Sueño de amor

4261 Words
—¿Tienes algún familiar o amigo en el que confíes como para pedirle un gran favor? —me preguntó serio Ermilio en la tarde del sábado. Yo me encontraba en la sala leyendo el periódico antes de irme a revisar la construcción de mi casa. Lo bajé cuando escuché su voz. —Tengo varios. ¿Por qué? Vi que estaba vestido con ropa formal: traje sastre café, zapatos recién pulidos y volvió a peinarse. Batallaba con su corbata mientras se dirigía a mí. —Debemos traer aquí a la mujer de Florencio y luego lograr que ellos consumen su matrimonio. Resoplé y después me reí de tremando disparate. —¿Quieres que Erlinda Bautista venga y luego la llevemos a un lugar poco digno para que tenga intimidad con su esposo? —Sí, eso quiero —lo dijo con tanta naturalidad que entonces le creí. —Es una estupidez. Bien Florencio podría reconocer frente al juez que consumó el matrimonio de manera privada y así arreglar lo de la anulación, pero eso destruiría la honra de su esposa en el pueblo. La señalarían y marcarían como una mujer que no llegó virgen al matrimonio. Ermilio se puso serio de nuevo, como si cambiara su personalidad con un solo botón que no podía encontrar en mí. —Pero es la forma en la que el Larrea va a desencapricharse de hacerlo su yerno a la fuerza. —¿Y luego qué? —Alcé una mano e hice ademanes porque me sentía contrariado—. Lo deja libre de eso, ¿qué va seguir? ¿Que lo maten? —El abogado hará esa parte. —Creo que lo harté porque sonó irritado—. ¿Vas a entrarle a esto o no? De todas las personas en las que confiaba, fue un nombre el que se instaló en mi mente. —Tal vez un amigo pueda ayudar, pero lo veo complicado. —Bien. —Abotonó su saco y se dispuso a irse—. Mándale un telegrama. —De pronto regresó un paso hacia mí—. ¿Sí llegan los telegramas allá? —Sí llegan, pero son caros y la gente no los usa muy seguido. —No importa. Lo pagaremos. ¿Mitad y mitad? —Lo pago yo. —Era lo menos que podía hacer—. ¿Qué quieres que le diga? —Dile que necesitamos que traiga a la señora de Fernández, que el abogado la necesita para tratar asuntos de su esposo. No le des más explicaciones. Roguemos porque funcione. —En el espejo que había en la pared se dio un último vistazo—. Odio que no tengan un maldito teléfono cerca. Sería mucho más fácil así. —¿A dónde vas? —No resistí más la duda de saber por qué se preparaba con tanto cuidado. Hasta sospeché que tendría un encuentro amoroso o algo así. Ermilio se paró orgulloso y sonrió. —Voy a ver al Tilingas. —Me apuntó—. Mientras, tú manda ese telegrama ya. —Buen viaje —alcancé a decirle antes de que saliera de la casa. Ese hombre me tenía preocupado por los arranques de valentía que estaba experimentando. Podía meterse también en problemas grandes si no cuidaba sus pasos. Obedecí lo que mi amigo pidió y mandé el telegrama a antes de viajar a la ciudad donde construía mi casa. Por dentro pensaba que su plan era un imposible. De ninguna manera don Evelio accedería. Pero cumplí porque me comprometí a hacerlo. Cuando llegué a mi futura morada y la vi, con tanto avance, sentí una emoción indescriptible. Ya solo faltaba ponerle las puertas y ventanas, y también unas tejas que le dieran buena vista. Deseaba que a Amalia le agradara. Más adelante le haría un patio igual de bonito que el que tenía Celina. Uno donde ella pudiera regar sus plantas y sembrar lo que se le viniera en gana, donde nuestros hijos correrían, y donde tendríamos románticos encuentros a la luz de la luna. Cada detalle que mandé a hacer fue pensando en ella, en mi amada. Los días pasaban y, como lo supuse, no obteníamos una respuesta al telegrama, ni siquiera una negativa. Fue a Nicolás a quien mandé la solicitud de ayuda. Él en poco tiempo se