En su forma de pararse frente a mí vi sus intenciones. Yo me quedé sin aliento. Ciro era un hombre corpulento y, aunque su estatura se consideraba mediana, era conocido por ser un buscapleitos.
—¡Aquí está el más pendejo! —Me señaló uno de ellos.
Ciro dio un paso directo hacia mí, dispuesto a iniciar una pelea. Solo pensé en que mi novia vería tal humillación. Pero al ver a mi acompañante, se detuvo, levantó una de sus manos y volteó a ver a sus amigos.
—Tranquilos —les dijo, después regresó a mí e incluso sonrió—. Todos nos estamos divirtiendo, ¿no es así?
Yo no podía hablar por el sobresalto. Ni siquiera comprendía su rabia.
Don Evelio se percató de la tensión y se puso delante de mí.
—Más les vale que no causen problemas o los mando a encerrar por dos días —les advirtió con su voz grave e imponente.
—No se me preocupe —Ciro sonó conciliador—. Aquí no pasa nada.
Los chismosos parecieron decepcionados por no tener una pelea en pleno baile.
Cuando Ciro pasó a mi lado, reconocí en su gesto la amenaza de un “nos veremos después”.
A mí jamás me gustó pelear. De hecho, me dieron una buena paliza una vez porque me negué a caer en las provocaciones de un compañero de la escuela; pero de eso ya habían pasado algunos años.
Esto era por completo distinto. Esto sí me ponía en verdadero riesgo, y hasta ese momento medio comprendí los temores de mi padre.
Don Evelio sea adelantó, llegó a nuestra mesa, abrazó a su hija y a Amalia, y luego se unió a su esposa para retomar su baile.
Me sentí aliviado de que el incidente de atrás no fue detectado por mi estrella ni por sus amistades. Hasta ese momento fue que pude comprobar que mi corazón latía veloz.
Apenas me senté, dos caballeros pidieron a Erlinda y a Isabel una pieza de baile. Después se levantaron Nicolás y Celina. Amalia aguardó un minuto más para que también la invitara.
Si no hubiera sido porque mis tías me obligaban a ser su pareja en las fiestas, tendría una pésima técnica de baile. En ese instante les di las gracias en mi mente por someterme a las torturas de sus pisadas y regaños. Sin darme cuenta me prepararon para no dejar todos molidos los pies de mi novia.
Las guitarras, guitarrones, violines y trompetas de los virtuosos músicos nos regalaron una larga noche de calor y diversión. Tanto, que terminé sentado en la mesa porque me ganó la sed y el cansancio.
—¿Me permites una pieza con tu novia? —me preguntó Nicolás cuando llevó a Celina para que también se sentara, y porque vio que Amalia miraba ansiosa la pista.
—Por supuesto. —Respiré de alivio. Podía recobrar energías y tomarme un trago.
Celina se mantuvo callada dos sillas más allá. Solo acariciaba su rebozo dorado y mantenía la cabeza agachada.
—¿Gustas algo de tomar? —le pregunté porque el mesero se acercó.
—¿Yo? —Levantó rápido el rostro y sus ojos se abrieron de más—. No. Tengo agua. —Señaló su vaso y volvió a agacharse—. Gracias.
Minutos después el mesero entregó mi cerveza y, aunque me gustaba estar en silencio, opté por romperlo. Me pasé a la silla siguiente para que me escuchara.
—A ellos sí que les gusta la fiesta —Apunté con mi mano que tenía la cerveza hacia nuestras respectivas parejas.
Juntos bailaban un son movido que sabía contagiar.
Nicolás, sin duda, bailaba mejor que yo.
—Sí —me dijo casi susurrándolo—. Ya me duelen los tobillos y él está como si nada.
—Vamos a tener que acostumbrarnos, ¿no crees?
—Supongo que sí. —Sonrió un poquito, pero observaba para el lado contrario.
Me pareció extraño que cuando ella hablaba conmigo evitaba el contacto visual. Fue hasta ese punto en el que vino a mí la respuesta de su comportamiento. ¡Tan despistado que era, no me di cuenta antes!
Después de todo, si quería considerarme un hombre respetable, tenía que hacer las cosas lo mejor posible.
Me incliné un poco más para que me oyera bien, respiré dos veces, incluso me reprendí en mis pensamientos, y lo dejé salir:
—Celina, yo… quiero disculparme contigo.
