7 de julio de 1810, Herefordshire
Después de dos días de búsqueda exhaustiva, de releer, él mismo, unas quinientas veces el contrato, y llevarle el documento a un abogado en el pueblo para que también lo examinase, Edward se dio cuenta de que no existía ni una condenada cláusula que lo liberase de cumplir con cada uno de los mandatos escritos en el maldito contrato. La ausencia de nombres hacía imposible que lo absolvieran de cumplir con lo estipulado, y él no sería el primer Marqués de Wrightwood en ir a la cárcel por incumplir un contrato. Para desgracia de Edward: Su padre, el conde y sus respectivos abogados habían realizado un excelente trabajo, que no dejaba espacio para malentendidos.
Por un lado, en pocas palabras, el contrato estipula que: exclusivamente el hijo de David Campbell 6to Marqués de Wrightwood, heredero al título de Marqués de Wrightwood, podría casarse con la hija del Conde Hughes. Por ser Edward el heredero directo debía ser él el candidato, ya que el título sólo pasaría a manos de Matthew si el fallecía, y morir no le parecía la mejor manera de librarse de cumplir con su deber, además su hermano ya tenía un año de haberse unido a la vida militar. Asimismo dictaminaba, el dichoso contrato, que: la hija del Conde Hughes estaba comprometida en matrimonio con el heredero próximo al título de Marqués de Wrightwood, no decía cuál hija, en ningún momento se mencionaba el nombre de Lady Caroline. El acuerdo únicamente se anularía si no había hija con quien desposar al heredero del marquesado, cualquiera de los dos herederos. O si no había ningún heredero que fuese hijo del 6to marqués. El contrato se había escrito cuando Edward contaba con cinco años y su hermano con cuatro, Lady Caroline tenía un año de nacida y Lady Cassandra aún no hacía acto de presencia en la vida.
Edward observó el reguero de papeles sobre su escritorio, comenzó a ordenarlos y guardarlos en sus respectivos cajones. No había nada que hacer, ya no tenía alternativa. Había hecho todo lo que se le ocurrió pero no había solución a su problema. Tendría que casarse con Lady Cassandra, con una niña.
¡Que Dios lo ayudase!
Así que aceptando su inminente matrimonio, le pidió a su ayuda de cámara que lo ayudase a vestir. Iría a visitar a sus vecinos, hablaría con el conde y reanudaría el cortejo, pero esta vez con una dama distinta. Si su difunto padre quería que se casara con una Hughes, pues así sería.
A pesar de cómo habían terminado las cosas la última vez y la manera en la que Edward se marchó de aquella casa hace dos días, el conde lo recibió de buena manera. Durante su charla, que tuvo lugar en el amplio estudio del Conde Hughes, le dieron a conocer que Lady Caroline, ahora era Lady Brooks, se había contraído nupcias con un Baronet de Cornualles. Al conde no le quedó otra alternativa más que dar su beneplácito y bendición a aquella unión, decidió que, aunque su hija actuó de manera impertinente, no quería alejarla de su familia.
¡Claro, y asunto zanjado, cómo no!
Mientras que Edward debía casarse ahora con una niña, gracias a la negligente decisión de Lady Caroline, no, ya no más, ahora la señorita, que por supuesto ya no lo era, debía ser llamada Lady Brooks.
¿Quién en su sano juicio preferiría casarse con un baronet cuando, sin ningún inconveniente, pudo haber sido marquesa?
Edward simplemente no lo comprendía. Caroline, no sólo se privó del honor de ser llamada marquesa sino que, además del renombre y la buena fama que su título le aportaría, fuese disfrutado de todas las comodidades que él le brindaría, ya que estaba muy lejos de ser un aristócrata arruinado.
‒ Si me acompaña, le presentaré a mi hija Cassandra ‒ dijo el Conde Hughes al levantarse de su asiento de detrás del amplio escritorio de madera.
‒ Por supuesto, será un placer.
