Capítulo 2 Jaque al Rey

1787 Words
Bahamas - Dylan El aire olía a sal, a flor de plumerillo demasiado dulce y a hipocresía. Debería estar en mi despacho de Manhattan, cerrando la adquisición de una firma tecnológica rival, no aquí, en esta cena de ensayo que apestaba a mentiras y ambición barata. Mi hermano, Steve, el eterno romántico, sonreía como un idiota a su prometida, Paula. Una unión tan repentina como sospechosa. Mis investigaciones no dejaban lugar a dudas: su obsesión no era mi hermano, sino el apellido Walker y la llave a una de las fortunas más sólidas de Washington. Hoy, yo sería el lobo que disipa el hechizo de su cuento de hadas. Mi madre, sentada a mi derecha, compartía mi disgusto. Su sonrisa era una finísima capa de barniz sobre una madera podrida por el resentimiento. Mirábamos a Steve con la misma decepción: otro Walker cayendo ante una falda, igual que nuestro padre, Eric. Aunque, para ser justos, mi madre había sido una cazadora infinitamente más astuta que Paula. Ella no solo consiguió el apellido; lo domó, lo moldeó y lo enjauló en una vida de apariencias perfectas. Mi padre, en cambio, estaba extático. Su discurso sobre el amor y la unión eterna fue tan aburrido como patético. Cuando terminó, se acercó a mí, su copa de whisky en la mano, y señaló con desdén hacia un grupo de mujeres que reían demasiado alto. —Cambia esa cara de funeral, Dylan. Espero que sigas su ejemplo pronto. —Su voz era un rumor grave de advertencia. —El matrimonio es una institución obsoleta, padre. Lo sabes —respondí, sin apartar la vista del horizonte, donde el sol se ahogaba en un mar de sangre naranja. —Lo mismo decía tu madre —replicó, con una sonrisa que no llegaba a sus ojos—. Y míranos ahora. Esa… aventura que tienes con esa mujer de la prensa no te llevará a nada bueno. Entiéndelo. —Es solo eso, papá. Una distracción. Y prefiero mil de esas que una cadena perpetua dorada. —Solo no quiero que te arrepientas —su voz se suavizó, adoptando un tono raro en él—. Que conozcas a la mujer equivocada en el momento equivocado y, por tu terquedad, la pierdas para siempre. Una mueca de irritación se dibujó en mis labios. —Eso jamás pasará. No me enamoraré. Es una debilidad que no me puedo permitir. Estoy cansado de esta cantinela. —Está bien —cedió, alzando las manos en un gesto de falsa derrota—. Como digas, hijo. Se alejó, dejándome con el sabor amargo de su preocupación. Quería un heredero estable, una familia perfecta para la portada de Forbes. Mis planes eran otros. Más oscuros. Más lucrativos. Y el primero de ellos era salvar a mi ingenuo hermano de sí mismo. Después de la velada, me dirigí a mi villa, anhelando el silencio del lujo extremo. Pero en el lobby del resort, una escena captó mi atención por una fracción de segundo. Dos mujeres acababan de llegar. Una, rubia y efusiva. La otra… La otra tenía el cabello del color de la arena mojada y unos ojos grises, grandes y claros, que escrutaban el lugar con una mezcla de asombro y cautela. Era atractiva, de una belleza extraña y no cultivada que sobresalía entre el oropel artificial del lugar. No era de mi interés, por supuesto. Mi mundo estaba hecho de cirugía y diseño, no de naturalezas salvajes. El botero las guió. —Señoritas, su villa es por aquí. Síganme, por favor. Nuestras miradas se encontraron. Un instante, un cruce de caminos. Y entonces, ella apartó la vista. Rápido, deliberado. Como si yo fuera una estatua más del decorado. ¿Me acababa de rechazar? La insolencia de ese acto me quemó por dentro. ¿Cómo se atrevía? Mi físico—1.90 de estatura, cuerpo esculpido en el gimnasio y en la pista de squash, ojos azules que sabían perfectamente cómo hechizar— me aseguraba que todas las miradas, deseosas o envidiosas, se posaran en mí. Siempre. Era una ley natural. Pero ella… ella había mirado a través de mí. Que se joda, pensé, aunque la irritación siguió ardiendo en mi pecho como una brasa. Un plan se formó instantáneamente en mi mente. Ordené que enviaran media docena de botellas del champagne más caro a la villa de la novia y sus amigas. Que la fiesta empezara. Que la cordura se diluyera en alcohol. La noche prometía ser magnífica. Mientras esperaba a que el veneno burbujeante hiciera efecto, caminé por la playa. La luna plateaba la espuma de las olas. Deseé, no por primera vez, ser un hombre normal. Sin la carga del apellido Walker, sin la batalla constante por el control del bufete más poderoso de la Costa Este. Pero mi hermano, el idiota, insistía en pisarme los talones, en jugar a ser el hijo bueno, en… casarse con la mujer que una vez creí que me amaba. Di un trago largo al whisky que llevaba, el fuego del liquor no logró apagar el más frío que ardía en mi interior. Vi las luces apagarse en la villa de las mujeres. Por fin. Paula estaba sola. Era mi momento. Caminé hacia su villa. La puerta del patio estaba entreabierta, una invitación negligente. El interior era un caos de vestidos, zapatos y