—¿Alberto? —llamó mi madre parada en el arco que dividía la sala del comedor.
Levanté la vista incapaz de responder. El dolor incrementaba con los segundos que el simple acto de hablar requería de todas mis fuerzas. El rostro de mi madre se transformó, su sonrisa desapareció dando paso al ceño fruncido en signo de preocupación— ¿Todo bien?
—No —murmuré en un jadeo. — Me duele aquí —Señalé la parte inferior derecha de mi abdomen.
Mi madre no dudó ni un segundo y se acercó bruscamente levantando mi camiseta favorita de los Denver Broncos hasta la parte superior de mi pecho. Con el fino tacto de sus frías manos (lease sarcásticamente) presionó la zona y solté una maldición.
—¡Maldita sea, mamá!
¿Era necesario presionar?
—¡Soy tu madre! ¡Más respeto! —reprendió con voz fuerte.
—Pues te estoy diciendo que me duele y parece que te dije lo contrario —reproché molesto.
Mi dolor era enorme que pensar con claridad y mantener los modales era casi imposible.
Golpearme el dedo pequeño del pie dolía mucho menos que lo que sentía palpitar dentro del estómago. Este era un dolor sofocante que crecía y crecía hasta convertirse en pequeños y frecuentes pinchazos. No importaba que tanto me moviera o que tan quieto me quedara, si me paraba, dolía. Si me sentaba, dolía. Si me acostaba, dolía. No había ninguna posición o medicamento que me aliviara. Ni siquiera el paracetamol que mi madre me había recetado hace un par de horas.
Mi madre me analizaba con su mirada: habla la verdad ahora o calla para siempre. Aún no me creía. Pero ¿quién jugaría una broma como esta en Nochebuena? Fuera cual fuera el motivo de mi dolor no parecía nada bueno. No parecían los típicos retortijones cuando algo te caía mal, ni las náuseas cuando se avecinaba el vómito, ni siquiera el incremento de temperatura delirante.
En el rostro de mamá podía leer su regaño: Esto te pasa por no comer frutas y verduras, por comer puro cochinero.
Me causaba un poco de risa que para todas las madres cualquier dolor de estómago era culpa del exceso de panes y refrescos. Ya no tenía diez años, pero para ella yo seguía siendo un niño.
—¡A ver, ya! —interrumpió mi padre uniéndose a la conversación — Creo que lo mejor es llevarlo al doctor y que lo revisen.
—De todos los días, Alberto ¿por qué hoy?
Mamá se quejaba mientras me ayudaba a colocarme los zapatos y el abrigo. Quería responderle y decirle que no lo sabía, que yo tampoco quería pasar al menos tres horas esperando en la sala del seguro médico a que me atendieran pero por los rostros en mi casa, preferí callar.
—Toma las llaves del auto… trae el carnet de Alberto —Ordenaba mamá mientras apagaba la estufa con los tamales.
—¿A dónde van? —La sutil voz de una niña, mi hermana, sacó a mamá de su trance.
En casa también se encontraban mi hermano mayor, Jaime y la pequeña Eva dejándome a mí como el sandwich.
El ajetreo y las prisas nos habían hecho olvidarnos de ellos, pero no había tiempo para llamar a algún familiar a que viniera a cuidarlos, todos estaban ocupados con los preparativos de la cena.
—¡Jaime! —gritó mamá— ¡Jaime, ven!
Mi hermano mayor salió de su habitación confundido por tanto alboroto. Su cabello revuelto era signo de que se acababa de despertar de una siesta.
¿Quién dormía siesta cuando eran las dos de la tarde?
—¿Qué? —respondió malhumorado— ¿A dónde van? —preguntó observándonos a todos con abrigo y llaves en mano.
Jaime no era un niño, estaba en plena adolescencia que su tono de voz en otro momento lo hubieran puesto en problemas.
—Llevaremos a Alberto al doctor —informó, tomando su chamarra y su bolso de mano. Mientras que mi papá observaba todo sin decir ni una palabra— Te quedas a cargo de la casa y de tu hermana. No creo que nos tardemos pero igual le llamaré a tus tías para informarles… Si no llegamos te llevas la ensalada y a Eva…
—¿Es necesario tener que dar instrucciones ahora? —pregunté, doblado de dolor.
