Amar y vivir

3553 Words
Los siguientes días los recuerdo a pedazos, como entre nubes oscuras que difuminaron todo lo que pasó. De un día para otro, los Quiroga pasamos de ser una familia respetable a una de la cual había que cuidarse. La censura a la que la gente nos sometió fue devastadora para mi madre; incluso un par de amigas decidieron distanciarse de ella. Los Carrillo nos acusaron de ser culpables del homicidio de su patriarca; un señalamiento grave, y más porque el pueblo era lo bastante pequeño como para que la voz se corriera en horas. Lo primero que hice fue embriagarme hasta perder la consciencia, pero las reservas de la casa se agotaron a los cuatro días. Harto del encierro, tomé parte de los ahorros que tenía en mi maleta y me fui. El largo funeral de don Amadeo ya había terminado y yo cargaba con tremendas ganas de olvidar mi pena. Con el buen juicio fallándome, le pedí a Gerónimo que me llevara a la famosa “casa Martínez”. Mi hermano Gerónimo se casó a los diecisiete años con Sancia, la hija menor del carnicero Pedro. La embarazó en su primera cita y los casaron apenas la madre de ella se dio cuenta. Desafortunadamente el bebé no se logró, y creo que mi hermano cambió con esa pérdida. De pronto se preocupaba de más, y a sus dos hijos que llegaron después no los dejaba salir ni a jugar porque decía que podían lastimarse. A los veintiuno empezó a frecuentar la casa Martínez y ya llevaba tres años así. Por ese tiempo yo consideraba la infidelidad como un pecado grande, pero a mi hermano no le molestaba la idea de enredarse con alguna de las señoritas que brindaban sus servicios en ese alejado lugar. Sin que nadie me lo impidiera, perdí la noción del tiempo y gasté ese dinero en bebidas que tomaba como agua de tiempo. Recuerdo que ya entrada la noche estaba sentado en un banquito de la cantina. El cantinero me platicaba algo que no me interesó escuchar, cuando de pronto sentí que alguien detrás apretó mi hombro. Con un torpe movimiento llevé mi mano hacia el arma que cargaba en la cintura, pero estaba tan mareado que ni siquiera logré desenfundarla. Si los Carrillo querían matarme allí mismo, ni siquiera me iba a defender y lograrían su cometido. Y en un punto deseé que fuera así, que Ciro o cualquier otro se decidiera y me disparara allí mismo. —Tranquilo, amigo —me dijo una voz que reconocí enseguida. Solté la empuñadura porque sabía que no existía peligro. —¡Ah!, eres tú —le dije apático a Nicolás y me volví a mi trago. —Con que es cierto que aquí andas. —Me dio una palmadita en la espalda. —¿Cómo me encontraste? —le pregunté con pocas ganas de entablar una conversación. Nicolás tenía esa sonrisa llamativa que en ese momento odié que usara porque me obligaba a ser cortés con él. —Uno doble, por favor —le pidió al cantinero, se sentó en el banquito de al lado y se acomodó para verme de frente—. Verás, por lo que supe solo hay dos cantinas en tu pueblo, así que imaginé que estarías en una de las dos. Ayer fui a la que está cerca del centro y no te encontré. Hoy fui a la que está cerca de la entrada, y tampoco te encontré. Por poco y me doy por vencido, pero por suerte me topé con un amigo de tu hermano Sebastián, y él, muy amable, me dio la idea de buscarte aquí: en un putero que debo reconocer que es bonito. —Se rio triunfante y levantó un poco sus brazos. Enseguida supe que se encontró con Filemón porque a veces cantaba en las cantinas para entretener a los borrachos. —¿Y qué quieres? El cantinero le entregó su trago después de atender a una pareja que estaba a dos asientos de nosotros. De reojo vi que la señorita apenas y tenía ropa, y el hombre que la cargaba en sus piernas se sentía