6 de Julio de 1815, Suffolk.
Decidió, en el mismo instante en que su criada le informó que Lord Wrightwood se había quedado la noche anterior en una de las habitaciones para visitantes, que eso no la afectaría. Ella era la señora de la casa, y no permitiría que su flamante esposo le perturbara la existencia.
Se arregló, como todas las mañanas, con un sencillo vestido marrón de diario.
Lo pensó mejor.
‒ Sally, necesito otro vestido ‒ dijo a su doncella que se encontraba arreglando alguno de sus zapatos ‒ también quiero el corsé que compré hace un mes.
Sally era una joven de su misma edad a quien había contratado luego de encontrarla moribunda en el pueblo le contó cómo había escapado de las garras de un aristócrata en Londres que quería violarla, desde entonces le era totalmente leal a ella. Le pidió a su doncella entonces, que le apretara el corsé un poco más, hasta que su figura quedó bien definida y su pecho se elevó provocativamente. No demostraría debilidad ante el marqués.
Cassandra no solía utilizar corsés pero haría una excepción gustosamente. Se miró al espejo encantada con lo que veía en su reflejo. La vería como la dama en la que se había convertido durante su ausencia.
Con el pasar de los años su cuerpo había cambiado considerablemente, pasó de tener unos pechos infantiles a tenerlos un poco más grandes, no eran extremadamente vistosos pero eran del tamaño suficiente para que fuesen deseables, también sus caderas se habían ensanchado, haciendo que se contoneara al caminar y su rostro había adquirido algo de madurez, ya no se veía como una niña temerosa del mundo, lo único que no había cambiado mucho en ella era su estatura, pues seguía siendo baja, había crecido unos pocos centímetros si acaso, pero eso a ella no le importaba. Su altura no le restaba poder, todos sus empleados la respetaban y cumplían sus órdenes.
Al cabo de una hora ya estaba lista para bajar a desayunar, como lo hacía todos los días por esas horas, escuchó sonidos de cubiertos contra platos al acercarse al comedor. Frunció el ceño, eso era definitivamente inesperado.
Se acercó con cautela a la puerta abierta del comedor.
‒ Crane ‒ detuvo con un susurro a su mayordomo que salía del comedor.
‒ Milady…
‒Shhh ‒ lo silenció gentilmente ‒ ¿Qué sucede? ‒ preguntó en un susurro, confundida.
‒ Su señoría está desayunando ‒ contestó su joven mayordomo como si fuera lo más natural ‒ ¿desea algo, milady?
‒ Sí, echarlo a patadas ‒ no pudo evitar rodar los ojos.
‒ ¿Disculpe? ‒ preguntó con algo de temor.
‒ Oh, no me hagas caso, Crane, ya me las arreglaré ‒ dio unas palmadas en el hombro de su sirviente y prosiguió su camino al comedor.
Entró en el gran comedor con toda la petulancia que logró reunir durante los cinco pasos que la separaban de la puerta, caminó con paso firme hacia la mesa rectangular repleta de distintos platillos. El marqués se levantó de su asiento con tanta brusquedad que casi hace caer la silla que ocupaba.
‒ Milady, buenos días ‒ dijo con una leve reverencia.
Cassandra lo ignoró con todas las intenciones, agarró un plato y comenzó a servirse el desayuno con toda la calma del mundo. Por dentro se sentía inquieta, pero decidida a no demostrar nada de eso ante el marqués se tomó su tiempo. El corsé le apretaba y un sudor frío bajaba por su espalda, uno de sus rizos negros se soltó de su agarre y le cayó en la mejilla, sin alterarse se pasó el mechón por detrás de la oreja, respiró hondamente o eso intentó, pues el corsé no le daba tregua. Seguía tomando un poco de cada platillo de la mesa, cada vez estaba más cerca del marqués, quien aún no había tomado asiento de nuevo, según los modales un caballero no debía tomar asiento si se encontraba una dama de pie.
«¡Ja! Muy buen momento para comenzar a ser un caballero.» pensó desdeñosamente.
Al terminar de llenar su plato con lo todo lo que quería comer, llegó al final de la mesa, y se paralizó. El marqués se había sentado donde ella tomaba asiento todos los días, en la cabecera de la mesa. Ese había sido su asiento durante los años que allí residía, cuando venían visitas ella era la señora de la casa, lo más lógico es que se situara en ese lugar, pero ahora era el marqués quien ocupaba ese puesto. Él era el señor y dueño de todo eso, naturalmente ella debía tomar asiento junto a él, como su esposa y marquesa.
‒ ¿Te sucede algo, Cassandra? ‒ hizo ademan de acercarse a ella, pero Cassandra lo miro fijamente y él se detuvo.
‒ Exclusivamente mis amigos y familiares puede utilizar mi nombre de pila ‒ dijo con desprecio, estaba molesta, ¿Cómo se atrevía a cambiar todo tan sólo con su presencia?
‒ Creo que el título de esposo es considerado como parte de la familia‒ dijo sin ánimos, parecía cansado.
‒ ¿Es que aun eres mi esposo? A estas alturas creía que ya habías pedido el divorcio, y misteriosamente el papel se había perdido entre el correo ‒ se burló irónicamente.