convirtió en un amigo inesperado, pero al que consideraba como leal y buena persona. La escuela, el castigo que el director me impuso y el trabajo de la zapatería me dejaba poco tiempo para escribirle. Pero ni eso evitó que Amalia y yo nos escribíamos todo lo que podíamos. Los desvelos no me detuvieron para contarle en el papel mi día, o mis pensamientos privados. Yo no poseía el don de la escritura, pero le decía lo que pensaba, así como salía. Amé cada hoja que ella llenó con sus bellas palabras, amé cada frase que decía entre líneas o de forma directa que me amaba. La amaba tanto que con solo pensarla era capaz de levantarme en las mañanas. Un mes transcurrió entre cansancio, tareas a montones y los avisos del abogado que trataba el caso de Florencio; del cual no obteníamos avances ni noticias alentadoras. Recuerdo bien que una madrugada de principios de marzo tocaron a la puerta. Supuse que Ermilio salió de juerga y regresaba borracho y sin llave. Volvieron a tocar, esta vez con más fuerza. Me ´paré de la cama a regañadientes porque tenía tanto sueño que mis ojos se negaban a abrirse por completo. —Me debes ya varios de estos favores, ¡eh! —le reclamé mientras giraba la perilla. Cuando vi a la persona que llamó, me quedé mudo por la sorpresa. Yo estaba en pijama, a decir verdad, solo tenía puesto los pantaloncillos. Hacía demasiado calor y allí solo vivíamos hombres, por lo que no me preocupé por cubrirme el torso. La mujer que tocó a mi puerta fue nada más y nada menos que la señora Antonia, quien tenía la cabeza cubierta con una mantilla blanca y los ojos tan abiertos que ni siquiera parpadeaba. Supongo que toparse con un hombre semidesnudo fue lo último que imaginó. —Doña Antonia, yo... —Traté de cubrirme con el perchero que para mi mala suerte estaba vacío—. ¡Pase, pase! La dejé entrar y corrí a mi habitación para ponerme lo primero que encontrara y así poder recibirla como se debe. Cuando volví al recibidor, no solo vi a doña Antonia. A su lado estaba otra dama que se concentró en el suelo. Nicolás las acompañaba como un guardián. Tuve que acercarme para reconocer a la delgada señorita. También llevaba un velo blanco, pero pude ver que las regordetas y rosadas mejillas de Erlinda desaparecieron, y en su lugar quedaron dos pómulos que sobresalían. Las oscuras ojeras delataban la falta de sueño. Y esa mirada, tan triste, no parecía ser de la misma mujer que inundaba los lugares con su gran alegría. Ni a solas y mucho menos frente a su madre me atrevería a preguntarle cómo le fue en su viaje al pueblo de Nicolás. Esa es la clase de secretos que te llevas a la tumba. —Tal como lo pediste. —Señaló Nicolás a Erlinda—. Disculparás la tardanza. Fue… —Se aclaró la garganta— complicado. —Te agradezco. —Me adelanté para que las visitas estuvieran más cómodas—. Pasemos a la sala, por favor. Llamaré a mi compañero… —Espérate, Esteban —dijo doña Antonia, dándome un jalón en el brazo—. Yo quiero hablar solo contigo primero. —Sí… sí, la escucho. —En el pasado conversé muy poco con ella, y todo fue relacionado con mi noviazgo con su sobrina. Tratar otros temas sería una nueva experiencia que me puso nervioso, aunque hice todo lo posible por lucir sereno—. Hay una mesita por aquí donde podemos sentarnos. Le cedí el paso y los dos nos alejamos un poco de Erlinda y Nicolás, quienes se fueron a la sala. Nos sentamos frente a frente en la pequeña mesita. Así no podrían escucharnos si hablamos con moderación. Doña Antonia tosió, se limpió el sudor de la cara con un pañuelo y después comenzó con voz baja: —Mi hija se entercó con hacer esto. La acompañé porque necesito saber qué piensan hacer. —Por la forma en la que su cara se descompuso, me di cuenta de que iba