con la libertad de tocarla donde quisiera. Evité volver a verlos porque me asqueó el imaginar haciendo lo mismo a mi hermano que seguro se metió a algún lugar más privado. En realidad la casa Martínez sí era un bonito lugar a pesar de todo. El dueño lo mantenía pulcro y bien decorado. Imperaba el color rojo en los muebles y cortinas, y los empleados cuidaban su aspecto hasta en los detalles. —Cierta señorita está preocupada —continuó Nicolás—. No se ha sabido nada de ti en más de una semana. Pensar en Amalia me dolía porque trataba de alargar lo más que pudiera esa amarga despedida. —¿Más de una semana? —El tiempo para mí parecía avanzar con un ritmo distinto. —Sí, ya entramos en diciembre. ¡Diciembre! El mes que anhelé que llegara y que, sin que lo previniera, terminé odiando. —¿Ella te mandó a buscarme? —Allí fue cuando me di cuenta de que mi estrella seguía pensando que todavía éramos novios. —No. —Dio un buen sorbo a su trago y después clavó su mirada en mí—. Yo también quería saber si estabas bien. Pero me doy cuenta de que gastas el tiempo con mujerzuelas y emborrachándote. —¡Solo me emborracho! —Levanté mi vaso para que brindáramos. Llevaba tres o quizá cuatro días, no sé bien, yendo a la casa Martínez, pero en ninguno pedí la compañía de una mujer—. Ya me viste, completito de cuerpo. —Me señalé—. Te puedes ir. Nicolás ignoró mi petición y me tocó el hombro una vez más. —Esteban, el que se debe ir eres tú. Ve a casa, aquí no ganas nada, solo mala fama. —¿Para qué? ¡No! ¡Qué vengan esos cabrones! ¡Qué vengan todos y me disparen de una buena vez! —Me di dos golpes en el pecho, envalentonado gracias al alcohol que controlaba mis acciones y pensamientos—. Porque, ¿sabes qué? Esa noche, esa maldita noche que mataron a Amadeo Carrillo, también me mataron a mí. —Creo que hasta le grité, pero Nicolás guardó la compostura. No solo perdía a la mujer que amaba, sino también la posibilidad de terminar mi carrera por la que tanto luché. Era como si la luz de mi alma se apagara de un soplido. —No voy a preguntarte nada porque estás en malas condiciones, pero cuando te sientas mejor, ve a ver a tu novia, te extraña mucho. Dudé en decirle, después de todo no lo conocía bien, pero él era esa clase de personas que inspiran confianza, y lo hice, confié porque lo necesitaba. —Ella… —pronuncié apenas—. Ella ya no puede ser mi novia. Se acabó, Nico, ¡se acabó! —Fue allí donde por fin mi voz se quebró—. Y ni siquiera es mi culpa. Deseaba poder agarrar cada mueble a palazos, destrozarlo todo para así volver a unirme yo. Gracias a la calidez de Nicolás, pude contenerme. —Para serte sincero no comprendo por qué, tus razones tendrás. Pero si es verdad que su relación ha terminado, díselo de frente. Es lo menos que hace un hombre honorable. Una idea vino a mí y fue inevitable que saliera sin permiso. —¿Y los hombres honorables se roban a las mujeres? Nicolás negó dos veces con la cabeza. —Solo los que están desesperados. Pero una joven tan valiosa merece ser más que una esposa que se toma a la mala. —Sí, eso mismo creo yo… —Al menos opinábamos igual sobre la acostumbrada práctica de llevarse a las mujeres cuando los padres se negaban a dejarlas casarse con algún hombre que solicitaba su mano. —Si lo necesitas, avísame y te ayudo a conseguir un lugar donde los metiches no ronden. —Dio un vistazo al lugar, acomodó su fino sombrero y luego se puso de pie—. Sabes dónde encontrarme. —Gracias, Nico. Nos dimos un apretón de manos y después se fue. En ese momento caí en la cuenta de que me estaba convirtiendo en el espectador de mi propia vida, una marioneta a merced de otros. Un perrito al que se le pide la patita y la da sin