‒ Cassandra, eres mi esposa. Eres Lady Wrightwood y eso no va a cambiar ‒ su tono era serio y autoritario.
‒ Estás en mi asiento ‒ comentó tomando un trozo de pan tostado con la mano.
‒ ¿Disculpa? ‒ preguntó confundido.
‒ Es-tás en mi a-sien-to ‒ respondió haciendo énfasis en cada silaba.
‒ Me parece que las cosas van a cambiar un poco por aquí a partir de hoy ‒ dijo a la ligera sentándose de nuevo.
‒ ¿Cambiar? ‒ preguntó Cassandra alarmada ‒ ¿Cuánto tiempo planeas quedarte? ‒ se sentó abatida en la silla situada a la derecha del marqués.
‒ No lo sé ‒ cogió un bocado de salchichas y las metió en su boca ‒ el necesario ‒ concluyó al terminar de masticar.
‒ ¿El necesario para qué?
Estaba torturándola, definitivamente eso hacía. De seguro sólo venía para comprobar el estado de la propiedad, para verificar si ella aún estaba viva y regresaría en menos de una semana a Londres o a cualquiera de sus otras propiedades.
‒ Cassandra, será mejor que terminemos de desayunar. Luego tendremos tiempo de hablar acerca de eso.
‒ No ‒ su voz salió en un suspiro ‒ ¡No! Exijo que me digas ya mismo ‒ explotó. Sus puños se apretaron alrededor del mantel de la mesa haciendo que se arrugara y algunos cubiertos se movieran ‒ ¿Por qué has venido? ¿Para qué regresaste? ‒ Cassandra estaba alterada y las lágrimas amenazaban con escapar.
‒ No es el mejor momento… debes calmarte ‒ depositó su gran mano sobre una de las suyas que todavía seguía torturando al mantel, pero Cassandra no quería su condescendencia, quería respuestas.
‒ Lady Wrightwood, el Conde de Blakewells ha venido a verla ‒ anunció el mayordomo desde la puerta.
‒ Dígale que se marche ‒ dijo de manera tajante el marqués.
‒ No…‒ Cassandra se levantó, pero él aun la tomaba de la mano.
‒ Deja que se marche, Cassandra ‒ presionó más su mano entre sus dedos. Ella lo miró desconcertada y recordó que alguna vez tuvo miedo de que él fuera a hacerle daño.
‒ Me temo que eso no será posible, Lord Wrightwood ‒ se escuchó la voz de James, quien había entrado con soltura a la estancia.
La tensión se apoderó del lugar, cualquiera podría tomar un cuchillo y cortar el aire de lo rígido que se tornó todo. Cassandra no recordaba que la tarde anterior había invitado a James a desayunar, justo antes de que se apareciera el marqués. Ambos caballeros, si es que se les podía decir así, se miraron con odio, parecían dos perros rabiosos a punto de atacar.
‒ Buenos días, Lady Wrightwood‒ se inclinó en una leve venia.
Cassandra se liberó de mala gana de la mano del marqués, sintiéndose estúpida por tenerle temor, se acomodó las faldas con ambas manos y se sentó. Le hizo señas a James para que se sentara con ellos en la mesa, cosa que no le agradó en lo absoluto al marqués quien tenía cara de querer asesinar a uno de ellos, tal vez a los dos. James se sentó frente a Cassandra, justo al lado del marqués, ella esperaba que no se enzarzaran en una pelea física, puesto que estaban muy cerca y no habría tiempo de hacer nada al respecto.
‒ Lord Wrightwood, le presento a Lord Blakewells. Conde, le presento a mi esposo, el Marqués de Wrightwood. ‒ al parecer este día iba a ser muy interesante.
‒ Uno de los lores B ‒ comentó el marqués de manera burlona.
‒ Veo que mi familia es de su conocimiento.
‒ ¿Lores B? ‒ preguntó Cassandra desorientada, jamás había escuchado aquello.
‒ Querida, así se refiere la sociedad al conde y sus hermanos. Todos poseedores de títulos ‒ a Cassandra no le pasó desapercibido la manera como la nombró, pero decidió dejarlo pasar, tan sólo por ahora.
‒ ¿Cómo es eso posible? solamente existe un heredero por familia ‒ odiaba estar en la ignorancia, Cassandra procuraba saber de todo un poco.
‒ No en mi familia, milady. Mi madre fue muy fértil.
‒ Y le dio un heredero a todos sus esposos ‒ dijo el marqués de manera triunfal.
Cassandra estaba algo confusa y medio molesta con James. Su curiosidad había aumentado considerablemente ¿Qué era aquello de Lores B? ¿Por qué ese apodo tan extraño? comprendió que no sabía nada relevante acerca de la familia del conde, pero eso ya lo sabía, ahora también el marqués, pues claramente se había dado cuenta que ellos no eran tan íntimos como había creído ayer, aunque para ciertas cosas no era necesario revelar nada del otro…
‒ ¿Y cómo están sus hermanos, Lord Wrightwood? ‒ preguntó James con una sonrisa felina, desviando la mirada hacia el marqués.