Siguió al conde a través de la casa para llegar a la sala principal, donde se supone que los esperaban Lady Hughes y Lady Cassandra. Llegaron a la tan familiar puerta de caoba, por la que tantas veces había entrado desde que comenzó su cortejo hacia la antigua Lady Caroline, dos meses atrás, pero ahora se sentía diferente, todo era diferente indudablemente. El sentimiento de que cada vez estaba más cerca de conocer a la mujer, mejor dicho joven, con quien se supone que debía pasar el resto de su vida, se apoderó de sus palpitaciones, haciendo que su corazón se acelerara con cada paso que daba. El conde abrió la puerta y le dio permiso para que Edward entrase primero.
En tan sólo doce días pisaría la capilla de la familia Campbell, emplazada en el hermoso jardín de su casa, para: recitar los votos matrimoniales, tomar a Lady Cassandra como su esposa, otorgarle el título de marquesa, de su marquesa cabe destacar y, de esta manera, finiquitar con su deber al cumplir con el contrato.
Bueno, era hora de la verdad. Respiró hondamente hasta llenar sus pulmones de aire, dio un paso hacia adelante, entró en la estancia y exhaló pausadamente. Posó su mirada en la adorable niña que se había levantado del sofá.
Era una niña encantadora, de fascinantes ojos grandes que lo miraban con alegría, unos hermosísimos ojos color miel envueltos por largas pestañas, que eran tan oscuras como su cabello azabache, llevaba el cabello recogido como toda una dama, vestía un delicado vestido amarillo ribeteado con encaje blanco, era la personificación de la pureza. Poseía unas mejillas sonrosadas al igual que sus labios, que asomaban una pequeña sonrisa, era una niña menuda y delgada, una jovencita simplemente deslumbrante.
Casandra había observado, con anterioridad, varias veces al marqués desde su ventana, cuando este paseaba junto a Caroline por el jardín de su casa, pero notó que la lejanía no le hacía justicia. Nada la hubiera podido preparar para aquel encuentro, era el hombre perfecto, físicamente hablando por supuesto, aun no podía juzgar su carácter y no era dada a juzgar por las apariencias.
El marqués era tan alto e imponente que Cassandra se sentía más pequeña de lo que ya sabía que era, comparado con otras muchachas de su edad. Cuando el marqués entró en la sala, sintió que con tan sólo pisar la alfombra, con sus relucientes botas negras de montar, se había llevado todo el aire de la estancia, haciendo que a ella le fuera imposible respirar. Tenía el cabello castaño oscuro, algo más largo de lo usual en los caballeros, pero eso a él le quedaba sencillamente perfecto, sus ojos esmeraldas eran exquisitos, jamás ella había visto unos ojos con una mirada tan profunda, daban la sensación de estar mirando dentro de un pozo. Se quedó embelesada ante tan perfecto rostro, no lo pudo evitar.
Sabía que el marqués era un hombre apuesto, ya que Caroline se lo había descrito unas dos veces a petición de ella, pero su hermana no le había dicho ni la mitad de la realidad. Su hermana se enzarzaba en destacar las malas costumbres del marqués, describiéndolo como un hombre sin pasiones, alguien insulso y pedante que se enfrascaba en hablar con inteligencia, cuando todo lo que Caroline quería era pasar un buen rato, así que poco se había detenido a enaltecer las elegantes facciones o buenas maneras que poseía el marqués, tal vez, esto se debía a que su hermana no tenía intenciones de casarse con el Marqués de Wrightwood, y sólo veía las cosas malas, pero después de todo ¿quién puede llegar a ser perfecto?. Cassandra creía que las personas consistían en un manojo de cualidades y defectos, que no existe persona totalmente buena ni enteramente malvada, que sólo hay que buscar el equilibrio entre todos esos componentes para estar en paz consigo mismo.
Pero ahora todo era diferente, no se encontraba frente a su futuro cuñado. No. Estaba de pie, en la sala de su casa, mirando a un hombre que a simple vista parecía perfecto, quien en unos días sería su esposo y ella se convertiría en Marquesa de Wrightwood. Jamás en sus muchos sueños e ilusiones más descabelladas se imaginó aquel escenario.