rechistar. Nicolás tenía razón. Aunque me doliera, aunque quisiera evitarlo, debía hacer las cosas bien. Esperé un día más para poder descansar y reponerme de la larga juerga a la que me sometí. En cuanto me sentí mejor, envié un mensajero a la casa donde hospedaron a Nicolás, en la nota le pedía ayuda para que me pudiera reunir con Amalia. Él contestó enseguida. Nos veríamos a las seis de la tarde. Los nervios me controlaban mientras más se acercaba el momento, pero esos nervios no eran de aquellos que a pesar de todo se pueden disfrutar. Más bien eran unos que quitaban las ganas de respirar, que provocaban dolor de cabeza y asqueaban. Cuando faltaba media hora, fui en Genovevo hacia mi destino. Ni siquiera me tomé la molestia de avisarle a mis padres que saldría, de hacerlo me iban a interrogar y quizá terminaría por recriminarles lo que quemaba en mi garganta. Llegué antes de las seis a la casa que los padres de Celina destinaron como su herencia al casarse. En ese momento caí en la cuenta de que los Ramírez tenían más dinero del que presumían. La propiedad era de dos pisos y el terreno en el que estaba construido era amplio, contaba con un patio delantero y comprobé que también con uno trasero. La señorita que me abrió la puerta me indicó que pasara. Encontré a Nicolás parado frente al gran reloj que pusieron en el pasillo. Supuse que su prometida metió mano en su arreglo personal porque con el correr de los días portaba ropa cada vez mejor combinada, planchada y se veía nueva, incluso su sombrero ya no desentonaba. —Llegó antes que tú —me dijo susurrando y apuntó hacia adelante—. Está en la sala. Celina le dijo que quería verla aquí. Voy a salir a dar un paseo, y cuando el paseo termine… —Gracias por esto. —No lo dejé terminar. Yo tenía que usar ese valioso tiempo lo mejor posible—. Te lo voy a recompensar con creces. Nicolás se me quedó mirando conmovido. Él era más bajo que yo, pero con su control parecía ser diez años mayor a pesar de que apenas y me llevaba un año. —Recuerda que eres un adulto, y los adultos toman sus propias decisiones. Por alguna razón, los momentos difíciles parecían ir lentos, hirientes, oscuros. Saber que mi amada se encontraba a pocos pasos de mí hizo que me entraran las ganas de salir corriendo, irme lejos, huir del inminente fracaso. Aun así, me obligué a avanzar cuando la puerta de la entrada se cerró, y al verla sentada en una silla de madera, con su rebozo n***o que cubría su cabeza y sus hombros, pasé del enojo a la tristeza. Ella observaba el crucifijo colgado en la pared y me pareció que rezaba en voz baja. —Amalia —susurré para no asustarla. Ella me escuchó. Primero clavó sus ojos en mí y después se levantó para abrazarme. —¡Dios! —dijo entre mis brazos. Su cuerpo cálido logró que por esos segundos olvidara lo que fui a hacer—. ¡Por fin! Pensé que estabas en peligro, o enfermo, o que te fuiste lejos. —Estoy bien. —La sostuve con cuidado de los hombros para inspeccionarla—. ¿Tú estás bien? —Sí. —De pronto agachó la cara—. Pero escuché rumores y me asusté mucho. Dicen que tu familia mandó matar a don Amadeo. Dicen que los Carrillo buscarán venganza. Mi corazón empezó a acelerarse y sentí que mi barbilla temblaba. Quería llorar, pero luché para detener las lágrimas. —Ven, vamos a sentarnos. —La conduje hacia el sillón. Una vez allí, sentados lado a lado, tomé sus manos entre las mías. —Debes saber lo que pasó —continué, deseando que mi valentía no fallara—. Aunque me muera de vergüenza, lo tengo que decir. Mis padres… mis padres... ¡Ah! —Y la valentía sí falló, me abandonó cuando menos quería que lo hiciera. Lo siguiente que salió de mi boca ni siquiera yo lo entendí. Amalia