‒ Se encuentran bien ‒ su semblante se había ensombrecido ante la pregunta ‒ ¿Y su hijo, milord?
Tanta formalidad era innecesaria cuando era visible que ambos querían llegar a los golpes de una buena vez, los buenos modales sonaban fútiles cuando se expresaban de esa manera tan severa. Cassandra notaba que el marqués esperaba con ansias la respuesta de James ante esa pregunta para comenzar a especular más hondamente en la relación que ella mantenía con el conde.
Cassandra había conocido al Conde de Blakewells hacía ya dos años, cuando éste se instaló en una de las propiedades que estaban en venta cercanas a Campbell Manor. Pronto se extendieron los rumores por el pueblo de que el conde había asesinado a su esposa y escapado con su hijo al campo, otros rumores comentaban que él había robado al niño a otra pareja luego de que su esposa muriera durante un parto prematuro en el cual el niño tampoco había sobrevivido. En todas esas historias pintaban al conde como un hombre que estaba al borde de la locura y que cuidaba de un niño, que posiblemente no era suyo, con demasiada diligencia.
Decidida a concederle una oportunidad al caballero, ella una mañana le hizo una visita para darle la bienvenida al lugar, pues sabía lo difícil que era llegar a un sitio nuevo sin conocer a nadie. El Conde de Blakewells la había recibido de buena gana y le había presentado a su hijo, el pequeño John Graham, Vizconde de Alsvey.
Con el paso del tiempo se habían hecho buenos amigos, él se había reído con ella de las impresionantes y sórdidas historias que se inventaron en su nombre y Cassandra le contó acerca de los rumores que habían inventado relacionados a ella y la extrañeza de la que todos eran conscientes: el marqués no regresaba. Se decía que posiblemente ella había matado a su propio esposo con un hacha.
‒ Los pueblerinos pueden tener una gran imaginación ‒ había dicho James entre risas.
‒ Perfectos para escribir una novela gótica. No le quepa la menor duda, milord ‒ y se desternillaron de risa.
Ninguno hizo muchas preguntas al otro acerca de su vida privada, él tenía pleno conocimiento de que estaba casada y que su marido no estaba con ella, pues Cassandra le había contado, pero él no había preguntado dónde se encontraba el marqués ni por qué ella vivía sola a tan corta edad relegada en el campo. Ella estaba consciente de que James era viudo, puesto que él mismo le había hecho esa confesión, pero Cassandra no conocía los detalles de su matrimonio ni las razones por las cuales el conde había decidido criar solo a su hijo recién nacido lejos de la ciudad.
Ella misma en incontables ocasiones lo había ayudado a cuidar al pequeño vizconde, cuando se enfermaba o lastimaba, había sido una especie de madre para el pequeño, dándole amor y cariño, ella estaba fascinada con las tareas que realizaba, ya que era consciente de que si el marqués no regresaba, y Cassandra ya estaba resignada de que así sería, nunca podría tener hijos. James la tenía en muy alta estima después de todo lo que habían pasado juntos, indeterminadas noches de desvelo cuando John sufría de fiebres o no podía dormir debido a los cólicos. Cassandra estuvo presente el día que John había dado sus primeros pasos, y fue tanta la felicidad que invadió su corazón que se derramaron algunas lágrimas por sus mejillas. Y esa era la razón de que el conde se encontrara allí esa mañana, para defenderla ante cualquier cosa, incluso de su esposo, debido al cariño mutuo que se tenían.
En esos momentos Cassandra se preguntaba cuál sería la razón del distanciamiento de James con su familia, ella no tenía idea de que él tuviese una familia amplia, nada más y nada menos que otros seis hermanos. ¡Increíble!
Era consciente de que el marqués tenía la mandíbula apretada, James se estaba tomando su tiempo en contestar con la excusa de que servirse el desayuno y probar bocado eran tareas mucho más interesantes y convenientes que hablar.
‒ Esa pregunta sólo me hace constatar que no sabe nada de mi familia más allá de nuestro apodo y fama ‒ James se pasó la servilleta por las comisuras de los labios elegantemente ‒ Pero le diré que mi hijo se encuentra estupendamente, aunque anoche haya extrañado mucho a Cassandra ‒ prosiguió, mirándola fijamente sólo a ella, de esa manera tan peculiar que hacía que se le estremecieran los huesos.
‒ ¿Con que Cassandra, eh? ‒ preguntó el marqués, el sarcasmo palpable en cada palabra.
‒ James es un muy buen amigo mío, milord ‒ dijo a la defensiva ‒ su compañía me ha alegrado la vida desde hace algo más de dos años, luego de que…
‒ ¿Y qué edad tiene el niño? ‒ la cortó el marqués y taladró con la mirada a James, pero él no parecía afectado.
‒ Dos años ‒ contestó James despreocupado.
¿Dos años?
¡Dos años!
Ese pequeño era el bastardo de Cassandra, y el padre era un Conde, no él.
Él necesitaba un heredero pero no de esta manera.
En ningún momento se le cruzó por la mente pensar que Cassandra buscaría las atenciones de otro hombre, ¡Era una niña, por amor al cielo!