envoltorios de regalos. Cerré la puerta principal con seguro. El sonido del agua corriendo en la ducha exterior me guió. Me desvestí con la eficiencia de quien está acostumbrado a hacerlo. Paula, bajo el chorro de agua, era un espectáculo deliberado. Sus pechos redondos, sus pezones rosados y erectos por el contraste del agua templada con la brisa nocturna. Mi cuerpo respondió al estímulo, un acto reflejo de pura carnality. —Parece que necesitas compañía —dije a su espalda, mi voz un susurro ronco que cortó el rumor del agua. Ella se sobresaltó, girándose y tratando de cubrirse con las manos inútiles. —¡Largo, Dylan! —su voz era un silbido de pánico e indignación—. ¡Sabes que mañana me caso con tu hermano! —Lo sé —avancé, el agua caliente golpeándome el pecho—. Por eso vengo a darte tu despedida de soltera. La que mereces. Ignoré sus protestas. Mi mano se enredó en su cabello mojado, no con fuerza, pero con una autoridad que ella reconoció al instante. Un quejido suave, casi imperceptible, escapó de sus labios. El sexo con Paula siempre había sido así: una guerra donde ambos perdíamos el control. La empujé contra la pared de piedra fría, levantando una de sus piernas para enlazarla alrededor de mi cadera. Sin preámbulos, la penetré con una furia que nos dejó a los dos sin aliento. —¡Así, Dylan! —chilló, abandonando toda pretensión de lucha. La embestía salvajemente, cada embestida un acto de venganza, de posesión, de puro odio ritualizado. Quería que Steve oyera los gemidos de su futura esposa ahogándose en nuestro vicio. Cerré la llave del agua y la cargué, still inside her, hacia la cama deshecha. Sus gritos eran brutales, primitivos, un contrapunto perfecto para mis gruñidos sordos. —¿Y cuando estés casada? —panting, salí de ella solo para provocar—. ¿Seguiremos con estos encuentros? —¡No! ¡Esta noche es la última! —protestó, pero su mano buscó mi entrepierna, traicionando sus palabras. —Eso no lo decidirás tú —mordí su pezón, haciéndola gritar—. Seguiremos haciendo esto hasta que me plazca. O hasta que le des un heredero a mi hermano. —¡Jódete! —intentó separarse, pero la fuerza la había abandonado. La puse a gatas, exponiendo su cuerpo a mi voluntad. Me encantaba tener el control absoluto. Ella era mi pecado favorito, la grieta por donde se filtraba toda mi oscuridad, haciendo que la compasión y la delicadeza se evaporaran. —¿Quieres callarte? —susurré en su oído, clavadola más profundamente—. ¿O prefieres que tu perfecto prometido te encuentre así, gritando mi nombre? Esto apenas comenzaba. Y yo tenía demasiada rabia acumulada para un rato corto. El sueño me venció, un blackout pesado y satisfecho. El aroma a mar y sexo impregnaba la habitación. —Despierta. —La voz era un látigo frío que me arrancó de la inconsciencia. Abrí los ojos. La luz del amanecer cegadora se filtraba por las persianas. Mierda. Paula se acurrucaba en un rincón, envuelta en una sábana, su rostro una máscara de terror. Y frente a la cama, de pie, luciendo su ridículo esmoquin de ensayo nupcial como una burla, estaba mi hermano Steve. Su rostro estaba pálido, transformado por una decepción tan profunda que casi parecía dolor físico. —¿Me pueden explicar qué demonios pasa aquí? —La voz de mi madre, afilada como navaja, cortó el aire desde la puerta. Salí de la cama con deliberada lentitud, enfundándome la bata de seda que colgaba de una silla. La satisfacción de la noche se transformó en una adrenalina fría y calculadora. —Me estaba divirtiendo, madre —dije, con una sonrisa desafiante—. Ahora, si me disculpan, tengo un jet que coger de regreso a Nueva York. —¡Dylan Walker! —El grito de mi madre resonó en la habitación, cargado de una furia glacial—. ¿Acabas de arruinar la reputación de esta familia por culpa de esa… mujer? —Su mirada, cargada de veneno, se clavó en Paula—. Y tú, ve a arreglarte. Esta boda se llevará a cabo. Paula se irguió, algo de su antigua fiereza regresando a sus ojos. —No soy marioneta de nadie —escupió—. ¡Todos ustedes pueden irse al infierno! Entró al baño y cerró la puerta de un golpe. Steve la siguió con la mirada, destrozado. Yo solo observé el desplome del escenario que yo mismo había incendiado. —Joder, Dylan —mi madre se acercó, su perfume caro olía a ira—. Siempre tienes que arruinar todo lo que toca tu hermano. Olvídate de recibir tu herencia. La parte de tu abuelo. A este paso, terminarás arruinando tu vida. —¿Arruinando? —Una carcajada seca me salió de los labios—. No te olvides, querida madre, de que fue mi querido hermano quien me arrebató a esa mujer primero. Y le di una de mis acciones del bufete para compensarlo. Así que ahórrate los chantajes baratos. Ya no funcionan. Cansado del drama, di media vuelta y salí de la villa. La brisa matinal era fresca contra mi piel. Me sentía vacío. Y, de una manera perversa y hollow, victorioso. El juego continuaba. Y yo acababa de hacer mi jugada más audaz.
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