La habitación me recibió con su silencio habitual, pero este fue interrumpido por una explosión de color sobre la mesilla de noche. No eran las rosas de colores y predecibles de antes. Era un ramo de margaritas, un estallido de blancos, amarillos y rosados que detuvo mi aliento. Eran mis favoritas. ¿Cómo lo supo? Una punzada de inquietud, tan afilada como dulce, me atravesó. Me acerqué con la cautela con la que se observa una trampa bellamente decorada. La nota, escrita en una caligrafía enérgica y arrogante, decía:
Alaïa,
Este es el comienzo.
Dulces sueños,
Dylan.
Sobre la cama, reclinado contra las almohadas como un centinela mudo, había un conejo de peluche blanco. La escena era surrealista, una representación grotesca de una ternera que no cuadraba con el hombre que conocía. El Dylan que yo recordaba era un idolo esculpido en hielo y arrogancia, cuyas únicas devociones eran el poder, el placer y la rotación constante de mujeres en su cama. Este nuevo Dylan, el de las margaritas y los peluches, era infinitamente más peligroso. Mi instinto gritaba que era una farsa, una carnada envenenada en su juego de manipulación. Y yo, la zorra hambrienta, tendría que morderla con una sonrisa para obtener las pruebas que necesitaba. La libertad tenía un precio, y aparentemente, incluía soportar su delirante interpretación de un marido enamorado.
Me refugié en el armario, un espacio que ahora parecía una boutique de lujo. Vestidos de seda, cazadoras de cuero suave, zapatos que costaban más que mi primer coche. En otra vida, habría sido un sueño. Ahora, cada prenda colgada era un recordatorio de mi encarcelamiento dorado, una obligación de interpretar un papel para el que no había ensayado: el de la esposa dócil y agradecida. Con un suspiro de derrota, desenterré mi viejo pijama de algodón, una reliquia de mi vida anterior, y me preparé para una noche de sueños intranquilos.
La alarma cortó la noche como un cuchillo. Antes de que la razón disipara por completo la niebla del sueño, un propósito claro guió mis movimientos: encontrar una prueba. Abrí la puerta con una lentitud criminal, deslizándome en puntillas hacia el pasillo con el corazón martilleándome en el pecho.
—Parece que quisieras escapar de mí —su voz, grave y cargada de una diversión siniestra, me hizo dar un respingo. Me volví y allí estaba, apoyado en la jamba de la puerta de su habitación, con ropa de entrenamiento que delineaba cada músculo de su torso. Una sonrisa jugueteaba en sus labios.— Buenos días.
—Buenos días —logré articular, forzando un tono de normalidad que sonó falso incluso para mis propios oídos.
—Es demasiado temprano, ¿no crees? —Su mirada recorrió mi atuendo casual, y una oleada de rubor me quemó las mejillas.— Iris preparará el desayuno. —Se acercó, y su aroma a jabón de menta y sueño invadió mi espacio personal, nublando mis sentidos.— Te veo en un rato.
Mi respiración se había vuelto un caos. Intenté calmarme, pero fue inútil. Lo observé descender las escaleras, la ancha espalda un muro de tentación y amenaza. Mi mirada se desvió hacia la puerta de su habitación, esperando, casi deseando, ver surgir de su interior la silueta de otra mujer, una prueba tangible de su hipocresía. No apareció nadie. Me sentí una tonta, una novia celosa en el peor de los escenarios posibles. Regresé a mi habitación y decidí que necesitaba escapar, aunque fuera por una hora. Ponerme mis shorts y mi playera de correr fue un acto de rebelión.
Salir a la calle fue como emerger a la superficie después de estar sumergida en aguas profundas. Cada inhalación de aire matutino era un sorbo de libertad. Me coloqué los auriculares y dejé que la música anegara mi mente, ahogando el eco de su voz. Mis pies golpearon el asfalto con una furia liberadora. Ser la esposa trofeo era un trabajo agotador, una actuación constante que me dejaba el alma más cansada que el cuerpo.
