Capítulo 7 Juegos de Poder y Heridas Ocultas

2316 Words
Dylan no se movió. Permaneció allí, plantado como una estatua de ira y poder, sus ojos escudriñando los míos con una intensidad que me disecaba el alma. Parecía intentar descifrar si el terror que me helaba las venas era auténtico o solo una fachada hábilmente construida. La verdad era que cada latido de mi corazón era un tamborileo de pánico contra mis costillas, y solo el último vestigio de mi dignidad me impedía suplicar que me dejara huir. —Mañana te quiero fuera de mi casa a las nueve en punto —escupió, cada palabra un latigazo—. Lavarás las sábanas de esa cama y quiero verlo hecho antes de que te marches. ¿Está claro? —Entendido —respondí de inmediato, mi voz un hilo de sumisión forzada que me avergonzó hasta la médula. —Fuera de mi vista —ordenó, apartándose de mí con un movimiento brusco. Me dejó temblando, con las piernas tan débiles que tuve que apoyarme en la pared fría para no desplomarme. Las primeras lágrimas calientes escaparon de mis ojos, trazando caminos silenciosos por mis mejillas antes de que pudiera secármelas con furia. Lo observé alejarse, su espalda ancha y rígida, un muro de desprecio impenetrable. Era cruel de una manera metódica, calculada. Y yo, un peón inocente arrastrado a su juego de venganza familiar. Me tomé unos minutos en la penumbra de la terraza, respirando hondo hasta que el temblor cesó. Enderecé la espalda, me sequé las lágrimas y, con una máscara de serenidad que me costó cada gramo de fuerza, regresé al bullicio de la fiesta. Dylan, por su parte, había transformado su furia en un carisma venenoso. Reía con unos inversores, brindaba con champaña y repartía sonrisas que no llegaban a sus gélidos ojos. Nadie parecía notar el depredador que se ocultaba bajo la máscara del anfitrión perfecto. Me dirigí a la barra, dándole la espalda a la multitud, anhelando la invisibilidad. —Señora Walker —un bartender joven y de sonrisa fácil me interrumpió—. ¿Le ofrezco algo? —No, gracias —respondí de inmediato, imaginando la factura exorbitante que Dylan encontraría la manera de cobrarme. —Le hace falta un trago —insistió con gentileza—. Déjeme prepararle algo sutil, muy suave. Observé, hipnotizada, cómo sus manos ágiles mezclaban licores con la precisión de un alquimista. El resultado fue un cóctel de un rosa pálido, adornado con una flor comestible. Era hermoso, delicado. Como la vida que nunca tendría. —Aquí tiene —dijo, deslizándome la copa. Di un sorbo. El sabor era complejo, dulce con un toque cítrico que estallaba al final. Una metáfora peligrosamente perfecta. —Es fantástico —admití, y por un segundo, una sonrisa genuina asomó a mis labios. —¡Yo quiero uno como el de la señora Walker! —una voz familiar, ligeramente burlona, resonó a mi lado. Era Daniel Maxwell. No me molesté en mirarlo. Tomé mi copa y me alejé, buscando un rincón donde la soledad fuera mi única compañía. —Este tipo de eventos son un martirio, ¿verdad? —la voz de una mujer mayor, cargada de una ironía cómplice, me hizo volverme. Era Julieta Maxwell, una leyenda en los círculos sociales de Washington—. Querida, soy Julieta. Un gusto. —Alaïa —respondí, sorprendida por su calidez inmediata. —Ay, por favor, llámame Julieta. 'Señora' me hace sentir anciana —su sonrisa era astuta, sus ojos, demasiado perceptivos—. Tengo la corazonada de que todo este teatrito tiene el sello de tu querida suegra. Me da la impresión de que estás aquí bajo coacción. Intenté mantener el rostro impasible, pero era inútil. Disimulé con otro sorbo de mi bebida. —No, para nada. Todo esto es… real. —No me creas tonta, cariño —se inclinó, bajando la voz—. Dylan no es el tipo de hombre que se casa. Solo le interesan sus negocios, sus mujeres y su diversión. Esto huele a chantaje. —Madre, deja de acosar a Alaïa —intervino Daniel, apareciendo a su lado con una sonrisa de disculpa—. Daniel Maxwell. Un placer. Un Maxwell. Sabía perfectamente quiénes eran y el poder que ostentaban. Daniel se mostró atento, incluso pidió una selección de canapés que insistió en compartir. Aunque al principio me resistí, la amabilidad genuina —o al menos eso parecía— de ambos me hizo bajar la guardia. Comí un poco, saboreando cada bocado como un acto de rebelión, siempre con la espalda tensa, esperando sentir la mirada acusadora de Dylan. Cuando me