gritando. Filemón era su mejor amigo, un chismoso de primera y el que me delató. Así de rápidas corrían las noticias en ese pequeño lugar. —¿Qué te dijo ese metiche? —respondí con una seguridad que no reconocí. Él era menor, pero su temperamento muchas veces me rebasó y le daba el lado para no discutir. —Que pretendes a Amalia. El muy igualado no mostraba respeto por nadie y eso sí logró irritarme. Comprendí enseguida el porqué lo rechazó. —Es correcto —afirmé y me envaré para esperar lo que venía. Mi hermano se giró, como intentando pensar. Se veía de verdad ofendido y luego de un momento regresó a encararme. —¡Con que saliste muy cabrón! Aprovechaste que la dejé ir para ir corriendo tras los favores del alcalde. ¡Vaya!, bien dicen que gato tonto, brinco seguro. Su insinuación logró hacerme enfurecer y di un paso hacia adelante, pero me distraje porque la puerta se abrió y apareció Paulino, el menor de todos. Su actitud burlona, en ocasiones inconveniente, resultaba muy fastidiosa. Se acercó a nosotros en dos zancadas, posándose a lado de Sebastián. —¡Uy! Te la quitaron en tu cara —se mofó con una sonrisa de oreja a oreja. Deseé poder darle un buen golpe para que se fuera. —¡Mejor ni te metas! —le advertí. —Yo que tú por lo menos le metía una buena revolcada. Te ayudo si me das tu cena —le ofreció a Sebastián, ignorándome de manera descarada. —¡Cállate, no es tu asunto! —intenté reprenderlo, pero solo logré que los dos se rieran de mí. Estaba dispuesto a armar un escándalo para que me dejaran en paz, cuando de pronto salió Rogelio porque Paulino no cerró la puerta. Él era el mayor, el fuerte, el ejemplo y el que representaba la figura paterna que nos hizo falta en las ausencias de mi padre. —¿Por qué tanto ruido? —dijo con voz firme. En cuanto nos inspeccionó supo el motivo de la discusión—. ¿De verdad se van a pelear por mujeres? ¿Ese es el ejemplo que se les ha dado? Los tres nos quedamos quietos. —No —le respondió Sebastián y bajó el rostro. —No —lo secundé. Rogelio caminó hasta Sebastián, con esos pasos lentos y sus botas crujiendo sobre la tierra. —Esta vez perdiste, ¡acéptalo! Así que dense la mano y deja el tema por la paz. —Lo apuntó severo con un dedo—. Te recuerdo que hoy vas a ver a la hija de los García. Ahórranos a todos un espectáculo cuando no te queda. —Luego caminó hacia mí y se puso justo enfrente. Él sí que intimidaba como pocos—. Y tú, que sea la última vez que pones los ojos en la mujer de otro de tus hermanos o te las verás conmigo. No podía sostenerle la mirada y por dentro me confirmé que no iba a volver a suceder, no porque no quisiera, sino porque mis ojos ya no podían prendarse de alguien más. —No volverá a pasar —susurré. Él levantó un poco su sombrero para que pudiera verle la expresión. —Así está mejor. Y más te vale que mañana regreses con la feliz noticia de que no te mandaron al carajo. Has que valga la pena tu atrevimiento. —Pero papá dijo… Enseguida me interrumpió porque detestaba que le rebatiéramos. —Lo que tu papito dijo no importa, esto es entre tú y yo. —Con su mano se señaló y después a mí—. ¿Te quedó claro? Solo pude asentir. Rogelio no se andaba con rodeos si de castigos se trataba. Nos dimos la mano y de esa manera terminó el asunto. Sabíamos que la hermandad valía más que cualquier otro problema que se presentara, y eso incluía conquistas robadas; una falta que nunca me arrepentí de cometer. Fue nuestra primera cita oficial la que se clavó en mi mente para siempre. Allí quedó establecido que mi corazón iba a pertenecerle hasta que dejara de servir…, a pesar de todo lo que pasó después. Mi madre eligió mi ropa y yo me sentía muy tonto porque no me agradaba vestir todo de blanco. Elegí dejar al caballo en la casa porque lo consideraba muy invasivo. Ir a pie servía también para iniciar con una conversación. Llegué a casa de Amalia quince minutos antes porque no quería que creyera que era informal. Volví a llevarle un detalle, pero esta vez no me equivoqué. Cuando mi estrella salió, un suspiro