—Sí, sí —respondió, empujandonos con la mirada—. Ya váyanse, yo me encargo.
Vi a mis hermanos una vez más antes de salir.
El camino fue rápido, la clínica no estaba tan lejos de casa y mientras subía los pocos escalones rezaba que me atendieran rápido.
Era nochebuena ¿qué tanta gente podría haber? La mitad de la sala llena me cayó la boca.
Dos horas habían pasado desde que llegamos y aún no me podían atender. Ya me habían hecho las típicas preguntas: ¿qué sientes? ¿dónde te duele? ¿A qué hora comenzó el dolor? Ya me habían hecho un pequeño estudio rápido, pero ninguna valoración concreta por parte de un doctor.
Odiaba con todo mi corazón tener que ir al doctor y odiaba aún más tener que estar ahí en un día donde lo único que me tenía que preocupar era: en cuál sería el postre de esa noche o cuántos tamales cenaría. El propósito de esa noche era pelear con mis hermanos no estresado por saber cuando me entenderían o cuando me iban a dar algo para el dolor.
El llanto de los bebés, el olor a medicamento y a enfermo me revolvía el estómago. Las bancas frías y duras hacían que me doliera el coxis. Lo único que me reconfortaba era el hombro de mamá.
—¿Alberto Alcaraz? —llamó una enfermera desde la puerta color blanco que dividía la sala de espera con el consultorio.
—Aquí —respondió mi madre y después me ayudó a pararme y caminar al consultorio.
—Buenas tardes, Alberto, ¿cómo te sientes? —preguntó el doctor pelón y barbón vestido con su característica bata blanca del otro lado de su escritorio.
Lo fulminé con la mirada.
—Si me sintiera bien no estaría aquí —quise decir, pero solo respondí—.
—Mal.
—Bien, déjame revisarte…
El doctor comenzó con todo su protocolo, preguntas y exploración. El entrecejo fruncido con cada queja mía me alertaba que las cosas no pintaban tan bien como imaginaba. La paranoia de los mil escenarios catastróficos me abordó cuando llamó a la enfermera para que me hicieran un examen de sangre y un ultrasonido.
Esto era algo más grave que una infección intestinal.
—Bien Alberto, por tus síntomas creo que estás sufriendo de apendicitis. Te van a hacer unos estudios y esperaremos a los resultados para corroborar o descartar el diagnóstico. Mientras te tendremos que internar —informó el doctor tranquilo, como si de un raspon se tratara. Pero a mamá y a mí eso nos escandalizó.
—¿Lo van a operar? —preguntó mamá preocupada.
—Tenemos que esperar los resultados, pero hay una gran posibilidad que sí. Le pediré a las enfermeras que te canalicen y te asignen una camilla —dijo observandome— pero, Alberto tus padres no pueden estar contigo ellos tendrán que esperar en la sala…
Todo pasó muy rápido.
En cuestión de una hora me habían realizado todos los estudios y las enfermeras me habían canalizado, ni siquiera había tenido tiempo de procesar lo que el doctor me había informado. Solo era un niño de trece años, sólo en una habitación de hospital con otros cuatro enfermos.
Estar en el hospital era tres cosas: sofocante, intimidante y traumatizante. Lo que yo pensaba era una noche tranquila en el hospital se había vuelto un caos al marcar la medianoche. Las enfermeras corrían de un lado a otro mientras las sirenas de la ambulancia sonaban una tras otra, la sala de emergencia trabajaba a su máxima capacidad, las emergencias no paraban de llegar.
¿Debía estar yo ahí? No, pero no había más espacio donde colocarme más que en un sillón de cuero n***o y frío. Diez minutos, diez minutos habían pasado para que las camillas se llenaran.
Entonces mi malestar no sonaba tan grave como el resto.
Todo parecía correr en cámara lenta, los gritos de dolor del chico que había llegado casi desangrándose porque un fuego artificial le había explotado en la mano mucho antes de que pudiera soltarlo y éste tronar en el cielo eran desgarradores.