Corrí hasta que el ardor en mis piernas se volvió insoportable. Mi cuerpo me guió hacia la cafetería de siempre, cerca del Penthouse. El aroma a grano tostado era un bálsamo. Pedí un café n***o y un sándwich, anhelando la simplicidad de un desayuno caliente y crujiente. Mientras esperaba, a través del cristal, vi a Dylan salir del edificio. Sacó su teléfono con esa elegancia indolente que lo caracterizaba.
—Patético —murmuré para mis adentros, con desdén.
En ese instante, mi propio móvil se iluminó, mostrando su nombre como una advertencia. Lo rechacé, concentrándome en mi taza como si contuviera las respuestas del universo. Hasta que llamaron mi número.
—Sé que te gusta el café de este lugar, pero en casa nos espera un desayuno digno de tu paladar —su voz a mi espalda hizo que me estremeciese. Ladeé la cabeza y cerré los ojos, buscando paciencia.
—Ya te he dicho que… —comencé, pero él ya había tomado mi plato y mi taza, devolviéndolos al mostrador con un gesto de autoridad. Dejó un billete de cien dólares y su mano rodeó mi brazo con una firmeza que no admitía discusión.
—No es necesario que hagas esto, Alaïa. No pienso cobrarte la comida. Deja de ser tan difícil y vamos a casa. En unas horas vendrán a arreglarte.
—¿Qué? —pregunté, confundida y furiosa.
No dijo nada más. Su mano en mi brazo era una grillete de carne y hueso que me guió de vuelta al Penthouse. La rabia hervía en mi sangre. Detestaba su control, su intrusión en cada decisión, cada respiro. No quería compartir más tiempo del estrictamente necesario.
Al entrar, sin embargo, el aroma a café recién hecho y pan tostado envolvió mis sentidos, despertando al animal hambriento que llevaba dentro. Sobre la barra de la cocina, alguien había preparado exactamente el sándwich que me gustaba.
—Señora, espero que le guste —Iris me sonrió, y fue una de las primeras sonrisas genuinas que le veía.
—Gracias, Iris —respondí, y tomé el plato y la taza, refugiándome en un rincón de la cocina, lejos de la gran mesa donde él seguramente querría presidir.
Pero su risa, baja y vibrante, llenó el espacio. Y de pronto, estaba a mi lado.
—Deja de huir —susurró, su alborozo en un contraste desconcertante con mi malhumor—. ¿Qué pasa? ¿Crees que tengo rabia?
—No lo dudaría —susurré, clavando la mirada en mi sándwich.
—¡Hey! —protestó, y antes de que pudiera reaccionar, sus dedos encontraron mis puntos débiles, desatando un torrente de cosquillas incontrolables.
Intenté escabullirme, forcejeando y riendo a pesar de mí misma. La risa me brotaba del pecho, una cascada genuina y traicionera que me dolía en las mejillas. Él no cedía, y yo ya no podía ni hablar.
—Soy un perro rabioso —gruñó, fingiendo morderme el hombro—. Tendrás que llevarme al veterinario.
Seguí riendo, sin aliento, y cuando por fin nuestros ojos se encontraron, su expresión cambió. La diversión dio paso a algo más profundo, más intenso.
—Eres mucho más hermosa cuando sonríes —murmuró, y con una delicadeza que no le creía capaz, colocó un mechón de mi cabello suelto detrás de mi oreja.
Mi risa se extinguió de golpe. Su contacto, sus palabras, me paralizaron. ¿Desde cuándo…? No. No podía bajar la guardia. Este era el momento más peligroso, cuando la simulación se teñía de verosimilitud.
—Será mejor que desayunemos —dije, rompiendo el hechizo con una voz que intentaba ser fría, pero que sonó temblorosa.
Mis esfuerzos por negarme a sus planes fueron inútiles. Terminé aceptando la visita del estilista y, para mi sorpresa, la salida a comer. No esperaba que Dylan, el magnate que cenaba en restaurantes con estrellas Michelin, disfrutara de la comida callejera. Pero allí estaba, entregándome un taco árabe con la satisfacción de un niño.
—A veces me gusta comer esto —confesó, dando un mordisco que era casi un acto de rebelión.
Fue entonces cuando comenzó a hablarme de un caso, uno distinto a los acuerdos multimillonarios que solía manejar. Era una custodia.