se escapó de mi boca sin mi permiso. Su larga trenza color azabache enmarcaba sus hermosos ojos que tenían esa pizca azulada que aparecía según la luz. Amaba la piel de su rostro, era tan tersa que me provocaba acariciarla. Su vestido color verde oliva largo hasta el tobillo le proporcionaba un encanto que solo alguien con su porte podía presumir. Confirmé allí que sus padres no escatimaban en su ropa porque las sandalias que llevaba solo se conseguían en la capital del estado y a un alto precio. Yo lo sabía porque nos dedicábamos a la reventa de calzado. Antes de irnos se asomó su hermano menor: Lázaro. Y fue un fuerte grito de doña Felicia lo que logró hacerlo entrar. Ese niño era una criatura que con solo verlo inspiraba ternura. Desde que los conocí supe que era el consentido y al que más amaba Amalia. —Para ti —le dije y le entregué las gardenias que compré dos esquinas antes. —Le agradezco, ingeniero. —Sus mejillas se cubrieron de un rojo precioso. —Esteban, dime Esteban, y puedes tutearme. Ella no respondió, pero la sonrisa que me regaló confirmó que estaba de acuerdo con iniciar esa clase de confianza. —Vamos a estar acompañados… por esta ocasión —comentó avergonzada—. Mis padres no quieren cometer el mismo error que la otra vez. Supe enseguida que se refería a la cita con mi hermano. —Me parece que es adecuado —mentí. En realidad, quería compartir el momento a solas, pero no quedaba otra opción. Caminamos hasta el teatro del pueblo, que se situaba a quince minutos de su casa. Gracias a que se hacía de tarde, el sol no fue una molestia. El amplio recinto era una construcción cercana a la alcaldía y que se consideraba la más bonita de todo el pueblo. Los arcos altos de piedra de la entrada le proporcionaban un aire extranjero, supongo que por influencia de los conquistadores. Por esos años la luz eléctrica todavía no nos llegaba al ser un pueblo considerado pequeño y sin importancia, pero se alumbraba todo con faroles con mecheros de gas. La gente se ponía sus menores prendas para disfrutar de los eventos musicales que siempre se llenaban; esa ocasión no fue la excepción. Nos permitieron entrar sin preguntarnos ni siquiera los nombres y enseguida encontramos a tres de sus amigas con las que estaríamos. —Mira, te presento, ella es Isabel. —Atrajo a la más alta con un movimiento de su mano. Isabel en realidad era su media hermana, ambas tenían la misma edad, pero se trataban como amigas y siempre supe que se querían de verdad. El orgullo de Amalia le impedía reconocer el lazo sanguíneo a pesar de que todo el pueblo lo sabía. Su padre era conocido por dejar hijos ilegítimos. Incluso se podía decir que se parecían en algunos rasgos de la cara. —Mucho gusto —la saludé. Ya la conocía, pero quise ser cortés. —Erlinda, mi prima —continuó con la siguiente muchacha. A ella la había tratado muy poco. La consideraba una persona muy ruidosa porque se reía sin tapujos. —El Quiroga que menos imaginé —se rio y me dio la mano. —Y ella es Celina, aunque le decimos “la Chule”. En cuanto la tercera muchacha se acercó para saludarme, la reconocí. Celina era la joven con la que mi madre insistía que saliera, pero me negué tanto que terminó por aceptarlo. Ella era hija de los oreros, una mujercita muy reservada y que transmitía tranquilidad, como si fuera una clase de cualidad. Aunque no llamó mi atención y menos para posible esposa. La percibía como alguien frágil y fácil de ofender. Una vez presentados, ocupamos los cuatro asientos de la primera fila que nos reservaron a petición del alcalde. En la tarima los músicos ya estaban listos para dar comienzo. Ahí comprendí a lo que se referían cuando remarcaban los beneficios que proporcionaba el puesto de su padre. Jamás olvidaré la manera en la que brilló el rostro de Amalia cuando la voz de la cantante que admiraba se escuchó. Fue como si ella se sintiera arriba del escenario, haciendo dupla con la artista. Es en momentos como esos donde los sueños quedan tan expuestos que, si fuera posible, se podrían