La señora que llegaba con una mordedura en el brazo porque un perro se había puesto agresivo (precisamente por los fuegos artificiales) necesitaba de suturas.
El señor de la tercera edad al que estaban tratando de reanimar en la cama al fondo de la habitación, no podía ver pero podía escuchar cómo le pedían a su hija que se retirara. Mientras la chica soltaba un grito desgarrador, podría jurar que el señor había fallecido mucho antes de que los paramédicos pudieran hacer algo.
Parpadee una vez, dos, tres veces tratando de despertar de esa pesadilla.
No era una pesadilla, era una realidad.
Una cruda realidad, despiadada y desgarradora. Todo este tiempo, en la inocencia de los regalos y la magia de las festividades creí que las emergencias paraban. Creí que por una noche tomaban una pequeña tregua, que las enfermedades no pasaban, que los accidentes se detenían y que la muerte no llegaba. Que equivocado estaba.
La vida y las tragedias no se detenían ni en días festivos.
Los accidentes y las pérdidas pasaban todos los días y el sector salud era uno de los que menos descansaba. Cada minuto que pasaba era desgarrador, no estaba seguro de si a mi edad estaba bien ver todas estas cosas. Sin embargo dejé de pensar cuando los celos y la envidia me comenzaron a invadir.
Mientras mis hermanos estaban cómodamente en la calidez de la casa de mi tía, seguramente comiendo tamales y mucho pastel, yo estaba muriendo de frío alimentado e hidratado por una solución salina, lejos de mis padres que esperaban en la sala de espera del hospital. El enojo con la vida por hacerme vivir esa traumática experiencia a los trece años.
Tal vez mamá si tenía razón y todo esto era culpa de mi mala alimentación. Los gritos no cesaban y las respuestas a mi caso no llegaban.
Las lágrimas de tristeza, enojo y miedo corrían por mis mejillas. Me quería ir a casa.
—¿Alberto? —preguntó una dulce voz entre el ajetreo del hospital— ¿Estás bien?
—No… Me quiero ir a casa… Quiero a mi mamá —respondí entre jadeos y sollozos.
No estaba asustado, estaba aterrado.
—Tranquilo —dijo la enfermera, una señora de mediana edad con el cabello recogido y labios rojos— vengo para llevarte con tus padres, el doctor ya tiene los resultados.
Solté todo el aire contenido, nunca me había sentido tan aliviado.
Seguí a la enfermera por todo el pasillo con la vista pegada a su espalda. No me atrevía a mirar a mi alrededor hasta que me sentí seguro en la simplicidad y frialdad del consultorio del doctor.
Tan pronto como vi a mi madre corrí a sus brazos y rompí en llantos y sollozos. Que felicidad me daba verla. Sus fuertes brazos me envolvieron reconfortantes, las vibraciones de su pecho mientras hablaba con el doctor eran tranquilizadoras después de los gritos ensordecedores de la sala de emergencias.
—...Alberto —llamó el doctor y cuidadosamente me separé de mamá asustado.
—¿Me van a operar?
—No. No tenemos que operarte, por suerte lo tuyo solo es una infección demasiado fuerte —Me regaló una sonrisa reconfortante. ¡Que felicidad!— …No podrás comer los manjares de las fiestas pero ya te puedes ir a casa.
—¡Gracias doctor! —hablé aliviado. La sonrisa en mi rostro era tan grande que mis mejillas me dolían.
Para cuando me dieron de alta del hospital, la noche ya marcaba más allá de las dos de la madrugada. El cansancio y el alivio en el rostro de mis padres era el mismo que el mío. Ya no importaba la cena o llegar a la casa de mi tía, no importaba que tanto hiciéramos con el resto de la noche. Nada borraría lo que había vivido, lo que había visto y como esa noche me había cambiado. La magia de las festividades no detiene el transcurso de la vida. Esa noche yo había tenido suerte, pero muchos de los pacientes, no tanto.
Pasar Nochebuena en el hospital, no se lo deseaba a nadie.