El frío gélido le calaba hasta los huesos, la suave llovizna que empapaba su vestimenta le resbalaba por las mejillas y se mezclaba con las lágrimas saladas que derramaba en silencio. Gimoteó y sollozó por lo que considero una eternidad. Su corazón estaba destrozado. Oyó pisadas sobre el pasto pegajoso, no levantó la mirada ni se dispuso a voltear, sabía que lo estaban observando a la distancia. Le estaban dando la oportunidad de despedirse. – Lo lamento mucho, Wrightwood – el Conde de Blakewells posó una mano sobre su hombro y lo apretó, intentando en vano ofrecerle algún tipo de consuelo. – Yo también – fue lo único que logró expresar. Era tan joven y él no pudo hacer nada, era consiente que la impotencia no lo dejaría vivir en paz. El cementerio estaba en