Se casaría con alguien a quien no conocía, su padre le exigió que así sería, no le dio oportunidad a Cassandra para rechistar, alegando que lo que hizo Caroline no se volvería a repetir, que él no dejaría que una segunda hija fuera insolente y lo dejara en ridículo frente a sus pares, que jamás imaginó que estaría en esa posición de, prácticamente, obligar al hijo de quien fue su mejor amigo a cumplir con el contrato, que su pena no conocía limites hasta ese momento y que se sentía mal al no anular el contrato, pero no tenía elección. Su padre decidió que de esa manera mataba a dos pájaros de un tiro, su hija mayor estaba casada con un baronet y su hija menor sería marquesa dentro de poco, ¿qué mejor plan que ese? De esta manera, se habrían concretado dos excelentes matrimonios en menos de un mes y ninguna de sus hijas, ni el buen nombre del Conde Hughes, se verían mancillados por el escándalo. Además de todo eso, también cumpliría con lo que más querían el difunto marqués y él mismo, que era unir a sus familias a través de un lazo marital.
Al parecer su amado padre no veía inconveniente alguno en toda aquella situación, al parecer no se había detenido a pensar que su hija menor estaba unos cuantos años lejos de ser presentada ante la sociedad como es debido, y para Cassandra por supuesto que eso era un enorme problema, sólo podía pensar en el marqués y en lo desdichado que debía sentirse por estar obligado a casarse con ella, aunque también estuvo obligado a casarse con Caroline esa situación era totalmente diferente, tuvo diecisiete años para acostumbrarse a la idea, y cabía la posibilidad de que el marqués se hubiera enamorado profundamente de su hermana, y no lo culparía si así fuese, pues Caroline era un belleza clásica de cabello rubio y ojos verdes, al igual que su madre, mucho más alta que Cassandra, de pechos generosos y con un cuerpo más desarrollado. De haberse casado con Caroline, ésta engendraría hermosos herederos rubios de ojos verdes, serían una familia envidiable.
Cassandra estaba resignada, sabía que no tenía escapatoria. Si lo pensaba con detenimiento, era una manera poco ortodoxa de realizar todo aquello que tenía planeado. Sin embargo, no tendría una presentación en sociedad, la privarían de la oportunidad de que algún caballero la cortejara porque quisiera, porque la encontrara hermosa, inteligente y perspicaz, incluso, de que un caballero la buscase simplemente por su más que beneficiosa dote, puesto que sabía con absoluta certeza que el marqués era escandalosamente rico y no necesitaba agregarle más dinero a sus cuentas. En cambio, llegaría a Londres con un título más que provechoso y un esposo apuesto que se habría casado con ella a la fuerza.
¡Qué manera tan retorcida tenía la vida de darle lo que quería!
‒ Es un honor conocerla, milady.
El marqués tomó su mano diestra y se inclinó suavemente para depositar un cálido beso en sus nudillos, un calor abrasador se precipitó a avanzar por todo su brazo e hizo acto de presencia en sus mejillas, que debieron tornarse rojas, ya que las sentía encendidas. Su lengua perdió la habilidad de moverse y Cassandra se quedó atónita, nunca creyó que tendría una reacción tan incomprensible.
‒ El placer es todo mío, milord. ‒ logró comentar luego de escuchar una leve tos proveniente de su madre, la cual indicaba que ella había permanecido mucho rato mirándolo fijamente como una completa tonta.
Al bajar la mirada se dio cuenta de que él aun sostenía sus dedos entre su mano. La vergüenza la invadió y velozmente devolvió la mano junto a su falda de una manera más brusca de lo que pretendía.
Su padre los invitó a que tomaran asiento y todos accedieron encantados de finalizar aquel momento tan extraño. Su madre se sentó en el sillón más cercano a la puerta y su padre en el segundo sillón emplazado al otro extremo de la sala, solían hacer eso, ya que ambos alegaban que esos sillones eran más cómodos que el sofá, cualquiera que no tuviera conocimiento de sus preferencias creerían que sus padres no se querían y que ellos preferían estar alejados lo más posible uno del otro, pero eso no era verdad, aunque el matrimonio de sus padres había sido arreglado, sus padres se amaban sobremanera. De esta manera, sólo quedaba el sofá para ser ocupado, así que Cassandra tomó asiento, en el confortable sofá beige, e inmediatamente la siguió el marqués, aquel sofá no era tan amplio como ella creía, no cuando un hombre tan grande estaba sentado en él, el muslo del marqués rozaba con su falda, y Cassandra tuvo el presentimiento de que había otras razones, aparte de sus preferencias, para que sus padres se sentaran en los sillones.