—No puedo imaginar tener que pelear así por unos hijos —dijo, y noté un destello de genuina indignación en sus ojos, algo crudo y real que no encajaba con su personaje—. ¿No se dan cuenta del daño que les hacen a esos niños?
—A veces la gente no mide las consecuencias —respondí, cautelosa—. Olvidan que, al final, los que siempre salen perjudicados son los más pequeños.
Me miró, asintiendo lentamente. No era la mirada del cazador evaluando a su presa, sino la de alguien que encontraba un eco inesperado en mis palabras. La conversación se transformó. Dejó de ser un monólogo suyo y se convirtió en un diálogo. Caminamos por la calle tomados de la mano, como cualquier pareja normal. Entramos en una tienda de curiosidades, y mis ojos se posaron en una libreta con la portada de La Noche Estrellada de Van Gogh. La deseé con una punzada de nostalgia, pero la dejé en su sitio. No quería aceptar más regalos. No quería deberle nada.
De vuelta en el Penthouse, me entregué a las manos expertas de Artur. Dos horas de peinado, maquillaje y tensión. Cuando por fin me miré al espejo, no reconocí a la mujer que me devolvía la mirada. El maquillaje realzaba mis ojos, dándoles una profundidad dramática. Mi cabello caía en ondas perfectas. Era el disfraz definitivo.
—Hoy dejarás a todos boquiabiertos, mi reina —anunció Artur, sacando del armario un vestido color vino—. El rojo está sobrevalorado. Este es tu color.
El vestido era una declaración de intenciones. Mangas largas y caídas, un escote pronunciado que se insinuaba más que mostraba, y una caída que, me di cuenta con horror, se ceñía a cada curva de mi cuerpo como una segunda piel.
—Es demasiado. No —protesté, sintiendo el rubor subirme al rostro.
—¡Tonterías! —me empujó hacia el baño—. Vamos, póntelo.
Tuve que recurrir a la lencería que Dylan había comprado, un conjunto de encaje n***o que incluía un liguero. Cuando me deslicé dentro del vestido, la tela se adaptó a mi anatomía de un modo que parecía orgánico. Era aterrador. Hasta mi trasero, que siempre había considerado anodino, se veía esculpido y provocativo. Al salir, Artur me esperaba con unas zapatillas que parecían dagas.
—Perfecto —susurré, tomándolos con mano temblorosa.
Me senté en la cama para ponérmelos, sintiéndome como Cenicienta a punto de ser descubierta.
—Permíteme —la voz de Dylan me hizo alzar la vista.
Estaba en la puerta, enfundado en un esmoquin n***o que era un homenaje a su físico. Su fragancia, amaderada y especiada, llenó la habitación. Se arrodilló ante mí, tomó una de las zapatillas y, con una concentración absurda, me calzó el pie. Sus dedos se demoraron en mi tobillo, y su mirada, cuando se encontró con la mía, era pura lujuria desatada.
—Debo contenerme —murmuró, su voz un ronroneo grave—. Estás hermosa, y no quiero arruinar ese labial.
Repitió el ritual con el otro pie. Cuando se levantó, me tendió la mano. Al contacto, esa chispa familiar, electrizante y pasional, recorrió mi brazo.
—Falta algo —dijo, sacando una caja de terciopelo del bolsillo de su pantalón—. Un regalo más para mi amada.
Dentro, unos pendientes de diamantes centelleaban con luz propia. "Gracias", dije, con la intención de guardarlos, pero la expresión en su rostro—una mezcla de esperanza y autoridad—me disuadió. Me los puse, sintiendo el frío peso de las piedras contra mi cuello.
—Te espero abajo.
El coche era una burbuja de lujo y silencio. La cena sería en la mansión de los Solderé, socios del bufete y magnates turcos de los que me había empapado en mis investigaciones. Eran el tipo de personas que podían hacer o deshacer carreras con una mirada.
—¿Lista? —preguntó Dylan al detener el Jaguar n***o frente a la imponente fachada.
—Lista —respondí, con un tono desafiante que ocultaba un mar de nervios.