a llorar—. Estoy desesperada. —Con ambas manos tocó mis muñecas y de su ojo derecho rodó la primera lágrima—. No quiere comer, no quiere salir con sus amigas, ya ni siquiera se ríe. Nada más duerme y llora. ¡Odio verla así! —Las lágrimas continuaron saliendo y negó con la cabeza—. Su padre piensa que venimos al médico. Nunca le había mentido a mi esposo, pero el amor de madre es más grande. Solo quiero que la sonrisa de mi niña vuelva. —De pronto, clavó su mirada enrojecida en mí—. Lo que sea que vayan a hacer, tienen muy poco tiempo. —Levantó su dedo para apuntarme—. Y te advierto que, si algo le pasa, será tu responsabilidad. Cargar con tremendo encargo me alteró y la idea de abandonar el plan de Ermilio se repitió varias veces en mi cabeza. ¡Pero no! Erlinda y Florencio eran mis amigos y necesitaban que los ayudáramos. —Estará bien. —Puse una mano sobre mi pecho—. Prometo que regresará a su casa sana y salva. En realidad, Erlinda sí estaría expuesta al peligro, a uno grande si fallábamos. —Le voy a pedir a Nicolás que nos lleve a la posada más cercana y después que venga por mi hija. —De ninguna manera. —La cortesía de hospedar a los invitados la aprendí de mi madre—. Aquí tiene su casa. Hay recámaras disponibles. —Me levanté para llevar su maleta al piso de arriba—. Deme diez minutos para que la instale. —Qué amable. Gracias. —Se puso de pie también—. Entonces los dejaré a solas. Estoy muy cansada y mi hija no va a querer que yo esté allí. —Regresó a mí para hablarme de nuevo—. Pero mañana a primera hora me tienes que contar hasta el último detalle, ¿entiendes? —Así será. Instalé a doña Antonia y me desvié para despertar al sordo de Ermilio. Era increíble lo dormido que estaba porque todos los ruidos que hicimos ni siquiera perturbaron su sueño. Entre sus quejas le expliqué rápido lo que pasaba y salí para que pudiera ponerse presentable. Bajé porque Nicolás y Erlinda aguardaban, creo que les interesó que tuviéramos luz eléctrica porque observaban en silencio la bombilla más cercana. Ellos dos se sentaron de extremo a extremo en el sillón más grande y yo ocupé uno pequeño que estaba enfrente. —¿Cómo conseguiste la dirección? —le pregunté a él porque recordaba que por descuido no la apunté. —Ya que en tu telegrama no iba, se la pedí a Amalia. Viene apuntada en las cartas que le mandas. Perdona por no avisarte que vendríamos. Tuvimos que esperar primero para convencer a su mamá, y luego a que don Evelio saliera del pueblo para que no se le ocurriera venir con nosotros. ¡Amalia sabía que ellos vendrían! Allí deseé que ella hubiera decidido acompañarlos. Después de todo iba doña Antonia. Quizá algo se le presentó y por eso no pudo. La melancolía amenazó con llegar y tuve que distraerme para ahuyentarla. —Descuida. Si te soy sincero, pensé que no podrías —le dije sin rodeos—. Eres de admirar. Nicolás sonrió orgulloso y ladeó la cabeza. —Cuando quiero algo, lo consigo, cueste lo que cueste. —No sé si decir buenas noches o buenos días. —Ermilio por fin se nos unió y después dio un bostezo—. Mejor diré: bienvenidos. —Extendió alegre los brazos. En otros tiempos habría pensado que Erlinda era más compatible con Ermilio, pero la verdad es que nadie sabe de quién terminará enamorado. —Erlinda —le dije y apunté a mi amigo—, él tiene una idea que puede ayudar a Florencio. Vamos a contártela y tú y solo tú tomarás la decisión. —Necesitaba hacer hincapié en que el poder residía solo en ella. —Yo me retiro. —Nicolás se levantó—. Es mejor que no estorbe. —¡No, no, no! Quédate —lo detuvo Ermilio—. Vamos a necesitarte a ti también. Nicolás nos miró confundido, pero se volvió a sentar. Ermilio se acomodó en otro asiento y se inclinó al frente: —El plan es este: Nos iremos los cuatro hasta el pueblo donde está la penitenciaría. Esteban y yo no podemos acercarnos mucho porque ya nos conocen los cabrones de la entrada, así que les tocará irse solos a ustedes dos, pero estaremos atentos. Nicolás será el cuidador de la señorita María Sandoval. —¿Quién es María Sandoval? —pregunté porque esa parte la desconocía. Ermilio me ignoró y sonrió malicioso. —La esposa de Benito Fernández. —Dirigió su vista hacia a Nicolás—. Serás su marido por unas horas. —¿Quién es Benito Fernández? —Esta vez se lo pregunté encarándolo. —El hermano de Florencio —lo dijo como si fuera algo obvio. —¿Y por qué no digo que voy a ver a Florencio y ya? Él es mi esposo. —¿Cómo se te ocurrió todo eso y por qué no me contaste antes? —Yo me encontraba con mi propio interrogatorio que parecía ser irrelevante para todos. —La idea me la dio el Tilingas —me respondió a secas y se giró a ver a Erlinda de nuevo—. Porque seguro allí saben por qué está detenido tu amorcito y en cuanto lo digas te van a pedir que te vayas. Lo importante es que entren. —Se dirigió a Nicolás—. Una vez que lo logren los dejas solos para… ya sabes. Tilingas ya me dijo el precio que el cuidador cobra por el tiempo extra, yo te daré ese dinero. Él también te va a esconder para que nadie sospeche. Todos vimos la cara de miedo de una mujer que siempre vivió bajo la protección de sus padres. Ella temía y con justa razón. —Te toca confiar en nosotros si lo que quieres es seguir siendo la señora Fernández —finalizó Ermilio con tono persuasivo. —Pero la estamos poniendo en un gran riesgo. —Era mi turno de hablar—. Es una señorita que no debe pisar esos lugares ni arriesgarse a tanto. Hubo un silencio. Ninguno de los tres rebatió mi afirmación. Sabíamos que era verdad. Dar marcha atrás parecía ser la mejor opción. Erlinda se levantó, se quitó el velo de la cabeza y nos contempló uno a uno. —Está bien, voy a hacerlo —decidió y sus ojos hundidos brillaron por las lágrimas que no dejó salir—. Ustedes estarán cerca, ¿verdad? —nos preguntó a Ermilio y a mí. —Lo más que se pueda —le aseguré, más preocupado que satisfecho con su resolución. Nicolás le tocó el hombro. —Yo también estaré cerca. —Escucha —le habló Ermilio, quien se puso también de pie—, no tienen que… tú sabes… —vaciló y puedo jurar que sus mejillas se sonrojaron—, estar juntos de verdad. Tal vez para ti sea desagradable. Lo único que se necesita es que el Flore confiese cómo fue que pudieron consumar el matrimonio. Le estamos dando la historia que les urge. —Y así la gente sabrá que fue después de que el sacerdote les dio la bendición y firmaron el acta —eso lo dije para remarcar que por igual a ella le beneficiaba. —Entonces, ¿estamos todos de acuerdo? —preguntó entusiasmado Ermilio. —Sí —confirmó primero Nicolás. Él ni siquiera tenía por qué ponerse en riesgo, pero aceptó. —Sí —lo secundó Erlinda. —Pues… sí. —Por poco y me traicionan los nervios. —Vamos a descansar todo lo que podamos. Salimos a primera hora. Hospedamos a Erlinda en la habitación que usaba Florencio, y a Nicolás le cedí la mía. Esa noche me tocó dormir en el sillón. Los cuatro estuvimos listos antes de lo previsto. Doña Antonia tuvo la cortesía de preparar el almuerzo y agradecí tener un poco de la sazón de mi pueblo. Yo hice todo lo posible por evitar encontrarme a solas con ella, pero me persiguió hasta el baño y esperó afuera. ¡Tremendo susto que me dio cuando la vi parada como estatua! —Dímelo ya —murmuró y volteó a ver a ambos lados del pasillo para evitar que su hija nos viera. Una parte de mí quería contarle la verdad. La señora detendría a Erlinda y eso la salvaría de cualquier mal que pudiera sufrir, pero me ganaría el odio de mi futura prima. Y