me apretó una mano y puso la otra en mi mejilla. —¿Ya no quieren que seamos novios? Abrí los ojos de par en par porque ella lo adivinó antes. —Sí —dije en un quejido—, me han prohibido verte. —¿Por qué? —alzó la voz, sonaba entre preocupada y ofendida—. ¿Hay algo mal en mí? ¿En qué me equivoqué? ¿Puedo arreglarlo? —Tú no tienes ninguna culpa. —Negué con la cabeza—. Lo que está mal es… es… —¿Mi papá? Hasta ese momento no sabía si Amalia tenía conocimiento de lo que pasaba con los Carrillo, pero ese día me di cuenta de que sí, y quizá más de lo que hubiera deseado. —Tu padre y el mío tuvieron discusiones, pasaron más cosas, no se pusieron de acuerdo… —Ya —me detuvo con un dedo sobre mi boca—. Entonces es por eso y no porque te guste otra, o ya no te guste yo. —¡Eso jamás! Mi dulce estrella se quedó callada y pensativa, pero luego recompuso el semblante y me encaró. —Debo saber, ¿tú me quieres? Si me caía a pedacitos con solo pensar en dejarla ir, quererla era poco para lo que sentía. —Más que a mi vida. —¿Entonces por qué haces caso? Lo que pensé que desataría un llanto, terminó en coraje. La vi con los ojos encendidos de ira. —Fue una orden —pronuncié cabizbajo. Amalia soltó mi mano y se levantó del sillón. Me dio la espalda, dio un par de medias vueltas resonando sus pisadas, y finalmente se giró para verme. —¡No! Me niego. Yo me levanté también, impactado por su inesperada reacción. —¿Qué dices? —Me acerqué a ella para poder comprender lo que pasaba. —¡Lo que oíste! —dijo muy molesta, señalándome—. Primero me ilusionas, me cuentas todo eso de la capital y el terrenito, y ahora me dices que siempre no. ¡De ninguna manera! ¡¿Quién te crees que eres?! Sin que lo viera venir, me mostró una parte de su temperamento que le desconocía y que no sabía cómo enfrentar. —Pero… —¡Pero nada! —Levantó de nuevo la voz y me sostuvo de la camisa—. No te permito dejarme, así que no sé cómo le vas a hacer. Lo único que pude hacer fue sonreír. ¡Sí, sonreí! Lo hice y como pocas veces porque oírla decir todo eso me llenó de esperanza y la amé un poco más ese día. —Solo se me ocurre vernos solo así, en lugares… privados. Sería nada más en lo que pasa el problema de mi familia. ¿Estás dispuesta a aceptar eso? Ni siquiera lo pensó y me respondió: —Sí es la única manera, ¡acepto! Me acerqué un poco más a ella, tanto que nuestras respiraciones chocaban entre sí, junté sus manos y las aprisioné entre las más. —¿Estás muy segura? Sus bellos ojos me contemplaron y la sensación de paz que tanto me urgía recorrió cada parte de mi cuerpo. A su lado yo sentía que revivía. —Muy segura. Haría lo que ni siquiera imaginas con tal de tenerte conmigo. El recuerdo de las palabras de don Cipriano me asaltó. —¿Y si te comprometen con otro? Ellos se van a enterar tarde o temprano y tu padre aseguró que te podía casar con el mejor postor. —De eso me encargo yo, no te preocupes —sonó tan confiada que le creí. Nuestros labios se unieron en lo que pensé que sería nuestra ruptura. Nos besamos sin que hubiera mirones, escondidos de quienes querían separarnos. En ese instante recordé que debía emendar mi error. —Cuando las cosas se calmen, cuando estos problemas terminen y todo vuelva a ser normal, iré a tu casa y pediré tu mano como se debe, lo prometo. —Más te vale que cumplas porque ya tengo planes, y tú estás en ellos. El impulso me controló y mi boca liberó esas palabras que salían desde lo más profundo de mí. —Te amo, Amalia —se lo dije con toda la pasión que podía sentir. —Te amo, Selso Esteban —me respondió con la misma intensidad. Los dos reímos y nos dimos un último beso antes de que ella se fuera. Si íbamos a pelear por lo nuestro, sería