Su mano en la mía era firme, posesiva. Noté cómo su pulgar jugueteaba con los anillos de boda en mi dedo, una verificación tácita de mi sumisión. Los susurros nos seguían. "El Diablo y su nueva tentación". "Qué pareja más explosiva". Puse los ojos en blanco, pero un estremecimiento de poder, falso y prestado, me recorrió la espalda.
Sarah y Osan Solderé nos recibieron en la entrada. Sus sonrisas eran tan pulidas como los diamantes que llevaban.
—Nuestros invitados de honor —dijo Sarah, y su mirada me escrutó con una intensidad que resultaba incómoda.
—Me encanta tu mujer, Dylan —comentó Osan, con una palmada en el hombro de él—. Cuídala. Aquí hay muchos buitres dispuestos a ofrecerle el mundo.
—Siempre cuidaré de ella —prometió Dylan, y llevó mi mano a sus labios. El beso en mis nudillos fue una quemadura.
La fiesta era un caleidoscopio de riqueza y poder. Dylan se alejó para dejar mi abrigo, y fue entonces cuando lo vi. Hablaba con una mujer morena y esbelta, de una belleza fría y familiar. Su postura era rígida, su expresión tensa, como si la presencia de ella fuera una mancha en su noche perfecta. La vio, y se separó de ella con un movimiento brusco, enojado. Mi corazón dio un vuelco. ¿Una prueba? ¿Una antigua amante? Pero cuando se acercó a mí, su rostro era una máscara de calma.
—Vamos, cariño. Quiero presentarte a algunos colegas.
Lo seguí, y me sumergí en el papel. Saludé, sonreí, charlé de mercados y de arte. Reconocí a cada persona, cité datos, proyecté una inteligencia que pareció sorprender a más de uno. Dylan me observaba desde la distancia, y en sus ojos no había solo orgullo posesivo, sino algo que parecía asombro genuino.
Los anfitriones abrieron la pista de baile. Sarah y Osan bailaron con una sincronía que hablaba de años de complicidad. Por un momento, me permití imaginar cómo sería sentir eso, esa seguridad en los brazos de otro. La melodía terminó, y una nueva comenzó, una canción lenta y sensual que erizó mi piel.
—Alaïa, ¿me concedes esta pieza? —la voz de Dylan cortó el murmullo de la fiesta.
Todos los ojos se volvieron hacia nosotros. Asentí, y su mano en mi cintura me guió a la pista. Era un imán y yo, el metal. Nuestros cuerpos se encontraron, y de pronto, el mundo exterior se desdibujó. No había invitados, no había mentiras, no había Bastián. Solo estaba la presión de su mano en mi espalda, la firmeza de su torso contra el mío, el ritmo hipnótico de nuestra respiración sincronizada.
Somos los dueños del tiempo
Baila conmigo en el viento
Desnuda tus sentimientos
Hasta el último momento
Mi todo eres tú
Era una danza de fuego y sombra. Cada giro, cada deslizamiento, era una palabra más en el lenguaje secreto que estábamos creando. Mi odio, mi resentimiento, se disolvían bajo el hechizo de su proximidad, reemplazados por una confusión peligrosa y embriagadora. Por un instante, solo un instante, dejé de luchar y me abandoné a la fantasía.
Cuando la música cesó, fue como despertar de un sueño. Dylan no me soltó. En cambio, inclinó la cabeza y capturó mis labios en un beso que no era para la audiencia. Era lento, profundo, y sabía a verdad y a mentira, a vino y a veneno. Luego, se dirigió a la multitud, su voz resonando con una autoridad que silenció la sala.
—Damas y caballeros —anunció, su mano apretando la mía como un grillete de diamantes—. Nuestra anhelada boda será dentro de tres meses.
El estallido de aplausos y felicitaciones fue ensordecedor. Una sonrisa congelada se grabó en mi rostro mientras la sangre se helaba en mis venidas. El mundo giraba a mi alrededor, pero yo estaba paralizada, atrapada en el centro de la tormenta que él acababa de desatar. ¿Cómo había podido hacerlo? Y, lo que era más aterrador, ¿por qué una pequeña y traidora parte de mí había dado un vuelco de emoción ante sus palabras?