A los pocos minutos, entró el mayordomo junto con la criada, rompiendo el incómodo silencio que se había apoderado de la sala, trayendo la bandeja con el té y los bocadillos. A Cassandra le tocaba realizar la imperiosa tarea de servir el té, le temblaron las manos al servir el líquido caliente en las pequeñas tazas de porcelana blanca adornadas con flores azuladas, y se reprendió a sí misma por haber derramado una pequeña cantidad sobre el mantel que a su madre tanto le había costado bordar.
¿Es que acaso se iba a comportar de esa manera ante cualquier hombre guapo que se le acercara?
¡Dios mío! Esperaba que no.
A estas alturas, el marqués ya debería pensar que era una incompetente, si no podía realizar una simple tarea, como lo era servir el té, ¿En qué más fallaría?
No lo podía creer, agrandó los ojos y dejó la tarea que realizaba con sumo cuidado para no manchar, una vez más, el mantel de su madre, Cassandra no pudo evitar sorprenderse al escuchar aquel sonido. El marqués se estaba burlando, él intentó ocultar algo que sonó muy parecido a una carcajada con una tos improvisada, sus oídos no la engañaban, que mal mentiroso era, no hubiese tenido éxito como actor por más guapo que fuese.
Con la cabeza gacha, mientras servía la última taza de té, desvío la mirada a su derecha para intentar observar al marqués, para que este se diera cuenta que ella no se había tragado el cuento de que eso que escuchó salir de su garganta era una simple tos. Para consternación de Cassandra, el susodicho mientras tomaba un sorbo de la infusión y se escudaba detrás de la taza para mirarla de reojo sin que sus padres se dieran cuenta, le guiño un ojo. El marqués de Wrightwood le guiño un ojo ¡a ella!, luego de burlarse de una manera inapropiada, aunque tampoco es que existiese una manera correcta de burlarse de alguien.
Cassandra se quedó atónita, no sabía cómo reaccionar.
¿El marqués seguía burlándose de ella? No estaba segura.
¿Acaso él sabía que ese simple gesto la había desequilibrado?
‒ Espero que se mejore, milord ‒ dijo pausadamente, dando énfasis a cada una de sus palabras. Lo miró a la cara. No dejaría que su burla pasara desapercibida.
‒ No sé preocupe, Lady Cassandra, ‒ contestó el marqués con una calma que la molesto aún más. Obsequió a Cassandra con una hermosa sonrisa, y ella notó los perfectos dientes que poseía, ¿Por qué tenía que ser de ese modo? ¿Cómo se atrevía? ‒ estoy enteramente sano, quizá mi tos sólo se debió al polvo en mi chaqueta.
Por supuesto, polvo acumulado en su impecable, perfectamente planchada e inmaculada chaqueta blanca.
Continuaron conversando sobre temas insulsos como el clima, todos menos ella. Alabaron la belleza de aquel día en particular, puesto que desde hace tres días no llovía y el sol estaba radiante, pero lejos de ser sofocante, para alegría de todos, y era un espléndido día para dar un paseo. Mientras observaba a través de la ventana y se deleitaba con tan maravillosa vista, sintió la mirada de su acompañante de asiento posada en ella. Y como si se hubiese metido en su cabeza y leído sus pensamientos, escuchó al marqués preguntar:
‒ ¿Le gustaría dar un paseo, Lady Cassandra?
Antes de que pudiera demostrar lo fascinante que era esa sugerencia...
‒ A mi niña nada le gustaría más que acompañarlo, milord.
La palabra «niña» de boca de su madre le recordó la causa del ofrecimiento del marqués, obviamente, al igual que ella, él estaba resignado a su destino y trataba de llevar las cosas en paz.
Su padre carraspeó y Cassandra se apresuró en contestar:
‒ Me encantaría, milord ‒ respondió con menos ánimos del que sentía hace un momento.