despedí, prometí —sin mucha convicción— visitarlos en su empresa, Maxwell's Entertainment. Al regresar a la barra, un grupo de hombres jóvenes, relacionados con el mundo deportivo, comenzó a congregarse a mi alrededor. Sus comentarios eran amables, centrados en su admiración por Bastián King y su deseo de verlo regresar a las canchas. —Muchos lo deseamos —me atreví a decir, sintiendo un halo de normalidad—. Estoy segura de que nos dará grandes sorpresas. La conversación fluyó, y por primera vez en la noche, me encontré riendo con sinceridad. Hasta que sentí eso: una presencia gélida que me taladraba la nuca. Me giré lentamente. Dylan estaba al otro lado de la sala, su expresión era una máscara de piedra, pero sus ojos ardían con una furia silenciosa que me erizó la piel. Lo ignoré, volviendo a la conversación con una determinación temeraria. —Señores, si me disculpan, echo de menos a mi esposa —su voz cortó el aire como un cuchillo. Su mano se cerró alrededor de mi brazo con una fuerza que me hizo contener un grito—. Un placer, caballeros. Me arrastró a través de la multitud, ignorando mis intentos de liberarme, hasta empujarme a la terraza desierta, lejos de las miradas curiosas. —¿Qué demonios crees que estás haciendo? —rugió, su furia palpable en el aire frío de la noche. —Nada. Solo socializaba. ¿Acaso es un crimen? —¡Compórtate! —soltó mi brazo, dejando una marca roja y dolorosa en mi piel—. Pareces una cualquiera buscando atención, y mi esposa debe estar a la altura de mi nombre. —¿Saludar es ahora de mal gusto? —pregunté, frotándome el brazo. —Es de mal gusto estar rodeada de halcones que te ven como una presa fácil —espetó, su mirada recorriéndome con desdén—. Una becaria sin nombre, sin linaje. Hasta tu cuerpo es el de una adolescente que no ha terminado de desarrollarse. Sus palabras, diseñadas para humillar, encontraron su blanco. Pero en lugar de encogerme, una fría determinación se apoderó de mí. Le sonreí, una sonrisa vacía y desafiante, y me di la vuelta sin decir una palabra. Caminé con la cabeza alta a través del salón, entré en la habitación de invitados y cerré la puerta con seguro. Me quité el vestido como si estuviera contaminado, me puse mi camisón más sencillo y me desmaquillé con furia. Esa noche, mientras los sonidos de la fiesta se apagaban, juré que sobreviviría. A él. A todo. Mi alarma sonó a las seis en punto. El silencio en el penthouse era absoluto, sofocante. Recordé las órdenes de Dylan. Encontré una lavandería automática en un nivel inferior. Doblé las sábanas con manos temblorosas, añadiendo el vestido simple que me había costado doscientos dólares, un precio que sí podía pagar. Mientras las máquinas zumbaban, abrí mi laptop. Un correo electrónico destacaba en la bandeja de entrada: una notificación de depósito de Kingship Holdings. La cifra me dejó sin aliento. Era un bono sustancial, muy por encima de mi sueldo. Una oleada de gratitud hacia Bastián me inundó. Quería enviarle un mensaje, pero era demasiado temprano. De regreso, compré un desayuno simple y retiré efectivo. Por fin podría ayudar a David con el refrigerador nuevo. Al entrar al penthouse, todo estaba impecable, como si la fiesta nunca hubiera sucedido. Hasta que lo oí. —¿Te diviertes, cariño? —La voz de Dylan, ronca y burlona, provenía de su suite principal. Luego, los gemidos exagerados de una mujer. —Sí, bebé, así… Eres increíble. Una oleada de náuseas me recorrió el estómago. No era celos; era asco. Era la forma más vil de humillación. Puse mis audífonos a todo volumen, ahogando los sonidos obscenos con música, pero la imagen de él, disfrutando de otra mujer bajo el mismo techo donde me había tratado como basura, se grabó a fuego en mi mente. Mi sándwich perdió todo su sabor. Me vestí con rapidez, limpié la habitación hasta dejarla reluciente, colgué el vestido y dejé sobre la cama, junto a una nota, los doscientos dólares en efectivo. Sus reglas. Su chantaje. Al salir, me encontré con Iris, la ama de llaves. —Señora Walker, buenos días. ¿Le preparo algo de desayuno? —No, gracias. Adiós —dije, apresurándome hacia el ascensor. Una vez dentro, me quité el anillo de boda. El metal estaba frío, pero su peso simbólico se desvaneció. Al salir a la calle, respiré hondo, sintiendo una libertad fugaz y preciosa. Pero la realidad me esperaba en casa. Al abrir