otra parte de mí quería quedarse callado para mantener sana la relación entre una buena amiga y familiar de mi novia. —Ahorita vamos a ver al abogado. —Al final elegí mentir y rogué por verme sincero—. Él necesita hacerle unas preguntas a su hija. —¿Seguro que solo es eso? —Se plantó más cerca de mí—. Se me hace raro que vayan los cuatro. —Es para acompañar a Erlinda. Doña Antonia no paraba de mirarme y los movimientos involuntarios de mi ojo derecho comenzaron. —Más te vale que no me mientas. —¿Cómo cree —mi voz se quebró un poco—, doña Antonia? —¡Allí estás! —Fue Ermilio quien llegó a mi auxilio, aunque él no lo sabía—. Ya, vámonos. Me apresuré a ir detrás de él y antes de salir doña Antonia nos dio la bendición a todos. —No tardaré, mamá —le dijo cariñosa su hija—. Quédate tranquila. —Estaría más tranquila si me dejaras acompañarte. Pero bueno, ya eres una señora que se manda sola. —La cuidaremos —le dije para que tuviera calma. Se repitió el viaje en ferrocarril, el intenso calor y esa entrada que olía a azufre. Ermilio y yo nos escondimos detrás de un monumento y Nicolás avanzó llevando del brazo a su falsa esposa. Lo último que vi de reojo fue los dejaron pasar sin tantos cuestionamientos. Con ayuda del reloj de Ermilio supimos que pasó una hora y ellos no salían. Los peores escenarios se empezaron a crear en mi mente. Si algo le pasaba a Erlinda, yo terminaría desterrado para siempre de la familia Bautista. Y si algo le pasaba a Nicolás, los Moreno nos lincharían por exponerlo. Comencé a rezar con los ojos cerrados. El tiempo pasaba demasiado lento y no sabíamos qué pasaba adentro, hasta que por fin reconocí primero las dos sombras, y después confirmé que se trataba de ellos. Me senté sobre la tierra para poder recuperar el aliento. —¿Cómo salió? —les preguntó Ermilio cuando llegaron hasta donde estábamos. En su voz percibí que también se angustió. —Bien, por suerte —respondió Nicolás, aunque el sudor mojaba toda su frente. —¿Por qué tardaron tanto? —quise saber. Erlinda se adelantó a hablar. —Es que decidí que la historia tenía que ser lo más real posible. —Encogió pícara los hombros—. Para que Flore no tuviera que mentir. Sentí un espasmo en el estómago por la vergüenza, pero también por la excitación de imaginarlos. ¡Sí! Los imaginé involuntariamente. Allí, teniendo intimidad en el sucio catre de la celda, con sus pieles bañadas en sudor que se entregaron sin necesitar más. —¿Y te sientes bien? —Ermilio fue cortés—. ¿Quieres agua? —Estoy bien. —En ese momento una enorme sonrisa decoró su cara que recuperó el color—. ¿Nos vamos? Doña Antonia por lo menos estaría feliz porque su deseo de que su hija sonriera de nuevo había sido cumplido. Lo siguiente que pasó lo recuerdo a pedazos. Estuve en tantos escenarios que es confuso. El abogado que defendía a mi amigo hizo todo lo posible por liberarlo, pero a pesar de todos sus esfuerzos, dos meses después lo condenaron a cuatro años de prisión. De no ser por su árbol genealógico, lo hubieran dejado morir encerrado o hasta lo mataban. Sus padres no se aparecieron ni por error. Pero Erlinda sí pudo quedarse como esposa y, por lo que leí en las cartas de Amalia, la gente solo habló un poco sobre el atrevimiento que tuvo, pero algunos la justificaron al actuar como una esposa abnegada y enamorada. Volví a ver a Erlinda a mediados de junio. Pasó a visitarnos, llevó obsequios para Ermilio y para mí y nos agradeció una vez más por haberla ayudado. Ya se notaba más repuesta, al menos sus curvas regresaron, aunque la tristeza en su mirada se negaba a irse. —¿Qué piensas hacer? —le pregunté mientras bebíamos un café los tres. —Lo voy a esperar. —¿Por cuatro años? —Sí —fue firme al responder—. Florencio