Si tú me dices ven

2105 Words
—¡No hay permisos! Se les dijo desde el principio de año —me reprendió el director de la escuela cuando intenté faltar tres días. Yo estaba dentro de su oficina que olía a medicina y provocaba terror en más de un estudiante. El hombre era tan temible, a pesar de ser de baja estatura, porque sabía controlar a las masas, y más a un estudiante considerado prudente. —Señor… —quise excusarme, pero cuando vi que él se levantó de su silla y me señaló hacia la puerta, me quedé sin palabras. —¡Nada! Espero no tener que repetirlo. Ahora entre a su clase. Ese fue el único esfuerzo que hice por irme a mi pueblo. Solo pedí dos días. Sería una escapada rápida para ver a Amalia y comprobar que estuviera todo en orden. Tampoco es que fui muy insistente y con la negativa continué con mis rutinas como de costumbre. En los días siguientes salí tres veces más con mis amigos. Miranda nos acompañó junto con sus amigas por invitación de Ermilio. Confieso que su compañía se sentía bien y percibí una leve inclinación hacia mí. Ella era educada, de buena familia, bonita y de sentimientos nobles. Debía tener sumo cuidado porque si me atrevía a darle señales de querer algo más me ganaría la censura de quienes nos conocían a los dos. Las cartas entre Amalia y yo eran lo único que me alejaba de la idea de cortejarla, y también porque sabía que a mi madre no le caería bien una noticia así. A pesar de que no me sentía convencido, se volvió necesario tener que renunciar a esa posibilidad, y me negué a volver a salir con Ermilio si invitaba a su antigua vecina. Poner distancia era la mejor decisión por respeto a mi novia y a la misma Miranda. Así, me concentré al máximo en mis estudios y en la construcción de la sería nuestra casa. La caja de las cartas se llenó y tuve que conseguirme otra. El tiempo pasaba y con sus dulces palabras en el papel pude soportarlo. Me permití emocionarme cuando ya solo faltaban tres semanas antes de mi viaje donde me comprometería, cuando de improvisto llegó una carta que lo cambió todo. La abrí preocupado en cuanto el cartero me la dio porque fue Rogelio quien me escribió y sentí una corazonada: Hermano, temo ser de nuevo portador de malas noticias, pero es un mal necesario. Nuestro tío Heriberto recibió un disparo en las costillas. Dicen que fue un accidente, pero todavía no encuentran al dueño del fusil que lo hirió. El alcalde mandó a que lo buscaran para hacerlo confesar. Nuestro tío es fuerte y sobrevivió, por fortuna, pero se encuentra delicado. Mi madre me pide que te avise que es mejor que no vengas en diciembre. Nosotros te diremos cuándo es seguro venir. Yo no creo en accidentes, es mejor investigar bien. Era verdad que mi tío Heriberto se consideraba alguien poco amigable, pero no se metía en problemas jamás. Enviudó muy joven, no tuvo hijos y no se volvió a casar. Vivía en una casa un tanto alejada del pueblo y solo salía cuando mi padre se lo pedía porque era el hermano que más quería. «¿Por qué alguien querría herirlo?», me pregunté pensativo, dando vueltas en el corredor. Apreté la carta sin darme cuenta, y cuando vi el papel estrujado en mi puño, supe lo que tenía que hacer. Esa noche me fui a la cama, decidido a actuar de una vez por todas. ¡Llegaba el momento de tomar decisiones difíciles! Me levanté más temprano que de costumbre. El sol todavía no terminaba de salir. Preparé mi maleta, le dejé una nota a Florencio y salí de la casa. Quería abordar la primera salida del ferrocarril. Me dolió tener que abandonar mis estudios así, sabía que el director no dejaría pasar mi falta y seguro ordenaría mi expulsión. Pero una vez