El marqués le ofreció su brazo de manera galante, Cassandra en ningún momento de su vida había caminado del brazo de un hombre que no fuera su padre, así que se quedó mirando su antebrazo fijamente, sin tener muy claro que se suponía que debía hacer.
‒ Cassandra es un poco tímida, Lord Wrightwood.
Escuchar a su madre decir una mentira tan grande como lo era aquella la sacó de su estupor. Ella no era tímida, era todo lo contrario a ser tímida, y de seguro el marqués se daría cuenta de eso rápidamente, pues no parecía ser un hombre corto de entendederas. Apoyó ligeramente su mano sobre el antebrazo del marqués y se levantó reclinándose en él, su brazo fuerte y bien constituido no titubeó, pero claro, Cassandra era una jovencita menuda que no poseía mucha fuerza bruta y no pesaba demasiado.
Inmediatamente al estar de pie, recta de pies a cabeza, se dio cuenta que a duras penas le llegaba al hombro, estar junto a él le producía sensaciones encontradas. Por un lado la intimidaba, ya había notado que el marqués poseía manos grandes, que hacían juego con su estatura, era delgado pero estaba bien constituido y claramente podría pesar el doble que ella, ¿cómo no sentirse intimidada junto a un hombre que fácilmente podría hacerle daño? nada le costaría al marqués infringirle dolor si así lo deseara, y ella no tendría oportunidad alguna de escapar, cuando se casaran estaría a su merced. Pero mirando las cosas desde otra perspectiva, mucho más alentadora que la anterior, se sentía protegida, el marqués la hacía sentir confortable, imaginaba que mientras estuviera a su lado nada la lastimaría.
‒ ¿Qué le gustaría, Lady Cassandra, un paseo a caballo o una caminata por el jardín?
‒ El jardín será perfecto ‒ contestó su padre con rapidez ‒ Casandra suele pasar horas en ese lugar.
Eso, bueno… era relativamente cierto, su padre se refería a las largas tardes que pasaba Cassandra en el jardín, cuando las nubes no llovían a cántaros, para deleitarse al leer un buen libro y al mismo tiempo disfrutar del aroma floral que invadía sus sentidos. Pero su padre no lo había dicho refiriéndose a eso precisamente, lo hizo ver como si ella fuera una aficionada a la jardinería y nada estaba más alejado de la realidad que esa insinuación, pues Cassandra prefería oler flores y no plantarlas. En varias ocasiones lo había intentado, en una de ellas había buscado una pala y cavado varias zanjas, para intentar plantar rosas rojas y blancas, en su mente tenía todo planeado, veía cómo iba a quedar el jardín al hacer aquella modificación, pero para su pesar, lo que imaginó no se asemejaba en nada a lo que tenía ante sus ojos, había, por decirlo sutilmente, estropeado buena parte del jardín, había tierra oscura por todas partes, cubriendo no solo las rosas sino otras flores hermosas y ni su vestido se había salvado de la calamidad, el jardinero casi se desmaya al ver los resultados. Así que, a los doce años se dio cuenta de que la jardinería no era para ella.
Esas tardes apacibles en las que pasaba unas horas sumergida en la lectura eran momentos maravillosos, momentos a los cuales había tenido que renunciar desde que comenzaron las visitas del marqués. Momentos que no volvería a retomar, pues sabía que el marqués iría a visitarla todos los días, como había hecho con su hermana, hasta que llegase el día de la boda.
‒ Sí es así, será para mí un placer que me acompañase al jardín.
Habían recorrido todo el trayecto desde la sala hasta llegar a la entrada principal de la casa, y aun no se habían dirigido la palabra. Cassandra no encontraba en su mente ningún tema de conversación apropiado y, debido a las buenas formas, no podía comenzar diciendo «Así que nos vamos a casar, milord» que era la única frase entera que su mente lograba formular. Al mirarle por el rabillo del ojo se le veía tan tranquilo, como si fuese un día más, un día común y ordinario.
«Es un día más, el mundo no se detiene por ti» su mente solía decirle ese tipo de cosas, y tenía razón.