Pero ahora ella contaba con veinte años, eso quería decir que tuvo un hijo a los dieciocho años con ese aristócrata pomposo y despreocupado, de cabellos dorados y ojos azules.
Edward le había dicho a Matthew, su hermano, a modo de promesa que iba a regresar lo antes posible junto a ella, después de dejarla en aquella casa, que iba a esperar a que ella tuviera dieciocho años para ponerse en la tarea de conseguir un heredero, que simplemente no podía acostarse con una jovencita de quince años. Esperaría a que madurara y estuviera preparada. Pero ella no había esperado, mejor dicho, Edward había tardado demasiado en volver y lo hizo únicamente cuando no le quedó de otra.
La noche de su llegada a Campbell Manor había yacido en la dura cama de la habitación que le había sido asignada por Cassandra, pensando y devanándose el cerebro tratando de convencerse de que Cassandra no lo había engañado, pero con las pruebas irrefutables que él mismo había presenciado era imposible persuadirse a sí mismo de lo contrario.
A causa de la inmensa frustración que sentía golpeó las almohadas tantas veces que la cama y el suelo quedaron bañados por un puñado de pequeñas plumas. Luego, ya resignado en cuanto a lo del engaño, se sosegó y realizó una lista mentalmente de las muchas razones por la cual un hombre solo, que estuvo besuqueando a su esposa, tenía un niño que meramente se tranquilizaba con la voz de Cassandra, pero todas esas razones, que en su momento eran descabelladas pero aun así él quiso creerlas para dormir con algo de paz, se fueron al traste cuando escuchó el tiempo que llevaban de conocerse y la edad del niño.
Lo tenía bien merecido.
Su heredero era el hijo de alguien más, un bastardo sería quien adquiriría el legado de los Wrightwood.
Justo cuando pensó que no habría más sorpresas.
No había querido admitir la punzada de dolor que sintió, la manera espantosa en que su corazón se encogió, al ver a su niña en brazos de otro. No sabía que esperaba ver, no sabía cómo pensaba que estaría ella, simplemente supuso que estaría igual, como si el tiempo se hubiese detenido, que el distanciamiento que él había predeterminado sólo había durado unos pocos días y no cinco largos años.
‒ Así que mi heredero es tu bastardo, milady ‒ su rostro impertérrito. Se levantó lentamente de su silla ‒ Muchas gracias ‒ escupió las palabras.
Salió dando zancadas del comedor, bloqueando los sonidos de protesta, provenientes de Cassandra y las amenazas del conde defendiéndola, al lanzar la puerta con tanta fuerza que una bisagra se rompió, produciendo que la hoja de roble quedara precariamente inclinada.
Necesitaba con urgencia un trago de la bebida más fuerte que pudiera encontrar en los próximos cinco segundos. Se dirigió al despacho con paso apurado. No obstante, rápidamente se dio cuenta de que esa no era su casa, y no tenía conocimiento alguno de dónde se hallaba el maldito despacho, y mucho menos sabía si existía en aquella estancia algún licor verdaderamente fuerte.
Exasperado, irritado, abrumado, molesto y sintiéndose el hombre más patético del reino, por mencionar sólo algunas de las emociones que se arremolinaron dentro de sí, se dirigió a su habitación, si es que a ese cuchitril se le podía llamar de esa forma. Rebuscó entre sus cosas para colocarse un traje de montar y se vistió apresurado, deambulada por el pequeño espacio de aquí para allá, con una mano en la cintura y la otra despeinando su cabello en incontables ocasiones. No quería estar allí, se sentía traicionado.
Bajó las escaleras con premura ¿Por qué esas cosas le sucedían a él? ¿Desde cuándo debía ser castigado? ¿Y por qué de esa manera tan cruel? Concluyó que debía salir de esa casa infernal, se dirigiría a la taberna más cercana para aplacar su cólera. Tenía que alejarse de allí, no era el mejor momento para escuchar a nadie, e indiscutiblemente no quería hablar con ese par de descarados.
Él no conocía particularmente al Conde de Blakewells, por encima de la fama que poseía su familia, pero era un hombre y había quebrantado todos los códigos. Edward sabía que muchos libertinos de la alta sociedad se metían en las camas de las esposas de sus pares, pero él no era uno de ellos y no imaginaba que eso alguna vez le sucedería.
‒ ¿Se encuentra bien?... milord ‒ preguntó su lacayo, una de las pocas personas que conocía.
‒ Necesito un caballo ‒ ordenó con los dientes apretados ‒ y tú también, me vas a acompañar.
‒ ¿Para dónde vamos? ‒ su lacayo estaba incomodo, pero Edward sólo quería distraerse un rato, y qué mejor manera de conseguirlo que hablando un poco y bebiendo mucho con su deslenguado sirviente.
Al llegar a la taberna se introdujo en ella rápidamente con Max pisándole los talones, durante la cabalgata había descubierto unas cuantas cosas más acerca del muchacho, su nombre entre ellas. Se sentaron en una mesa apartada que se encontraba en un rincón del lugar.