Su impresión fue evidente y volvió a levantar el rostro.
—¿Por qué?
—Tú sabes… Por lo de nuestro supuesto… compromiso.
—¡Oh! —Se notó incómoda y volteó a ver que su prometido no anduviera cerca—. Preferiría que eso no lo volvieras a mencionar.
Su respuesta no fue suficiente para mí. Ella estaba ofendida, era obvio, y mantener ese inconveniente con una cercana amiga de mi novia era reprobable.
—Es necesario. Fui un descortés. Pero en mi defensa diré que mis padres jamás me informaron sobre la seriedad de ese pacto. Mi error fue no preguntarles. Reitero mis disculpas.
Celina dio golpecitos en la mesa y pareció que meditaba.
—Amalia no sabe —dijo entre dientes, nerviosa—. Ella jamás te habría aceptado una cita de haberlo sabido. Así que te suplico que lo olvides. Si se entera lo va a tomar a mal, y conociéndola puede que hasta termine su relación. A ese nivel puede llegar. La conozco mejor que tú.
Su confesión me dejó atónito. Se me había pasado analizar más allá las circunstancias. ¡Ella tenía razón con respecto a Amalia!
—Será la última vez que lo escuches. Solo espero que no haya rencores entre nosotros.
—Ninguno. Puedes estar tranquilo.
—¿Un brindis por eso? —Levanté mi cerveza para darle fin al tema—. Además, creo que te fue mejor. Nicolás parece un buen hombre.
Los dos suspiramos al mismo tiempo.
—Sí, lo es. —Alzó su vaso y lo chocó contra el mío—. Salud.
La noche para mí terminó antes de que la banda dejara de tocar. Era hora de llevar a mi novia a su casa. Un disgusto de sus padres era lo que menos deseaba ganarme.
Nos despedimos con un rápido beso en nuestro pequeño escondite, y me fui a mi casa con la confusión torturándome.
Al día siguiente, ya entrada la mañana, tocaron a la puerta de mi recámara improvisada.
Quería seguir durmiendo, o al menos fingiendo que dormía. Seguía en mi postura de no encontrarme con mi familia. Pero Rogelio entró porque no atranqué la puerta, y se sentó sobre la cama antes de que yo se lo permitiera.
—El médico que trajimos de la capital acaba de irse. Nuestro tío puede regresar a su casa, y tú podrás irte a tu cuarto. —Manoteó, asqueado—. Aquí apesta a gallinero.
La ventana que tenía daba justo al gallinero de mi madre y era cierto, su olor imperaba en ese pequeño espacio.
Sin responderle, le di la espalda sobre la cama porque no quería conversar ni con él.
—¡Ah!, me sale con rabietas el señor. Y a su edad —se mofó y rodeó la cama para pasarse al otro lado.
—¡Cállate! —le dije cuando lo vi frente a mí—. ¡Traidor!
—¡A ver, a ver! —Rogelio pareció ofendido—. Dime bien qué tienes.
La valentía se apoderó de mí y fui capaz de responderle ¡a él!, al que me reprendía, al que respetaba incluso más que a mis padres, el hermano con el que mantenía un lazo más cercano.
—Seguro tú también estás de acuerdo con lo del aplazamiento de mi compromiso. —Me giré de nuevo—. Ya no eres bienvenido donde yo esté.
Rogelio tuvo la paciencia para buscarme. Se sentó a mi lado y me habló con tanta calma que lo desconocí.
—A mí ni siquiera me preguntaron. La decisión fue de nuestros padres.
—¡Mientes! —le reclamé, tan dolido que por poco y suelto el llanto.
—Jamás te mentiría —su voz sonó condescendiente—. Esteban, esta vez no puedo meterme. Si por mi fuera, mañana mismo te organizaba la boda. Pero mi autoridad tiene límites.
—No los ha tenido antes, pero como ahora no te importa.
Mi hermano me dio dos golpecitos en las piernas y se levantó.
—¿Sabes qué? ¡Prepárate! Tienes diez minutos para salir. Vine a acompañar a mi padre a la alcaldía. Vamos a hablar con tu suegro. Si lo que dice satisface a papá, tu compromiso podrá seguir y te voy a ayudar a apurarnos en todo para que sea lo más pronto posible. Pía organiza tan rápido las fiestas que hasta me asusta de lo buena que es. ¡Pero muévete ya! —Me tronó los dedos y después se fue.
