CAPÍTULO UNO: EN CASA ME ESPERA LA SOLEDAD.
Avy Taylor
Se cumple un año desde que quedé completamente sola en este mundo. Primero fue mi padre; murió de un paro cardíaco fulminante. A los pocos meses, mi madre lo siguió. Se dejó llevar por la ausencia, la tristeza, y tal vez la soledad por la falta de su compañero.
Su enfermedad tampoco ayudaba; la diabetes siempre se mantuvo elevada y los medicamentos nunca le hicieron el efecto que los médicos esperaban. Y, el día menos pensado, a mi madre le da un coma diabético que la lleva a la muerte.
Desde entonces, vivo sola en una pequeña habitación modesta. Tengo lo necesario, sí: una cama donde dormir y una cocina eléctrica para preparar algo de comer. Del resto, me falta todo.
Anhelo un comedor donde sentarme, un sillón donde pueda sentarme o acostarme cuando regrese del trabajo, cansada a más no poder.
Miro a mi alrededor y agradezco lo poco y lo mucho que poseo. Con mi nuevo empleo, intentaré comprar lo que me hace falta, poco a poco. Vendí casi todo para saldar deudas; dos muertes seguidas me dejaron al borde de la calle.
«Ni siquiera me queda una casa donde vivir», pienso con una punzada de tristeza que me aprieta el pecho.
Salgo de debajo de las sábanas con esfuerzo. Cada vez que recuerdo a mis padres, el desánimo y la tristeza me invaden, pero me obligo a salir, por mí y por mi futuro.
Me calzo las pantuflas, que, por cierto, ya están bastante desgastadas. «Necesito unas nuevas», pienso mientras me encamino directamente al baño a tomar una ducha.
Dejo la ropa a un lado y me introduzco en el pequeño cubículo. El espacio es estrecho. Bajo la lluvia artificial, el agua cae, helada, sobre mi cuerpo. Mi piel se tensa inmediatamente al sentir la brusca temperatura.
—¡Dios mío, qué fría está hoy! —exclamo, tiritando y abrazándome a mí misma.
Salgo envuelta en la toalla y me cepillo los dientes con rapidez, tratando de que el frío no me congele el ánimo.
No hay mucho que elegir en mi pequeño clóset. Elijo un vaquero azul algo desgastado, pues es el mejor que tengo en comparación con los otros, y luego una blusa de cuello abierto y manga corta de un rosa claro. Me visto rápidamente para luego peinar mi cabello. Tomo una liga y formo un moño medio alto, dejando caer el flequillo n***o sobre mi frente.
No tengo tiempo de prepararme un café, mucho menos de hacer desayuno, así que tomo mi cartera y salgo, cerrando la puerta detrás de mí con llave.
Camino unas cuantas cuadras hasta llegar a la parada. Allí, espero el autobús un par de minutos hasta que este aparece en mi campo de visión. Saco el dinero de mi cartera. Suspiro, sabiendo que me queda poco de mis ahorros, deseando que llegue la semana de mi primer pago.
Subo al transporte y tomo asiento en silencio. Ignoro los murmullos de los pasajeros, pego la cabeza al cristal y comienzo a ver pasar por todo el camino los edificios y locales, hasta que llego a mi destino.
Mi estómago se aprieta. Es producto del hambre que cargo y solo deseo llegar pronto al trabajo y calmar este apetito voraz. Recuerdo que solo comí un pan con agua.
El autobús se detiene, y es mi turno de bajar. Lo hago y camino un par de cuadras hasta llegar a "Coffee Coffee". Me adentro con pasos apresurados hasta llegar a la habitación del personal, sustituyendo mi ropa por el uniforme que me asignó el encargado.
—Vamos, Avy, a desayunar —comenta mi compañera Nicoll.
Le sonrío y asiento, porque la verdad es que ya no aguanto más el hambre. Nicoll es la única persona con la que me siento en confianza desde que entré a trabajar aquí. Con ella siento que no me mira de esa manera con la que me miran los demás, con lástima o juicio.