que me subí al tren y se escuchó el crujir de su arranque, dejé de pensar en las consecuencias. El trayecto duraría bastante, así que me acomodé para dormir un poco más. Si había algo que aborrecía, eran los viajes tan largos. Para mi mala suerte, los viajes largos me perseguían. Imaginé que cuando me casara con Amalia iría menos veces al año a mi pueblo con el pretexto de mis nuevos compromisos. Cuando por fin estuve en la carreta, el último transporte para llegar, me sentí aliviado porque cada vez faltaba menos. Pasado un rato saqué un libro para entretenerme, pero, de pronto, el cochero tuvo un descuido y la llanta del lado derecho fue a dar a un hoyo en medio del camino. Tuve la mala suerte de ir de ese lado y por poco y salgo disparado hacia el suelo, pero logré sujetarme de un poste. —¡Tremendo boquete! —me dijo sorprendido el caballero que tenía a un lado porque él también por poco y se sale. —Estuvimos cerca —respondí agitado por el susto. —Nicolás. —Me extendió amigable la mano. Gracias a su interrupción pude recobrar la calma y acepté su saludo. Observé que se trataba de un hombre joven, tal vez uno o dos años mayor que yo, de piel trigueña y ojos cafés. Su sombrero n***o llamó mi atención porque era de los más finos y porque su vestimenta sencilla desentonaba. —Esteban Quiroga. —¡Oh!, es cierto, a veces olvido que se debe decir el apellido. El mío es Moreno. Su voz me pareció tan agradable que no me fue difícil compaginar. —Moreno… —musité porque hice un leve esfuerzo por recordar de dónde me parecía familiar, hasta que caí en la cuenta—. ¿De los que hacen los Sombreros Moreno? —Esos mismos. Ya habíamos pasado el pueblo de donde era su familia, así que decidí seguir con la conversación para que el tiempo que faltaba se pasara más rápido, y porque no quería que vinieran a mí los pensamientos de mi fuga y sus consecuencias. —¿Vas de visita? —Sí. Voy a ver a mi novia. Solo nos hemos visto dos veces y quiero apurarme para pedirla a sus padres. —¿Cómo se llama ella? —En realidad no me interesaba saberlo, pero le pregunté por cortesía. —Celina. El nombre sí que me llevó a prestar atención y comprobé que los rumores eran ciertos. —¿Ramírez? —Cierto, el apellido. —Se rio—. Sí, es Celina Ramírez. Llevamos apenas unos meses. Mis padres conocen a sus padres porque nuestras mamás son primas segundas. —De pronto se me acercó un poco más y habló en voz baja—: Aquí entre nos, te diré que tuve suerte. A ella la tenían “apartada” para otra familia, pero dicen que el candidato se comprometió con otra mujer y por eso nos presentaron. ¿Conoces a Celina? Cuando caí en la cuenta de que hablaba de mí, sentí un frío que entró por mis pies y terminó por doler en mi cabeza. Su información estaba equivocada ya que todavía no me comprometía, pero me asaltó la duda de por qué jamás reparé en la falta que cometí con los Ramírez. Quizá fue porque mi madre suavizó la situación y seguro arregló todo sin darme detalles. Era necesario verme indiferente y abrí la boca con un esfuerzo extra porque no quería delatarme. —Sí. Es buena amiga de mi novia. —Entonces creo que estábamos destinados a conocernos. Quien sabe, tal vez hasta nos hagamos buenos amigos también. Nicolás sonrió y me dio una palmada en la espalda. Su camaradería y facilidad para agradar eran evidentes; dones de los que yo carecía. —Puede que así sea —susurré y giré a ver hacia adelante. La entrada de mi pueblo por fin se podía ver. Desde siempre he pensado que los lugares tienen aromas propios, y en el caso de mi pueblo lo relacionaba con la albaca porque era una planta que abundaba. ¡Era ese olor tan peculiar con el que me