va a encontrarme en esa puerta cuando salga. Además, ya pude reclamar la propiedad que tiene a su nombre. Voy a mantenerla rentada, el dinero será para mí y con eso buscaré una casita en ese pueblo para estar cerca de él. Lo iré a visitar las veces que pueda. —Esta también es su casa. Flore pagó la renta de todo el año —Ermilio la interrumpió—. Quédate aquí. Te dejaremos toda la planta baja. —Él me miró como buscando mi aprobación y yo le asentí. —¿De verdad? —Erlinda se emocionó. —Sí —dije—. Eres bienvenida. A nosotros ya solo nos faltan unos meses para terminar la carrera, casi no estamos, y podrás rentarla toda si te agrada cuando nos vayamos. Además, no está tan lejos de la penitenciaría y podríamos turnarnos para acompañarte. Ella se levantó y dio un pequeño brinquito. —En serio que no tengo cómo agradecer que me hayan ayudado tanto. —Se acercó a mí y me dio un abrazo—. Ya me muero por decirte “primo”. Y a ti —se dirigió a mi amigo—, si quieres te presento a Chavelita. Es una muchacha muy linda y educada. —Ya estoy comprometido, pero gracias. Los tres nos reímos y continuamos charlando y bebiendo café como si nada más importara. Con los meses que pasaron la paz en mi pueblo se confirmaba poco a poco. Según las cartas que mi familia enviaba, no se sabía nada de los Carrillo. El caso del tío Hilario iba muy lento. Al parecer don Cipriano no se creyó que solo él fue el culpable de la muerte de don Baltazar. Del asesinato de mi tío Heriberto ni siquiera tenían sospechosos. El favoritismo del alcalde, aunque no me gustara reconocerlo, se volvía evidente. Al quinto mes empecé a planear la pedida de mano porque las vacaciones estaban muy cerca. Primero le llevaría serenata y un gran ramo de flores; uno que tuviera muchas gardenias. Después solicitaría hablar con sus padres y allí sería, con el anillo de estrella que esperaba guardado. Fue en ese mismo quinto mes en el que recibí una carta que llevaba como remitente el nombre de mi hermano Rogelio. Con solo leerlo me descompuse. No quería abrirla. Por un momento tuve el impulso de hacerla pedazos y lanzarlos al fuego, pretender que no existía. Que Rogelio me escribiera cuando no lo hizo en esos meses solo significaba una cosa: malas noticias. Esas que mis padres eran incapaces de redactar y él tenía que hacerlo por ellos. Me metí a mi habitación y tardé unos minutos para tener el valor de abrirla. En el corazón sentía una y otra vez esos “toquecitos” que se tienen cuando se sabe lo que viene. Mis dedos temblaron cuando extendí el papel. Hermano, lamento ser yo quien deba informarte de esto. Nuestros padres están tan afectados que no pueden ni siquiera sentarse. Nos acaban de informar que el tío Hilario decidió quitarse la vida. Según el gato del alcalde, se ahorcó en su celda. Mi padre no lo cree, y para serte sincero, tampoco yo. Él no era así. Sé que cuando esta carta te llegue el entierro ya habrá pasado. De ninguna manera queremos que vengas. Estoy seguro de que desde allá vas a rezar por el eterno descanso de nuestro tío. Préndele una veladora y ponle un vaso de agua… Ya no pude seguir leyendo. Debí tirar la carta, ignorar la desgracia que mi familia vivía, ser egoísta y hacerme el ciego. —¡Maldita sea! —grité lleno de furia y me recargué en un mueble donde guardaba mi ropa, después le causé una abolladura con mi puño que terminó con pequeñas cortadas que sangraron. Terminé acostado en la cama donde lloré como un niño pequeño hasta que se me agotaron las fuerzas. Lo cierto es que la muerte del tío Hilario no fue el detonante de mi dolor, sino el fracaso inminente de los planes que tanto me ilusionaron. El rompimiento de mi sueño de amor.
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