Pero ella estaba inquieta, tenía miedo de tropezar, de decir una estupidez o imprudencia, de balbucear y hasta de mirarle. No se sentía cómoda y no entendía su reacción, sus pensamientos se detenían en repasar todas y cada una de las cosas catastróficas que podrían suceder y eso la desconcertaba mucho más. Decidió esperar a que fuese el marqués quien iniciara una conversación, pero su paciencia se agotaba y mientras existiese silencio su mente no dejaría de inventar disparates. Comenzaron a bajar las escaleras y su miedo de tropezar aumentó.
‒ Disculpe mi atrevimiento, señorita, pero deseo hacerle una pregunta. ‒ Se rompió al fin el silencio, Cassandra suspiró de dicha ‒Desde que llegué esta tarde solamente la he escuchado decir tres frases: El placer es todo mío, milord. Espero que se mejore, milord. Me encantaría, milord. De las cuales, debo confesar que mi favorita ha sido la concerniente a mi estado de salud, puesto que considero que es la única frase que no se vio forzada a pronunciar.
‒ ¿Y cuál sería su pregunta?‒ No tenía claro a donde quería llegar el marqués con todo eso.
‒ ¿Sus padres tiene la costumbre de hablar en su nombre?‒ la miró de reojo.
‒ Teniendo en cuenta lo que dijo anteriormente, pensé que su pregunta sería si mis padres suelen forzarme a hablar.
‒ No, considero que estaba algo distraída y esa es la razón de sus tardanza al responder… debo admitir que yo también me sentía desconcertado.
‒ No, mis padres no tienen ese hábito… hasta hoy. ‒ Y era cierto, sus padres no se preocupaban mucho por lo que ella decía, la consideraban una chica obediente.
‒ ¿Habrá alguna razón en particular para que se comporten así?
‒ Supongo que no quieren que lo estropee. Si no se casa conmigo no queda ninguna otra Hughes para cumplir con el contrato.
‒ Claro, el contrato.
‒ Y si tuviera otra hermana, ‒ suspiró de manera teatral levantando los hombros y devolviéndolos a su posición ‒ lamento decirle que sería menor que yo. Una situación incómoda, ¿No le parece, milord? ‒ trató de sonar divertida para aligerar un poco la situación.
‒ Sí. ‒ se mostró pensativo y al cabo de un momento prosiguió ‒ Sé que a las damas no les gusta revelar su edad, pero ¿Me haría el favor de decirme cuántos años tiene, Lady Cassandra?
¡Por Dios! El marqués no tenía idea. Cassandra se tensó ante la pregunta. Tenía la certeza de que su padre lo había advertido, que el marqués tenia pleno conocimiento de la diferencia de edades, aunque ella no sabía con exactitud la edad de su futuro esposo, estaba consciente de que él era mayor que su hermana por algunos años y ya que Cassandra era menor que Caroline la diferencia era relativamente amplia. Por supuesto que eso no era nada del otro mundo, existían matrimonios que se llevaban casi treinta años de diferencia, la mayoría de los matrimonios por conveniencia así eran.
Caminaban por la entrada del jardín, un aroma a rosas, lavanda y otros olores florales que no logró distinguir invadieron sus sentidos. Edward notó la tensión que se apoderó de la jovencita, la pregunta la había sorprendido o asustado, aunque no sabía por qué. Él estaba en todo su derecho de saber la edad de su prometida. Sólo pedía a Dios estar equivocado, que Lady Cassandra no tuviera trece años, por amor al cielo.
‒ ¿Qué edad cree usted que tengo, milord? ‒ Ella se detuvo de golpe para mirarle con intriga. Edward no tuvo otra opción que hacer lo mismo y detenerse a su lado.
‒ Mi opinión no tiene validez ‒ comentó restándole importancia con un movimiento de mano y una sonrisa que esperaba fuera suficiente para no dar a conocer sus miedos ‒ Soy muy malo calculando edades ‒ esperaba fervientemente que así fuera.
«Dios, por favor, que no tenga trece años» anhelaba que sus plegarias fueran escuchadas. De no ser así, ¿Qué demonios haría con una niña de trece años? No quería ser niñero, se supone que sería un marido no un tutor legal. No le quedaría otra alternativa que contratar personal calificado para terminar de criar a la muchacha. Que Dios se apiadara de él.