Ni siquiera lo dudé y me apresuré a vestirme. Si lo que Rogelio decía era cierto y don Cipriano mostraba su buen juicio, mi problema quedaría resuelto.
Mi padre aceptó que los acompañara y salimos solo los tres a caballo, cada uno en el suyo.
Llegamos a la alcaldía, que era una construcción simple y cuadrada de un solo piso, y tuvimos que esperar más se una hora para ser atendidos. La fila de peticiones era larga, aunque ni el calor que hacía nos hizo irnos; ni porque estábamos en noviembre el clima mejoraba.
Cuando por fin vimos a don Cipriano, me di cuenta de que se sentía cansado. Aun así, nos dejó pasar y hasta nos ofreció sentarnos en las sillas de madera que tenía frente a su amplio escritorio. Pilas y pilas de documentos lo decoraban.
Don Cipriano también se sentó y le permitió la palabra a mi padre.
Rogelio y yo nos mantuvimos callados, sentados hasta atrás. El alcalde escuchó atento, sin intervenir ni una sola vez, y cuando mi papá terminó de hablar, se llevó las manos a la cara, la masajeó y procedió a responderle:
—Lo siento, Anastasio. Amadeo Carrillo vino antes. Presentó los documentos oficiales de sus tierras. —Se notaba que buscaba las mejores palabras para no desatar una discusión—. Te recomiendo que hagas a un lado la querella o voy a tener que intervenir, y temo decirte que eres el que las lleva de perder. Tu documento ni siquiera está sellado.
Mi padre se levantó de su silla, recargó las manos sobre el escritorio e inclinó el cuerpo hasta Don Cipriano.
—Los Carrillo le dispararon a mi hermano Heriberto —le dijo lento y en voz baja.
El alcalde ni siquiera se movió de su cómoda y vistosa silla de madera café.
—Tu acusación es grave y sin pruebas.
Cada vez que mi padre hacía un ruido con los dientes, sabía que estaba enojado de verdad.
—Me insulta lo que dices. —Llevó la palma de su mano a su pecho—. Fui un estúpido al pensar que tendría más apoyo de tu parte. Porque ¿estás enterado de que podríamos volvernos familia?
¡En ese momento deseé desaparecer! No podía concebir lo que mi padre dijo. Incluso hoy sigo preguntándome por qué me usó como su peón en un conflicto que no me correspondía.
—Hasta donde sé, tu hijo no ha pedido a la mía —rebatió el alcalde y me señaló con la mirada.
¡Yo me quedé mudo!
Rogelio me hizo una seña discreta por si se me ocurría intervenir; algo que en definitiva no haría.
Allí los observé a detalle. Los dos eran casi de la misma edad, en los dos imperaban los rasgos españoles y los dos se gobernaban por el orgullo.
—Lo aplazamos porque quería conocer tu postura en nuestro problema familiar.
Fue allí que Don Cipriano se levantó, pero dio un par de pasos tranquilos con las manos cruzadas por la espalda.
Conociendo la fama de Don Cipriano, él se estaba conteniendo demasiado.
—Si ustedes van a mezclar las cosas, estoy seguro de que mi hija podrá superar el mal trago de ser la burla de uno de ustedes. Tu terquedad solo va a provocar que personas inocentes salgan afectadas si decides seguir. —Con sus ojos verdes me contempló directo y sin moverse—. Le di la libertad a Amalia de escoger marido, pero hoy mismo puedo quitarle ese privilegio si se me pega la gana y casarla con el candidato[UdW1] más digno. Porque, para que lo sepas, muchachito, más de uno ha venido a buscarme con esa finalidad.
—¿Insinúas que un Quiroga es indigno? —su voz subió de tono.
Rogelio y yo solo podíamos ir de uno a otro. Me hubiera encantado que mi hermano interviniera porque lo consideraba más hábil para conciliar, pero sabíamos que no se podía.
—¡Lo es! Por eso dejamos que saliera con tu otro hijo, y dejamos que saliera con este. —Me señaló con su dedo, pero se concentró en mi padre—. Aunque, si continúas por ese camino, va a dejar de serlo.
El enojo de mi padre fue tan evidente que sus ojos enrojecieron y su frente se arrugó.
—Te recomiendo que pienses mejor lo que vas a decir, Cipriano —le dijo con la mandíbula apretada—. Soy menos tranquilo de lo que la gente cree.