Habían pocas personas dentro, puesto que apenas se acercaba el mediodía, un par de mesas estaban ocupadas con hombres que tenían pinta de estar embriagados desde hace tres días, unos cuantos camareros que iban de aquí para allá y limpiaban las mesas de madera, un cantinero en la barra que limpiaba diligentemente los vasos de vidrio y acomodaba las botellas del mostrador. Prontamente los atendieron, Edward pidió una botella del mejor whisky que hubiera en el lugar, los trataron como reyes, ya habían notado que él era un noble con tan sólo mirar su vestimenta.
Pasada la una de la tarde Max, su lacayo, se encontraba borracho, era un joven que no había probado más de dos copas seguidas de ningún licor, menos de whisky escoces. En cambio, Edward se encontraba bien, dentro de lo que cabía, no había bebido tan rápido como lo hizo su compañero, y aunque se sentía algo azorado no daba señales de no poder montar su caballo, pero aún no era momento de regresar, quería retrasar ese momento, tanto como su conciencia se lo permitiera.
‒ Debemos hablar ‒ escuchó a duras penas que alguien decía a sus espaldas. Su cuerpo se tensó, no creyó que lo vería tan pronto.
‒ No tengo nada que hablar con usted ‒ dijo despectivamente, sin siquiera voltear a mirar.
Se levantó de su asiento, tomó a su joven acompañante de la camisa y lo colocó de pie de un tirón. Tenía todas las intenciones de irse, no deseaba estar en el mismo lugar que ese hombre.
‒ Wrightwood, estás equivocado ‒ el hombre detuvo su ida colocando una mano en su pecho.
Ese simple acto hizo que a Edward le hirviera la sangre, la mezcla de ira con alcohol nunca era un buen augurio, y en esos momentos necesitaba muy poco empuje para salirse de sus cabales. Lo miró con odio pero este no retrocedió. Soltó al muchacho, que cayó de nuevo en su silla.
‒ Será mejor que te alejes, Blakewells ‒ necesitó de todo su autocontrol para apretar sus manos en puños y no apartarlo él mismo, pero aún el conde no se iba.
‒ No puedes hacerle esto a Cassandra. No tienes ni idea de todo por lo que ha tenido que pasar durante tu abandono.
Edward no quería escuchar esas palabras de boca de él, ¿Cómo se atrevía a reclamarle algo? Su exasperación aumentaba con cada sílaba que el tipejo pronunciaba.
‒ ¿Cómo tuviste la desfachatez de abandonarla? Desde hace dos años he querido tenerte frente a mí para decirte cada una de las cosas que pienso…
‒ ¿Y qué, si me permites preguntar, te hace pensar que yo quiero escuchar cada una de esas cosas? ‒ preguntó penetrándolo con la mirada. Su voz era amenazante y el sarcasmo brotaba por cada uno de sus poros.
‒ La primera frase que se me vino a la mente luego de que Cassandra me contara, con lágrimas derramadas por sus mejillas, algunas de las circunstancias de su matrimonio fue… ‒ hizo una pausa en la que dejó entrever sus perfectos dientes blancos ‒ Poco hombre. Sí. Esa fue…
No terminó la frase, pues cayó de espaldas en una mesa cercana, gracias al golpe que Edward atinó a darle en la mandíbula. De esa manera se borró su sonrisa socarrona.
Se escuchó un «ah» colectivo ante la escena, todos los presentes quedaron impactados sin poder soltar el suspiro que se les quedó atorado en la garganta.
El conde se colocó de pie por sí mismo, se frotó la mandíbula y lo miró de reojo, sus ojos azules brillaron en advertencia. Escupió hacia un lado una combinación de sangre y saliva.
‒ Muchas gracias. He esperado esto por mucho tiempo.
Tras decir esto se abalanzó sobre él luego de atizarle un golpe en el estómago. Edward cayó al piso pero no sin antes tomar al conde por su abrigo. Cayeron al suelo con un sonido estridente, llevándose con ellos una silla que se partió en varios pedazos debido a la fuerza con que la golpearon.
Le faltaba aire en los pulmones, se le hizo dificultoso respirar y la cabeza la deba vueltas debido a la cantidad de alcohol que había consumido. Se encontraba con la espalda pegada al piso y con el Conde sobre él. Enterró su rodilla izquierda en el estómago de su contrincante, quien lo golpeó en el costado repetidamente haciendo que sus costillas se estremecieran. Edward logró tomarlo por el cuello, alcanzó a visualizar las manchas de sangre que salpicaban su corbata, y dio un giro llevándose al conde consigo.
Quedó encima de él, lo sacudió haciendo que se golpeara contra el piso. Edward era ligeramente más alto y corpulento que el conde, pero no era ninguna ventaja, puesto que este era ágil y no tenía los sentidos desorientados debido al whisky. Blakewells lo tomó con ambas manos de la garganta y presionó con fuerza, Edward aflojó su agarre y lo cogió por los antebrazos. Si antes dudaba de estar respirando con normalidad ahora estaba seguro de que le costaba oxigenar sus pulmones.
‒ Maldito cretino ‒ comentó el conde con los dientes apretados sin ánimos de liberar su agarre.