sentía de nuevo en casa! Me despedí con un apretón de manos de mi compañero de viaje, y con la pesada maleta fui directo a la calle Azáleas. En cuanto llegué toqué la puerta y fue Paulino quien abrió. Todavía no olvido su cara cuando me vio; no fue de gusto, sino de asombro. —¿Qué haces aquí? —me preguntó sin siquiera saludarme. Lo primero que hice fue entrar, luego dejé a un lado la maleta y volví a ver a mi hermano. —Supe lo del tío Heriberto. ¿Dónde está recuperándose? —En tu cuarto. —Señaló hacia mi habitación—. Papá se lo prestó porque no se puede levantar todavía. —¡Hijo! —escuché decir a mi madre que salió de la cocina y se abalanzó para darme un abrazo—. Le dije al cabeza dura de Rogelio que te dijera que no vinieras. —Es que salí antes de clases —mentí—. Perdóname que desobedecí, pero quería venir. —Ya no importa. —Se puso de puntitas porque yo era el más alto de sus hijos, acarició mi nuca y me miró con el cariño que solo podía expresarme ella—. ¿Quieres ver a tu tío? Le va a dar mucho gusto verte. Tu padre no está, salió con Jacobo y Anastasio a ver la siembra. No les está saliendo bien a tus hermanos… Pero ve, no te quito más el tiempo. Voy a regresar a la cocina porque todavía no termino la comida. Me encaminé a mi cuarto. Moví la puerta de madera lo más silencioso posible porque pensé que mi tío dormía, pero él me vio. —¿Esteban? —preguntó dudando porque tenía tapada la ventana. —Sí, soy yo —le confirmé y me acerqué hasta él—. ¿Cómo se siente? Mi tío se sobó la panza y se quejó por el dolor de la herida que la bala dejó. —Bien madreado. Me jodieron esos hijos de la chingada. Pero van a saber de lo que somos capaces los Quiroga cuando salga de esto. Su aseveración me tomó por sorpresa y quise indagar: —Tío, ¿sabe quién le disparó? —¡No! El muy cobarde lo hizo por la espalda cuando ordeñaba a la Pinta. —Su vaca—. Pero todos sabemos que fueron los Carrillo. —Se podía sentir el coraje en su gesto y su voz—. Esos cabrones quieren guerra, y guerra van a tener, ¡si lo digo yo! —Se necesitan pruebas para acusarlos. Mi tío resopló. —El pendejo de tu suegro es más lento que una babosa. —Todavía no es mi suegro —le confesé y bajé el rostro. —¿No? ¿Pues qué has hecho todo este tiempo? Se te va a ir la paloma si la enjaula otro cabrón. —Justo vine a pedirla. —¡Ah! Esa noticia me hace muy feliz. Aquí entre nos, teníamos pocas esperanzas en ti. Pero bien dicen que gato sonso, brinco seguro. —Volvió a quejarse de dolor y se dio media vuelta en la cama—. Me voy a dormir un ratito, hijo. Dile a Esperanza que me deje la comida para más tarde. Le deseé pronta recuperación y le di espacio para que descansara. Ansiaba hacer la visita que esperé por meses y ni siquiera avisé que salía. De nuevo mi caballo se quedó. Más tarde lo cepillaría. Anduve a pasos rápidos hasta llegar a la puerta que por tantas noches soñé que tocaba. Me abrió Lucas, como siempre con su cara de pocos amigos. —¡Vaya! Hasta que te apareces —me dijo en forma de reclamo—. ¿Vienes a ver a mi hermana? Él casi no me hablaba y me sorprendió que lo hiciera. —Sí. ¿Le puedes avisar? —¿Ya te la vas a llevar? —Sus ojos se llenaron de lágrimas cuando me preguntó, pero no las dejó salir. —Todavía falta para eso. —Más te vale. —Me señaló con un dedo y se metió a avisarle. Pasó un minuto y juro que pude sentirla antes de verla. Mi corazón volvió a acelerarse. ¡Allí estaba mi estrella! Tan única con sus trenzas, sus listones, sus bordados y su perfume. Solo un insensato podría tontear con otra teniendo una mujer que te hace sentir que puedes ver el mundo en su mirada.
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