—No se te ocurra volver a amenazarme. Soy el alcalde, que eso no se te olvide. Puedo encarcelarte como escarmiento. ¡Largo!, o voy a pedir que te saquen.
Si tuviera que elegir al que infundía más temor, ese sería el padre de Amalia, porque, aunque con voz más controlada y buen temple, imponía sobre los demás.
Fue en ese punto que Rogelio decidió ponerse de pie y solo atinó a posar su mano sobre el hombro de nuestro padre, quien volvió en sí y se encaminó a la puerta.
—Entonces nos estaremos viendo —se despidió con frialdad.
Los tres salimos sin decir una sola palabra. Nos subimos a los caballos y mi padre se desvió.
—Voy a visitar a todos sus tíos —nos avisó y vi que su mano apretaba fuerte el pomo de la montura de su caballo—. Los alcanzo en la casa.
Con la rienda apuré a Genovevo, primero trotó y luego galopó veloz. Tuve que acomodarme el sombrero porque se volaba con el aire. Nos desviamos al campo abierto. Sentía que me iba a explotar la cabeza y no deseaba que la gente me viera en ese estado. Sabía que mi hermano fue detrás de mí porque lo escuché. En un punto, estuvo a mi lado y bajé la velocidad.
—Vas a tener que esperar, es solo eso —me dijo al verme tan afectado.
—¡No, no, no! —le grité molesto—. Ya las cosas van a ir empeorando y empeorando. Lo sabes bien. Lo que sí no pienso hacer es romper mi noviazgo. —Negué varias veces—. ¡Eso sí que no!
—Y nadie te ha pedido eso. Nosotros no somos los malos, tú mismo viste lo que el alcalde piensa. Ya es un indeseable para la familia, y no va a tardar en que nosotros lo seamos para él.
Sus palabras solo me lastimaron más.
—¡¿Por qué debo pagar yo?!
Rogelio vaciló. Él casi nunca vacilaba, pero ese día tal vez dejó que lo viera dudando de lo que iba a decir.
Creo que lo pensó más de una vez, hasta que levantó el rostro y su seriedad regresó.
—Siempre hay opciones, hermano. Tal vez menos gloriosas, pero tendrías lo que tanto quieres.
—¿Quieres decir que…? —¡Ni siquiera podía creerlo! Lo que insinuaba era lo que menos creí escucharle a él.
—Llévatela lejos y empieza de nuevo. Cualquier hombre que se respete es capaz de lograrlo. Además, eres inteligente y estudiado.
—¿Será verdad lo que acaba de salir de la boca de Don Perfecto?
Mi hermano sonrió por la vergüenza y me señaló.
—Si le dices a nuestros padres haré que muerdas el polvo. Yo que tú lo pensaría, porque lo que viene no será bueno para nadie.
Aprecié sus buenas intenciones, pero huir como un cobarde y robarme a una mujer era una falta que no estaba dispuesto a cometer por respeto a ella y a sus padres.
Regresé solo a mi casa porque mi hermano se adelantó y se fue a la suya.
Esa noche no podía dormir. Mis ojos se negaban a cerrarse y el calor era molesto. El cuarto pequeño me sofocaba tanto que decidí salir a tomar aire fresco, ¡pero nada funcionaba! Perdía mis sueños a cuenta gotas y no podía evitarlo.
La pedida de mano de Celina iba ser en dos días. Pero, como ya esperábamos, mi madre no quiso asistir para no ofender a los Ramírez, y a mí me prohibió hacerlo. Tuve que inventarle una excusa a Amalia porque ella ansiaba que la acompañara.
Lo que mi madre desconocía, era que siempre se celebraba una fiesta un poco… digamos menos formal y concurrida.
Un día antes, justo a las ocho de la noche, nos reunimos en el acostumbrado lugar de Erlinda. Nicolás era el nuevo, pero me agradó la idea de tener una compañía masculina.
Les llevé un presente a los futuros esposos, y afuera dejé escondidos los regalos para mi novia.
Esta vez fue una breve reunión porque Celina se sentía nerviosa, y Nicolás, que fue hospedado en una casa de los Ramírez, debía recibir a sus padres. Ni siquiera usé la guitarra.
—Muchas felicidades. Mañana todo saldrá bien, ya verás —le dijo Amalia a Celina y le dio un cálido abrazo.