Edward estaba en serios problemas, alargó el brazo y consiguió atrapar la mandíbula de su rival, hundió una vez más la rodilla en el abdomen del conde y logró zafarse de su asimiento. Su cuerpo convulsionó debido al ataque de tos que con desesperación intentaba llenar de aire sus pulmones de nuevo, se encontraba de rodillas con una mano apoyada en el suelo mientras que con la otra tocaba su garganta que vibraba frenéticamente. El conde estaba a su lado, aun de espaldas sobre el suelo apretando los dientes y retorciéndose de dolor mientras se presionaba el estómago.
‒ ¡Gran espectáculo, caballeros! ‒ se rio de ellos el cantinero cuando se colocó de pie entre ellos, que todavía seguían en el piso ‒ pero ya se pueden largar de mi taberna.
Max vino en su ayuda, el muchacho parecía haberse desemborrachado en los últimos minutos, se mostraba pálido y con los ojos abiertos como platos. Tomó a Edward de un brazo y lo levantó del piso como pudo. El muchacho, acertadamente, tuvo la idea de pedir un carruaje que lo trasladase a Campbell Manor, mientras él se quedaba para ir en busca de los caballos.
Edward llegó a la mansión desorientado, con el cuerpo dolorido e incluso más molesto de lo que se encontraba cuando abandonó la propiedad. El fuerte dolor de cabeza que lo atenazaba no lo dejaba pensar con claridad. No lo dejaba pensar en absoluto.
Subió a su habitación, que era tan pequeña como una caja de zapatos ¿Por qué compró aquella casa con habitaciones tan poco prácticas? Se preguntó mientras entraba a la estancia. Por supuesto, no había revisado la mansión muy a fondo, sólo deseaba una buena casa que no estuviera tan alejada de Londres pero si lo suficiente para poder terminar de criar a la muchacha con quien se casó, lejos de los ojos críticos de la sociedad. Pero los planes nunca le habían salido como él esperaba desde que el momento de su inminente matrimonio había llegado.
Se quitó la camisa y las botas. En su camisa había sangre pero luego de una revisión minuciosa frente al espejo se dio cuenta de que él no sangraba. Blakewells no lo golpeó en ningún sitio donde pudiera sangrar sin necesidad de un cuchillo, pero Edward si lo había hecho, el mismo había visto la sangre que escupió el conde y la que ahora se hallaba en su fina camisa de lino blanco. Pues se lo tenía bien merecido, pensó desentendiéndose del sentimiento de culpa que lo invadió de repente, por inmiscuirse en asuntos que no eran de su interés.
Pero eso no era cierto, Cassandra era la amante de Blakewells, y había dado a luz a su hijo. De una manera retorcida ella era asunto del conde desde hacía dos años así como lo era de Edward desde hace cinco, en medidas diferentes, en circunstancias distintas.
Que Dios lo ayudase, no creía poder soportar tal traición.
Se abandonó al sueño en la dura cama tan pronto como comprobó sus heridas y hematomas. Sin embargo el sueño nunca llegó, estaba tan despierto como cualquier día, aun teniendo la cabeza llena de alcohol. El dolor corporal era soportable siempre y cuando no realizara movimientos bruscos, pero no era ese dolor el que más lo importunaba. Aunque no quisiera admitirlo era consciente del cansancio mental que sentía, la rabia dio paso a una serie de sentimientos que no eran bienvenidos, inquietantemente parecidos a los que sintió luego de su pelea con Cassandra en las escaleras ayer por la tarde.
¿Por qué has desaparecido Matthew?
¿Por qué me has dejado solo con todo este lio?
Pasó ambas manos por su cabello y las deslizó por su rostro arrastrando la piel, quería respirar profundamente y exhalar un suspiro de amargura, pero no podía, llenar sus pulmones a plenitud haría que le dolieran las costillas por el esfuerzo.
Extrañaba muchísimo a su hermano. Llevaba ya siete meses sin verlo, desde navidad cuando pasaron las vísperas en su casa ubicada en Somerset, su hermana también había ido con su esposo Samuel, Vizconde Wellesly y sus adorables hijos, a pesar de que Daphne tenía tres meses de haber dado a luz a su cuarto hijo. Edward se sentía mal por la llegada de la familia de su hermana, pues Daphne se molestó sobremanera cuando, hace cinco años, se enteró de que su propio hermano, «el muy correcto Marqués de Wrightwood, quien todo lo hace a la perfección» se expresó ella desdeñosamente, dejó abandonada a una niña de esa edad, y desde entonces lo miraba con reprobación. Aquella navidad no fue la excepción, le había dado una regañina, una cantaleta de que debía regresar inmediatamente junto a su esposa, que ella era su esposa por más que a él no le gustara, había dicho su hermana. Pero a él si le gustaba tener a Cassandra por esposa, eso era algo que nadie comprendía, nadie a excepción de Matthew.
7 de Julio de 1815, Suffolk.