unidos y convencidos de que era lo que de verdad anhelábamos. Yo me quedé porque quería agradecerle a Nicolás una vez más, y mi sorpresa fue ver que él bajó las escaleras un minuto después de que la puerta principal se cerró. —Lo siento, tuve que volver —se excusó—. Vi al tal Ciro a tres calles de aquí, parece que anda dando vueltas por el pueblo, y me preocupé por ustedes. Le pedí a un trabajador que cuando Amalia saliera la siguiera hasta su casa, solo por precaución. Y me vas a tener que perdonar, pero fue imposible no escuchar una parte de su plática. —Nicolás sonrió y me dio un leve codazo—. Vaya manera de convencerte. Se ve que tiene carácter. —Sí que lo tiene. —Sentí que me sonrojaba. —Como dije antes, una valiosa mujercita. No la dejes ir tan fácil. —Gracias, de nuevo. —Tu caballo está atrás, ve con cuidado. Es bueno que no andes desprotegido. —Con un dedo señaló mi arma. Me dio una palmada en la espalda y después me acompañó a la salida. Nos dimos un apretón de manos, y yo me fui con la cabeza llenándose de ideas para poder encontrarme con Amalia a escondidas. Tomé un camino diferente al acostumbrado para evitar una confrontación con Ciro. Si era verdad que buscaba pleito, conmigo no lo iba a encontrar. Dos días después llegó un mensajero con el aviso de que mi buen amigo Florencio me esperaba en la parada de las carretas. Tuve que leer dos veces la hoja para confirmar que se trataba de él. Me puse el sombrero, coloqué la montura de Genovevo y salí disparado en su búsqueda. Los mensajeros tenían la mala maña de tardar más de la cuenta en entregar los avisos, y seguro él ya estaba esperando. En cuanto llegué, lo reconocí. Él me reconoció también. Nos encontramos después de que amarrara a mi caballo. —Florencio, ¿qué haces aquí? —le dije extrañado, pero también feliz de ver una cara que no se volteaba para evitar saludarme. —Mi amigo, se te extrañó. —Me dio un rápido abrazo—. Ermilio es insoportable sin ti. —Vienes sudando. —Su frente brillaba por lo mojada que estaba—. Solo a ti se te ocurre traer tremendo abrigo. Era medio día y el sol brillaba intenso, tanto, que daban ganas de andar en paños menores. Florencio, sin embargo, tomó la desafortunada decisión de vestirse como si nevara. —Jamás me contaste del terrible clima que tienen por aquí. —Se pone mejor en las noches. Pero dime, ¿a qué debo el honor de tu visita? —Tengo buenas nuevas. —Se emocionó, aunque él no acostumbraba dejarse ver así tan seguido—. Convencí al director de que te diera una oportunidad. El abuelo de mi prometida lo conoce y le envió una carta donde le pedía el favor que no te diera de baja si te pones al corriente. —Levantó un poco su maleta—. Te traje los libros que vas a necesitar para hacer los trabajos pendientes. Es bastante, así que prepárate. —Esto no lo esperaba. —La emoción se notó en mi voz—. Muchas gracias. —Para eso estamos los amigos. Y aprovechando, ¿puedes llevarme a la posada más cómoda? El viaje sí que es cansado. —¿Posada? ¡Para nada! Vas a quedarte en mi casa. ¡¿Como que posada?! —Oh, no quisiera molestar. Solo pienso quedarme un par de días. —Ninguna molestia. Vamos. Caminábamos con Genovevo andando lento a nuestro lado. La conversación comenzó apenas dimos el primer paso. Me agradó ponerme al día sobre las noticias más importantes de la escuela. Poco a poco la alegría y esperanza regresaban a mí. Después de todo seguía con Amalia y mi amigo me ayudó a recuperar mis estudios. Antes de entrar a la casa vi algo que me paralizó. Parado en las tejas del techo y con sus alas calmadas, cantaba ruidoso un tecolote; ese que dicen que pregona la muerte.
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