Isabel y Erlinda también se despidieron y fueron las primeras en irse. Amalia levantó su rebozo y se lo puso sobre la cabeza porque corría un aire molesto afuera. Celina y Nicolás se fueron después. A ellos les avisé antes que me tomaría unos minutos a solas para darle mi presente. Yo me apresuré a ir por él mientras ella apagaba las lámparas.
—Para ti —le extendí un pesado baúl de madera, tan pesado que preferí mandarlo en una carreta especial para envíos, y después lo puse a sus pies—. ¡Ábrelo!
Ella llevó una mano sobre su pecho.
—Ingeniero —sonó conmovida—, no debió molestarse.
—Ninguna molestia. Hasta considero que es poco. —De poderse, le hubiera dado el mundo entero en ese baúl.
Me hinqué y lo abrí. Amalia también se hincó, ni siquiera le importó empolvarse el vestido morado de manta que usaba.
Lo primero que sacó fue un par de zapatos rosados, después varias telas para que hiciera sus bellos vestidos; tuve el cuidado de escoger los colores que más usaba. También le compré listones, tantos como encontré, un par de sombreros y hasta guantes que las damas de la capital usaban.
—Jamás creí que tocaría algo tan suave. —Acarició despacio una de las telas.
Sus ojos se volvieron cristalinos y me sentí complacido porque mis obsequios le agradaron.
En ese momento volteé a ver el lugar. Solo faltaban dos lámparas por apagar. Allí confirmé la necesidad de los chaperones que las señoritas llevaban a sus citas. Estar solos y lejos del ojo público se volvía algo… digamos inconveniente.
Mis ojos fueron a ella, seguía hincada y la tenue luz iluminó sus mejillas coloradas. Mi corazón se aceleró y esos instintos que antes experimenté con otra mujer regresaron, pero fueron mucho más intensos y cegadores.
—Gracias. —Se inclinó hacia mí y me dio un beso.
Estábamos a solas, con tiempo de sobra y con el amor y el deseo recorriendo mi cuerpo.
Me acerqué más a ella y fui de nuevo directo a sus labios, pero esta vez fue un beso más largo, más húmedo, ¡más todo! Amalia cerró los ojos y yo puse mis manos sobre sus hombros. Despacio le quité el rebozo y este cayó al suelo. Para mi sorpresa, ella no se movió. Con solo sentir la piel de sus brazos ya no sabía cómo controlarme. Mi mano derecha se coló a su espalda y pude darme cuenta de que temblaba. Fue eso lo que logró hacerme volver en sí y me moví un poco hacia atrás. Lo que menos quería era asustarla.
—¿Deberíamos irnos? —le pregunté con la respiración acelerada.
—No sé —me respondió igual de nerviosa—. ¿Quieres eso?
¡Ella tenía que decir que necesitaba irse, tenía que frenarme, pero no lo hizo!
—No. —Era verdad, no quería irme ni parar de tocarla.
—Quedémonos.
Su confirmación hizo volar mi imaginación, pero lo que evitó que continuara fue la inexperiencia que tenía en esos temas prohibidos.
«¿Cómo se hacía? ¿Qué seguía? ¿Qué debía evitar? ¿Y si le hacía daño?», me pregunté preocupado.
Sabía que para no ofenderla era necesario sincerarme, aunque me muriera de vergüenza.
Tomé sus dos manos entre las mías para agarrar valor y respiré muy hondo.
—Yo… nunca —dudé y volví a tomar aire—. Yo nunca he compartido la cama con ninguna mujer.
¡Sí! A mis casi veinte años seguía siendo virgen, pero a mis hermanos les inventé que ya no lo era para evitar sus burlas.
Amalia me observó tan impresionada que abrió más los ojos.
—Pensé que todos los hombres visitaban la casa Martínez después de los quince.
La “casa Martínez” como la conocían, no era más que un burdel instalado a las afueras del norte del pueblo. Era famoso por ser visitado por los jóvenes de los alrededores. Mi hermano Gerónimo me invitó un par de veces, pero me negué porque la idea de quitarme la ropa frente a una desconocida me parecía aterradora.
—Yo no. Y quiero que aprendamos juntos, si tú quieres. —Acaricié despacio su mejilla—. Pero no pienso faltarte al respeto hoy. Estate tranquila. Gozar del regalo de tu compañía es suficiente para mí.
La hermosa sonrisa que me regaló me confirmó que sí o sí me tenía que casar con ella, aunque eso me alejara para siempre de mi familia.