—Está delicioso —expreso con una sonrisa genuina.
Siento satisfacción en todo mi cuerpo y, al mismo tiempo, las energías renovadas para comenzar el día. Los viernes es cuando más fluyen los clientes en este local.
—Es lo mismo de siempre —comenta Nicoll, restándole importancia.
Y sí, es cierto, es lo que comemos a diario, pero con hambre todo cambia. No le respondo y sigo comiendo hasta terminarlo todo.
—Toma, comete esto —me pasa un croissant, y la miro dudando.
—¿Segura? —le pregunto, dudando en tomar el pan.
Me sonríe y asiente. Lo tomo y me lo como también, quedando exageradamente llena.
Nos levantamos de la mesa y salimos. En el pasillo, nos encontramos con nuestro supervisor, Joel.
—Avy y Nicoll —nos saluda a ambas—, tomarán la entrada principal, ya que sus compañeras no han podido ocupar su puesto.
De reojo, miro a Nicoll y luego asiento aceptando. Es la primera vez que ocuparé esa área. Es mi oportunidad de hacer bien mi trabajo, ascender y ganar un poco más. Inicié detrás del mostrador, supliendo a una trabajadora, y hoy soy camarera.
Veo cómo mi compañera Nicoll quita el seguro de la puerta de cristal y la abre para dar paso a los clientes que esperaban afuera. Espero un segundo y sigo con la mirada a una señora que toma asiento. Aparece mi oportunidad; me acerco y le doy mi saludo cordial.
—Buenos días, señorita —digo, mi voz sale suave. Hago un gesto gentil y risueño, nada exagerado—. ¿Qué desea ordenar?
Ella me devuelve la amabilidad y responde con un café con leche y tiramisú, y para llevar, un croissant y un capuchino.
Le digo que enseguida, y voy a entregar la orden. Entonces, se me ocurre la gran idea de tomar nota de todos los pedidos y hacer la entrega después. Así lo hago: anoto cada nota con el número de la mesa para llevar el control.
Hago la entrega de los pedidos y recibo la primera orden. El ir y venir me da el tiempo de entregar cada orden sin mucha demora.
La mañana fluye. Entrada y salida. Me siento abrumada. Pienso que no puedo con tanto movimiento yo sola y que habrá quejas. Pero fue todo lo contrario; los clientes se portan a la altura o, tal vez, hice bien mi trabajo.
—Te felicito, Avy —manifiesta Joel al llegar al mostrador para hacer otra entrega de un pedido—. Creí que iba a tener que auxiliar te.
—Gracias —digo con timidez, y siento mi rostro ruborizado. No estoy acostumbrada a los elogios; se siente bien y extraño a la vez. Con estas palabras, me siento con mucho más ánimo.
La mañana fluye sin descanso. Es agotador y me mantiene ocupada, y me gusta. Así estoy en constante movimiento, y aunque después estaré muy cansada, al final de cuentas valdrá la pena.
Llega la hora del mediodía y no puedo almorzar aún. «¡Qué bueno que comí suficiente!», pienso, pues no habrá un respiro para mí sino cuando entre el personal del segundo turno.
Nicoll y yo jadeamos al mismo tiempo. Ambas nos miramos y soltamos una discreta carcajada. Almorzamos en silencio, tratando de mantener el control de no devorar la comida en un solo bocado.
—Quiero agradecerles a ambas por su labor y desempeño allá afuera —manifiesta Joel, elogiando nuevamente nuestro desempeño—. Ha sido una mañana muy movilizada, y quiero pedirles si pueden continuar hasta que cerremos —propone y lo miro—. Les pagaremos las horas extras y tendrán transporte y la cena asegurada. ¿Qué dicen?
—Me quedo —anuncio sin pensarlo.
En casa nadie me espera, solo la soledad entre cuatro paredes. Estoy dispuesta a hacer todo por el todo para salir adelante y surgir.