la puerta, David me miró y su sonrisa se desvaneció al instante. —¿Qué pasa, Ali? ¿Qué te han hecho? —corrió hacia mí y me abrazó. Me derrumbé en sus brazos, el llanto que había contenido durante horas estallando con fuerza. —Me obligaron, David —sollocé contra su pecho—. Los Walker… me obligaron a casarme con Dylan. Tengo que aguantar un año o deberé una fortuna. El silencio que siguió fue más elocuente que cualquier grito. —Buscaremos un abogado. Los demandaremos —dijo, su voz temblorosa de rabia. —¡Es inútil! —exclamé—. Diana ya lo intentó con su padre. Los Walker son intocables. Le conté todo, desde la noche en Bahamas hasta la humillación de la fiesta. David palideció, sus puños se apretaron. —Pero prométeme que si ese imbécil te vuelve a tocar, me lo dirás. No permitiré que te humille. En ese momento, la abuela salió de su habitación. Su rostro, normalmente sereno, estaba grave. En sus manos sostenía un sobre grueso. —La otra vez vinieron a dejarte esto —dijo, su voz cargada de una decepción que me dolió más que cualquier insulto de Dylan—. La familia de tu esposo te ha estado mandando dinero. Como si fueras una cualquiera. —Yo no acepté nada, abuela —susurré, sintiéndome diminuta. —No tienes que soportar esto. Juntaremos el dinero y se lo devolveremos. No nos humillaremos. La miré a los ojos, viendo el dolor y la preocupación en su rostro arrugado. —Abuela, tenemos suficientes problemas. No los arrastraré a esta guerra. Soportaré esto por mí y por ustedes. No nos verán débiles. Tomé su mano, jurándole con una determinación que no sentía del todo, que nada malo me pasaría. Era una mentira piadosa. Sabía, con una certeza que helaba la sangre, que el tormento apenas comenzaba. Dylan Walker no descansaría hasta verme completamente quebrada. El lunes, llegué a la oficina de Kingship Holdings antes que nadie. La vista desde el piso 37 era un bálsamo para mi alma herida. Este lugar era mi refugio, mi realidad. —Veo que alguien está de buen humor hoy —la voz de Bastián me hizo girar. Llevaba un traje gris que acentuaba sus hombros anchos. Parecía… radiante. —Este lugar me pone de buenas —confesé, siendo sincera por primera vez en días—. Por cierto, vi el depósito. Gracias. No era necesario. —Un bono por tu excelente trabajo —dijo con un encogimiento de hombros—. Lo recibirás cada vez que una entrevista salga excepcional. Considera que es un… incentivo. —Gracias —sonreí, y la gratitud fue genuina. —¿Lista para otra semana? —preguntó, y esta vez su sonrisa sí llegó a sus ojos, creando pequeñas arrugas a su alrededor que me hicieron sentir inexplicablemente cálida por dentro. —Más que lista. —¿Tienes planes el domingo? —su pregunta me tomó por sorpresa. —No, nada en especial. —Bien. Quiero que me acompañes al estadio. Iremos a ver un partido de pretemporada. —Me tendió no uno, sino cuatro boletos. No eran entradas cualquiera; eran para el palco VIP del equipo—. Lleva a tu familia. Invita a quien quieras. —¡A David le encantará! —La emoción me hizo saltar del asiento y, en un arranque de pura alegría, me lancé a abrazarlo. Él me recibió sin vacilar, sus brazos fuertes rodeándome con una firmeza que fue a la vez protectora y electrizante. Su olor, limpio y masculino, me envolvió. Por un instante, todo el miedo y la humillación se desvanecieron. —No solo haré feliz a tu hermano —murmuró cerca de mi oído—. Creo que acabo de hacerte feliz a ti. Su cercanía era un peligro delicioso. Un hombre envuelto en misterio y poder, que me hacía sentir vista, valorada. Por un segundo loco, pensé que si me permitía caer en él, lo haría sin dudar. Pero la realidad me golpeó. Me separé bruscamente, el rubor quemándome las mejillas. —Lo siento. Es que… me emocioné —balbuceé, mirando mi reloj—. Debo irme. Tengo que entregar un avance en la universidad. Su expresión se nubló, un muro bajando entre nosotros. —Hasta mañana, Alaïa —dijo, su voz formal de nuevo. Salí de su oficina con el corazón acelerado. "Eso es lo que pasa cuando una ilusiona a un hombre que jamás podría fijarse en alguien como tú", me regañé mentalmente durante todo el trayecto. Pero por más que lo intentara, no podía borrar la sensación de sus brazos a mi alrededor, un consuelo peligroso en medio del infierno que Dylan Walker estaba construyendo para mí.
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