‒ Como bien sabe, soy menor que mi hermana ‒ respondió con algo parecido a la aflicción.
Lady Cassandra retomó la caminata, tomó asiento en un banco de hierro forjado situado cerca de un gran árbol que les proporcionaría sombra y bajó la mirada a sus manos entrelazadas sobre el regazo.
‒ Sí, pero… ¿Qué tan menor?
‒ ¿Qué edad tiene usted, milord? ‒ preguntó subiendo la cabeza de golpe y mirándolo fijamente a los ojos.
‒ Soy mayor que su hermana.
‒ Sí, pero… ¿Qué tan mayor?
‒ Al parecer…‒ se sentó junto a ella, estar de pie era incomodo cuando tenía que inclinar tanto la cabeza para mirarla ‒ no vamos a llegar a ninguna parte en este tema ‒ comentó dejando el tobillo derecho sobre su rodilla izquierda.
‒ Quizá un juego le anime. Y tal vez, si gana le revelaré mi edad ‒ se colocó frente a él de un brinco. Edward no tenía que realizar mucho esfuerzo para levantar la cabeza y mirarla a los ojos desde esa posición.
La alegría que ella emanaba animó a Edward y decidió seguirle el juego ¿Qué podría perder? Ya estaba totalmente sumergido en esa situación. Ya no había vuelta atrás, sólo le quedaba disfrutar o morirse de irritación.
‒ ¿Qué tiene en mente, señorita? ‒ preguntó estirando los brazos por la longitud del respaldo.
Los ojos de Lady Cassandra brillaron. Un brillo pícaro y encantador. No recordaba la última vez que había visto tanta alegría en una persona. Ella sonrió y él supo que no podría decirle que no, fuera el juego que fuese.
‒ Una carrera, esa es mi propuesta. Quien llegue primero al centro del laberinto será el vencedor.
‒ Se da cuenta, milady, de que un paso mío equivalen a tres suyos ‒ a Edward no le importaría ganarle a la señorita, después de todo había sido idea de ella, pero la caballerosidad que le habían inculcado desde la cuna le decía que debería darle oportunidad a una dama si sus ideas no eran convenientes.
‒ No se preocupe, milord, puedo ser muy rápida. A la cuenta de tres. Uno…
‒ Un momento…
‒ Dos…
‒ No sé dónde se encuentra el labe…
‒ ¡Tres!
Y con ese ensordecedor grito la pequeña jovencita salió disparada como alma que lleva el diablo. Edward necesitó unos segundos para salir de su ensimismamiento y se levantó de golpe para seguirle. Le dio alcance unos segundos más tarde. La joven era verdaderamente rápida pero las piernas largas de Edward eran una ventaja mucho más favorecedora, al llegar a su lado la miró para guiñarle un ojo, la determinación que vislumbró en la mirada de la niña lo asombró, ella no estaba sorprendida de que él le diera alcance.
Edward decidido a ganar, y terminar de una vez por todas con la duda, aceleró el paso y la dejo atrás, pero pronto se dio cuenta de que no tenía idea de hacia dónde dirigirse, jamás había visto un laberinto en aquella casa, sus paseos con Lady Caroline no era muy largos y se limitaban a recorrer el jardín. Miró sobre su hombro y no vio a nadie, la pequeña mocosa lo había engañado, dio media vuelta y empezó a trotar en su búsqueda. Se habían internado un poco en el bosque que compartían su propiedad con la del conde. A lo lejos escuchaba pasos rápidos y se dirigió hacia ellos.
‒ Tiene que estar por aquí.
Repentinamente, Edward se dio cuenta de que ya no escuchaba otra cosa que no fuera el movimiento de las hojas a causa del viento y los pájaros que cantaban en armonía. Aguzó el oído para intentar dar con algún sonido que le indicara que Lady Cassandra estaba en algún lugar cercano. Se escuchó un grito ahogado proveniente de un lugar no muy lejano hacia su derecha, emprendió su partida de nuevo y se le detuvo el corazón por algo más de un segundo al ver a la jovencita tirada en la tierra boca abajo, ella intentaba levantarse apoyando las manos en el barro.
‒ Dios mío, Lady Cassandra, pero ¿Qué…