Edward no podría montar a caballo durante unos días, pero estaba decidido a no quedarse en su cuarto sobre la inhabitable cama sin hacer nada, él no era un hombre dado a la vagancia, constantemente debía hacer algo para distraer su mente, y su mente en estos momentos necesitaba una buena cantidad de distracción.
Había pasado todo el día de ayer acostado, descansando sus heridas e intentando con todas sus fuerzas enfrascar sus sentimientos en algún lugar recóndito de su mente. El único entretenimiento que tuvo fue cuando, a la hora de la cena, llegó su lacayo con una bandeja repleta de abundante comida, más nadie se preocupaba por él en aquella casa, ¿Por qué lo harían? De seguro Cassandra había ordenado que ni lo mirasen, por más que él pagara por todo y a todos, le eran fieles a su esposa.
Max le había dado a conocer que ella había salido esa noche y que no informó a nadie a qué hora regresaría. El asombro a Edward le duró poco tiempo, su mano se apretó sobre el cubierto de plata que sostenía en la mano derecha y sus nudillos se tornaron blancos. Pretendió convencerse que ese no era su problema, mientras terminaba de cenar, pero no lo logró y aun así, para su sorpresa, consiguió dormir lo que restó de noche.
Esa misma mañana, Edward había decidido que no había venido a esa propiedad con sólo la intención de retomar su relación con Cassandra, sin embargo esa era la razón principal, pero no la única. No. había ido para retomar todos sus deberes y entre ellos se encontraba poner en orden todos los asuntos de la propiedad.
Concluyó que tomaría un breve desayuno y luego iría al despacho a revisar los libros de cuentas.
‒ ¿Lady Wrightwood aún no ha despertado? ‒ preguntó Edward al mayordomo luego de tomar asiento en el comedor, intentando sonar indiferente.
‒ No, la señora aún no ha regresado, milord ‒ respondió su joven mayordomo con una expresión de sorpresa en el rostro que pronto trató de ocultar.
‒ Cuando regrese comuníquele que quiero hablar con ella. Estaré en el despacho ‒ el mayordomo hizo una leve reverencia y se marchó apresurado.
«Así que Cassandra ha pasado toda la noche fuera» pensó amargamente, colocó los codos sobre la mesa y reposó su frente sobre los dedos índice y corazón, mientras sus mejillas eran sostenidas por los pulgares.
No se molestó en preguntarse dónde estaría Cassandra, pues estaba totalmente seguro que se encontraba con el conde, al parecer no podía mantenerse alejada de Blakewells por mucho tiempo.
No tenía la menor idea de cómo controlaría la situación.
Consumió el desayuno prontamente y sin ganas. Decidió que realizaría las tareas que se había impuesto con tranquilidad, su dolor de cabeza aun no mermaba por completo.
Estaba concentrado en los libros de cuentas que había sacado de la librería y estaban desparramados por el escritorio y sobre algunos muebles, y luego de varias horas escuchó pasos que se acercaban. Se acomodó las gafas de lectura y soltó un largo suspiro. Tenía la certeza de saber de quien se trataba.
Edward al elevar la mirada vislumbró como su esposa entraba en la estancia, estaba furiosa con la cara roja y las manos apretadas en puños. El estado de su ropa era deplorable para una dama de su posición, pues llevaba el vestido arrugado, estaba claro que acababa de llegar a la mansión y no había hecho otra cosa que buscarlo inmediatamente.
‒ Necesito que mandes a llamar a tu administrador ‒ fue directo al grano, ya habría tiempo para hablar de sus aventuras nocturnas. Ella se sorprendió, quizá esperaba que hablasen de otra tema… pero luego lo harían.
‒ No puedo.
‒ ¿Cómo que no puedes? Cualquier lacayo puede ir hasta el pueblo y traerlo, si quieres, sólo tienes que darme su dirección y enviaré a Max con mi carruaje.
‒ ¿Hay algún problema con las cuentas? ‒ preguntó ella con partes iguales de curiosidad y temor.
‒ No en los recientes… ‒ comentó hojeando el libro que acababa de dejar en el escritorio ‒ pero hay algo en los meses de tu primer año aquí que no termina de cuadrar. Quisiera hablar con él. Necesito que lo llames.
‒ Sí, yo también noté esas irregularidades en aquel entonces ‒ Cassandra se sentó en uno de los muebles cercanos al escritorio ‒ y lo despedí inmediatamente.
‒ ¿Qué? ‒ Edward se sintió confundido ‒ Yo no recibí ninguna noticia sobre ese hecho, y tampoco llegó hasta mi ningún comunicado sobre el nuevo administrador.
‒ Eso es porque… no hubo ningún otro administrador. Me deshice del que contrataste porque me estaba robando, creyó que porque yo era una chiquilla no me interesaría revisar los libros o que simplemente no los entendería ‒ se rio de ella misma ‒ Lo despedí, es lo único que necesitas saber. Cualquier cosa que quiera conocer sobre los demás libros puede conversarlas conmigo.
‒ Tengo el presentimiento de que me estoy perdiendo algo ‒ comentó con recelo ‒ ¿Tu queridísimo amigo, el conde, es quien ha llevado las cuentas? ‒ preguntó con un desdén palpable.
