Lo miré fijamente a través del cristal empañado, y él, captando mi intención en el lenguaje mudo de mis ojos, no dudó ni un instante. Me cargó en sus brazos como si no pesara nada y entró conmigo bajo el chorro caliente y torrentoso. Envolví su cadera con mis piernas y, con mis manos guiándolo, lo llevé hacia mí. Su entrada fue tan fácil, tan perfecta y familiar, que un gemido gutural escapó de ambos labios, perdiéndose en el ruido del agua. Nos fundimos en un abrazo acuático, con besos salados por el sudor y las lágrimas no derramadas, y manos que resbalaban sobre pieles mojadas, buscando un punto de apoyo en el otro. Mientras yo me movía sobre él, cabalgando el ritmo salvaje de la pasión que el agua multiplicaba, él me sostenía con una fuerza que era a la vez protección y dominio absolut

