La tarde de noviembre se desplegaba como una mancha de tinta grisácea sobre el cielo, una temperatura ambigua que ni mordía con frío ni acariciaba con calor. O quizás, simplemente, yo ya no sentía nada. El vacío era una presencia tangible, un manto pesado sobre mis hombros infantiles mientras permanecía entre la figura encorvada de mi abuela y la mano temblorosa de mi hermano pequeño. Palabras huecas flotaban a mi alrededor: "Todo estará bien", "Harán justicia", frágiles barquitos de papel intentando navegar en el océano oscuro que había tragado a mis padres. Los habían arrancado de este mundo con una violencia tan brutal, tan definitiva, que los murmullos apenas lograban articular la razón: venganza por las plazas de poder en la sombra, o el impago de un tributo sangriento a una mafia que no conocía la clemencia. La justicia, en aquel mundo, olía a pólvora y traición.
Un hombre de facciones duras, envuelto en un aura de peligro que incluso yo, con mis pocos años, percibía como una vibración eléctrica en el aire, se inclinó. Sus dedos, fríos y callosos, apretaron mi mejilla con una posesividad que me hizo retroceder instintivamente. "Lo lamento mucho, muñeca", susurró, su aliento a tabaco fuerte y algo más amargo, medicinal. Mi abuela, un bastión frágil pero feroz, me envolvió con sus brazos huesudos, erigiendo un escudo invisible entre él y yo. "Déjela en paz", su voz, normalmente suave, tenía un filo de acero. "Váyase". El hombre retrocedió, una sombra fugaz con una última mirada penetrante que prometía, no consuelo, sino una atención futura e indeseada.
Desde aquel instante, la invisibilidad se convirtió en mi armadura. Mis ojos, del color de la ceniza antes de enfriarse, y mi cabello, una cascada rubia que capturaba la luz como si fuera oro líquido bajo un sol implacable, eran estandartes que atraían miradas como moscas a la miel. Miradas masculinas, cargadas de una curiosidad turbia o una admiración que se sentía… peligrosa. Deseé con toda la fuerza de mi alma poder teñir ese oro de n***o azabache, o de cualquier tono que me confundiera con las sombras. Saqué mi gorro de lana lila, un destello de color infantil en medio de tanta penumbra, y lo hundí hasta las cejas, ocultando la melena traicionera. Era una declaración muda: No me vean. No me deseen. Déjenme desaparecer.
El funeral fue una ceremonia grotesca, un teatro de lágrimas forzadas y susurros hipócritas bajo techos altos que reverberaban con silencio. Lo único que anhelaba era oír la voz cálida de mamá susurrarme que todo pasaría, sentir la mano firme de papá sobre mi hombro, prometiéndome seguridad. Pero solo recibía el eco de mi propio dolor. Después, el sistema nos atrapó. Mi hermano y yo, dos pequeños naufragios, fuimos conducidos a las frías oficinas de Servicios Infantiles. El aire olía a desinfectante barato y desesperanza resignada.
"¿Quieren vivir con su abuela?" La voz de la trabajadora social era dulce, profesional, pero sus ojos escaneaban documentos, no almas rotas.
"Sí", contestó mi hermano, su voz un hilo tenue, aferrándose a lo único familiar que quedaba.
Nos informaron de visitas mensuales, de controles, de un apoyo gubernamental que sonaba a limosna burocrática. Cada palabra era un clavo más en el ataúd de mi infancia. Deseaba que el día se consumiera, que la noche eterna cayera y me permitiera hundirme en la inconsciencia, acurrucada en cualquier rincón que oliera a refugio. Las lágrimas, saladas y ardientes, eran el único lenguaje auténtico que me quedaba, el único acto que sentía genuino en medio del simulacro.
Al salir de la oficina, abrumada por el peso de decisiones ajenas y futuros inciertos, mi cuerpo menudo chocó contra una presencia sólida y perfumada. Un grito ahogado escapó de mis labios. "Lo… lo siento", balbuceé, levantando la mirada hacia una figura que parecía esculpida en ébano y hielo. Era una mujer. Alta, esbelta, envuelta en un traje n***o que fluía como la noche misma, cortado con una precisión que gritaba poder y riqueza obscena. Sus ojos, de un verde profundo y gélido como lagos helados bajo una luna extraña, descendieron hasta mí con una lentitud calculada. Primero me escudriñó a mí, una criatura insignificante y desolada. Luego, su mirada bajó hacia su impecable traje, un gesto casi imperceptible de fastidio. Ni un rasguño, ni una mancha. Mi disculpa había sido tan innecesaria como mi existencia en su camino.
Pero había algo en ella. Una energía que electrizaba el pasillo. Los oficiales, hombres endurecidos por profesiones violentas, se enderezaron. Murmullos, cargados de un temor reverencial, la nombraron: "Laura Walker". El nombre flotó en el aire, pesado, imbuido de un significado que escapaba a mi comprensión infantil. ¿Por qué ese miedo? ¿Qué poder emanaba de su fría perfección que hacía que las miradas se desviaran y las voces se apagaran? No era solo respeto; era sumisión. Y algo dentro de mí, algo profundo y herido, se estremeció. No con miedo, sino con una fascinación repentina, intensa, casi magnética. En medio del caos y la pérdida, aquí estaba una fuerza indomable, una oscuridad que no pedía permiso, sino que gobernaba.
Como movida por un instinto primario, mis dedos encontraron un trozo de papel olvidado en un escritorio cercano. Un lápiz gastado rodó hacia mí. Con una concentración feroz, garabateé dos palabras, una promesa nacida de las cenizas, un faro en mi nueva y desolada realidad:
Laura Walker.
Y debajo, con una letra temblorosa pero llena de una determinación que jamás había sentido, añadí:
De grande quiero ser COMO Laura Walker.
No quería su compasión. Quería su poder. Su impenetrabilidad. Su capacidad de hacer temblar a los que inspiraban terror. Quería convertirme en la tormenta, no en la rama quebrada. Era el germen inconsciente de un futuro donde el odio y la atracción se entrelazarían bajo estrellas ajenas, donde la niña que deseaba desaparecer aprendería a dominar las sombras… tal vez incluso a amar a la que las encarnaba. El camino de enemigos a amantes comenzaba en un pasillo frío, con un nombre escrito como un hechizo sobre un papel robado.