palpar. La primera melodía, romántica y lenta, fue la que acabó por enterrarme en ese hechizo de amor. La sentí como si la prodigiosa cantante la interpretara para nosotros, como si solo existiéramos los dos. Tenía que decirle algo, lo que fuera, pero no fui capaz. Esas cuatro mujeres sí que sabían divertirse y no podía llevarles el paso. Se reían, conversaban y no me atrevía a intervenir. —Así que —me habló Amalia luego de tenerme a su lado más de una hora en silencio—. A parte de ser ingeniero, chaperón y muy callado, ¿qué te gusta hacer? Preocupado rebusqué en mi cabeza, por esos días era un hombre de gustos muy sencillos, por lo que contaba con pocas opciones para impresionar a las damas. —Toco la guitarra —le respondí y al ver su mueca me lo dijo todo: se sentía complacida con la respuesta—. Es uno de mis pasatiempos favoritos. —¡Vaya!, eso no lo esperé. Pero sí, pareces del tipo de hombre que toca la guitarra mientras bebe un par de tequilas, de los que sufren en las cantinas a lado de su único amigo y todo eso. «¿Cómo supo que solo tenía un amigo? ¿Tan transparente me veo?», pensé. Aproveché que en ese momento las acompañantes ponían su atención en el apuesto cantante que nos deleitaba, y colé mi mano hacia la suya. ¡Lo sé!, un movimiento muy atrevido, pero las vacaciones terminarían en menos de dos meses y quería abandonar el pueblo con el compromiso formalizado. Ya apoyaba la prisa de mi madre. No quedaban dudas, ¡era ella con quien quería pasar la vida! Sé que fue demasiado rápido, que debí contemplar más opciones, pero el amor me pegó muy duro y fui incapaz de negarme a él. Además, por esos tiempos no se consideraba indebido hacerlo así. Amalia aceptó mi mano. ¡La aceptó! Y deseé poder saber lo que pensaba, porque tenía claro que no le era indiferente, pero necesitaba confirmar que sentía interés por ir más allá conmigo. —Esteban Quiroga, el ingeniero que toca la guitarra. —Me miró de reojo y esbozó una media sonrisa—. ¿Tienes un segundo nombre? ¡Oh no! Tratar ese tema era vergonzoso y quise cambiar el rumbo de la conversación, sin obtener éxito. Ella supo que algo le ocultaba y ahí fue la primera vez que sospeché que una vez que se le metía una duda ya no había manera de moverla. —¡Anda!, dime tu segundo nombre. —Me dio un leve codazo—. Me gana la curiosidad. —¿Eres muy curiosa? —pregunté en voz baja. Podía sentir el sudor corriendo por mi frente y en ese momento recordé las palabras de Rogelio. Necesitaba ser más abierto para evitar un rechazo. —Bastante —respondió y llevó su mano a su barbilla. Vaya que sí era curiosa, y directa también. Tan auténtica que daba miedo. —A decir verdad, no es mi segundo nombre, es el primero. —¡Ahí iba la confesión que me ruborizaba!—. Mi madre quería que me llamara como el abuelo, pero debo decir que es… singular. —¿Y cuál es? —Toda su atención estaba puesta en mí. —Está bien, lo diré. —Suspiré y me acomodé en el asiento—, solo no te rías. Es Selso. Selso y con “s”. Además, lo escribieron mal. —¡Selso Esteban! —Amalia ni siquiera dudó en soltar una carcajada. —Te dije que no te rieras —le reclamé, pero su risa me contagió y logró calmar mis nervios. —Perdóname, es que es gracioso. —Puso su mano sobre la mía—. Pero está bien, en serio. Podría ser mucho peor. —Quisiera preguntarte una cosa —intervine con una seguridad renovada. Por dentro me temblaban hasta los dientes e intenté parecer confiado. Cuando vi que asintió, continué—: ¿El apellido Quiroga… qué te parece? Me refiero a… si crees que se acompaña bien con tu nombre. Ni siquiera se detuvo a pensar la respuesta y tampoco se mostró incómoda. Con eso ya tenía un gran punto a mi favor. —Todavía no lo sé. Pero te lo diré si decides invitarme a salir otra vez. Nos miramos directo. En ese punto ya nada importaba, ni la gente, ni la música, ni sus chaperonas, ni mis temores. Necesitaba hacerme de una alianza para estar preparado para cuando se diera la oportunidad de proponerle matrimonio.
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