¡Eso sería el colmo! ¿Por qué otra razón Cassandra querría ocultar quien ha llevado las cuentas de la propiedad? La ira estaba volviendo a acrecentarse en su interior.
Sin embargo, eso no tenía sentido, Cassandra sólo conocía al conde desde hace dos años y ella despidió al administrador hace cuatro años. No entendía la situación, y a él no le gustaba desconocer hechos tan importantes como ese. Cassandra llevaba mucho tiempo sin un administrador ¿Qué estaba pasando realmente?
‒ ¿Puede pensar bien de mí por un momento, milord? ¿Será posible que deje a James fuera de esto? ‒ se mostró herida, y Edward lamentó la acusación.
‒ Sólo dime la verdad. No estoy para juegos, Cassandra.
‒ Contraté un nuevo tutor luego de despedir a mi administrador, él me enseñó todo lo que sé y desde entonces soy yo quien lleva las cuentas de la casa, soy quien se encarga de revisar que todo funcione perfectamente. Todos lo meses gasto lo necesario para mantener la propiedad en buen estado y a los pocos arrendatarios que tenemos los ayudo con sus casas y familias, te envío la comisión que te corresponde de los ingresos, guardo un porcentaje por si ocurre algún imprevisto y me quedo con lo que resta para mi uso personal.
‒ No tenía idea de…
‒ Luego de que se fue, milord, estuve un año a merced de los empleados que contrató para mí, entre ellos el administrador. Todos y cada uno de ellos me tenían lástima por ser la pobre niña a quien su esposo había abandonado en el campo y se aprovechaban de mi situación, a excepción de la institutriz que me asignó y del mayordomo, quienes se mostraron gentiles conmigo ‒ Cassandra hablaba con voz firme, como si la situación fuera ajena a ella ‒. Durante todo un año estuve ciega a lo que sucedía a mi alrededor, pero cuando la propiedad pasó por una situación difícil y el dinero no alcazaba, me di cuenta de que debía tomar mi papel como señora de la casa y decidí pasar más tiempo con mi administrador, a éste la situación no le gustó y un día me impuse la tarea de revisar los libros, no entendía del todo lo que en ellos había pero sabía que no estaban bien. Lo despedí rápidamente y contraté al señor Adams, hermano de mi institutriz, y él me dio lecciones durante un año, quizás un poco menos, sobre cómo manejar la propiedad. Y eso es lo que he estado haciendo desde entonces ‒ finalizó con una sonrisa de triunfo en sus labios, pero esa sonrisa no llegaba hasta sus ojos.
‒ No tenía la menor idea, lo lamento mucho… ‒ dijo mientras se acercaba a ella.
‒ No lo lamente, milord. Yo estoy bien y aprendí muchas cosas interesantes ‒ Cassandra se levantó del asiento antes de que él llegara hasta ella, y se dirigió a la puerta con presteza.
‒ No se vaya aún. ¿Adónde fue anoche, milady? ‒ preguntó, deseando estar errado, aunque no había posibilidad de eso.
‒ ¿Qué te da el derecho de golpear a otra persona? ‒ Contratacó ella sin miramientos.
‒ Así que el conde ya fue a llorar a tus faldas, Cassandra. Aunque la verdad sea dicha, tú fuiste hasta él. ‒ la miró fijamente y tras una pausa en la que ella guardo silencio, agregó ‒ ¿Por qué no me sorprende? ‒ dejó el libro que sostenía sobre el escritorio y se quitó los lentes.
‒ ¿Cómo te atreves? ‒ escuchó que ella pregunta incrédula.
‒ Porque estamos casados, Cassandra, tanto si te gusta como si no ‒ elevó su mano izquierda y dejó que visualizara la alianza de oro en su dedo anular. Ella bajo la mirada a su propia mano izquierda, que posicionó con la palma hacia arriba y frotó con el dedo pulgar su anillo equivalente al de Edward.
‒ Soy plenamente consciente de ello, milord. ‒ devolvió la mirada al rostro de Edward ‒ pero nuestro matrimonio no es usual y no te condenaré si deseas pedir el divorcio, muy bien puedo acompañarte a Londres para que todo este arreglado antes de que termine la semana. ‒ dio media vuelta y se dispuso a salir de la habitación.
‒ Cassandra, espera ‒ dijo Edward yendo tras ella y colocando una mano sobre su hombro antes de que cruzara el umbral.
‒ No tienes derecho a golpear a otra persona por muy alto que te encuentres en el escalafón de la sociedad ‒ Cassandra lo miraba de la misma forma en que lo hizo la noche de su llegada. Con odio.
‒ No quiero discutir contigo sobre ese asunto en estos momentos Cassan… disculpe, milady.
‒ ¿Por qué lo has hecho? ‒ preguntó acercándose a él, su tono era una mezcla de súplica y amargura.
‒ Las mujeres no deben meterse en asuntos de hombres, mucho menos en los de su esposo ‒ respondió resueltamente. Cassandra abrió los ojos y todo rastro de gentileza se esfumó de su mirada.
‒ Está bien, milord. Con su permiso… ‒ se dispuso a salir una vez más de la habitación y se marchó.