Capítulo 2

5006 Words
28 de Junio de 1815, Somerset.     No sabía cómo había pasado, sin embargo no necesitó mucho convencimiento por parte de su madre, pues el mismo sabía que tenía que hacerlo, después de todo no podía huir de ella para siempre.     Así que ahí estaba él, en el confortable interior de su carruaje para el arduo viaje que tenía por delante.     Con destino a Campbell Manor.     No quería dejar a su madre sola ni mucho menos, ambos estaban devastados por la noticia, pero ella decidió que debía darle la noticia a Daphne en persona, que enviarle una carta sería un acto muy depravado y ella tardaría en llegar el mismo tiempo que una misiva, y de esa manera partieron al día siguiente en carruajes distintos, su madre con destino a Cornualles donde se encuentra la casa solariega del Vizconde Wellesly y esposo de Daphne, e insistió en que Edward no debía demorar su viaje ni un día más, no tenía ninguna excusa para demorarlo y además era un largo trecho, casi al otro extremo de Inglaterra.     Se preguntaba como estaría ella, ¿Se sentiría sola?     ¡Buen Dios! Nunca dejaba que su mente se demorara más de dos minutos pensando ella, sabía que no era bueno pensar en ella. La conciencia lo corroía desde hace ya cinco años.     La soledad nunca fue bien recibida por él, pues hacía que su mente divagara en temas que no quería profundizar y por supuesto siempre terminaba pensando en ella, en la niña, su marquesa.     La vida tenía una manera muy irónica de dar vueltas.     Luego de varios días de viaje, de descansar por las noches en posadas atiborradas con personas de dudosa procedencia, este sería el último día del viaje. Era mediodía, había almorzado en el comedor de la posada donde había pasado la noche, era una de las pocas posadas en las que se había quedado donde realmente conocían las palabras «limpieza diaria». La comida era bastante buena, y disfrutó su estadía en ese lugar. Terminó de comer y no perdió tiempo, estaba impaciente y las entrañas se le revolvían de anticipación.     Las horas pasaban y Edward sentía su carruaje más pequeño de lo que era, muy pocas veces se sentía claustrofóbico, pero estaba seguro que no tenía nada que ver con el exterior y todo que ver con su interior, si no pensaba en su esposa terminaba pensando en Matthew y se deprimía hasta llegar a insólitos extremos. Por un lado sentía culpa y se odiaba a sí mismo por haberla dejado sola, mientras que por el otro la impotencia y la incertidumbre se lo comían vivo por no tener ni idea de dónde se encontraba Matthew, ni siquiera sabía si aún estaba en el mundo de los vivos.     Necesitaba un descanso inmediatamente. Golpeó la parte delantera de su carruaje con el bastón para hacer que su cochero parara. Se bajó de un salto, estaban en medio de la nada, rodeados de árboles según observó al dar una breve mirada al paisaje.     ‒ Sólo faltan dos horas para llegar, milord ‒ su cochero era uno de sus pocos sirvientes que eran eficientes, jamás cuestionaba nada y hacía justo lo que pedía, como deberían ser todos los sirvientes.     ‒ ¿Por qué nos detuvimos? ‒ preguntó su lacayo que no era tan comedido como su cochero, él levantó una ceja y lo miró de reojo cuando se dio la vuelta para enfrentarse a su entrometido sirviente. El cochero le dio un manotazo por el hombro al escuchar su insolencia.     ‒ Disculpe al muchacho señor, es nuevo y no ha aprendido a controlar su lengua ‒ el cochero le hablaba mientras le hacia una reverencia, una manera más que eficaz para pedir disculpas. Llevó su mirada de éste al lacayo que seguía mirándolo atónito.     ‒ ¿Y bien? ‒ no necesitaba sirvientes impertinentes en su casa.     ‒ Lo siento muchísimo señor ‒ dijo, cuándo el cochero haló su manga al notar que este no se inclinaba.     ‒ De todas formas sólo quería estirar las piernas, ese maldito carruaje no es cómodo para tan largo viaje.     ‒ Yo le dije al señor Stevens que debimos hacer una parada en… ‒ se calló al notar su mirada penetrante.     ‒ Bueno muchacho, sigue así si quieres perder tu trabajo o simplemente dímelo y estaré encantando de echarte ‒ dio media vuelta y siguió contemplando el paisaje.     Una explanada se extendía a un lado de la carretera, podría contemplar aquella escena medio llena de árboles y arbustos, mientras sentía la dulce brisa en su rostro, durante una eternidad pero no podía o mejor dicho no debía, dentro de unas horas caería el sol y necesitaba llegar a su casa antes del anochecer.     Que extraño, jamás había llamado a aquel lugar «su casa», no tenía ningún derecho de llamarlo así. Era la casa de la Marquesa, por más que el título tuviera su nombre y él pagara su mantenimiento y a cada una de las personas que en ella trabajan, había perdido ese derecho hace años cuando la había dejado allí…     ¡Y de nuevo esos estúpidos pensamientos! Cada vez estaba más cerca y era más difícil que su mente no le jugara una mala pasada, y él que pensaba que el problema únicamente era estar encerrado en ese maldito carruaje. Soltó una grosería en voz alta, ¡Dios mío bendito! Parecía un niñato de cinco años quejándose porque no le dieron una golosina.     ‒ Vamos muchacho, terminaras el viaje conmigo ‒ realizó un gesto con la mano mientras regresaba al carruaje.     ‒ ¿Es que pensaba dejarme aquí? … lo siento mucho milord, por supuesto que es un honor servirle ‒ se inclinó ante él de manera exagerada.     ‒ Me refería a que vendrás conmigo dentro del carruaje ‒ el muchacho palideció de inmediato y quedó paralizado.     ‒ Co…como usted qui…quiera señor ‒ el tartamudeo del lacayo demostraba su desconcierto, en cambio el cochero aunque parecía perturbado no lo demostró de otra manera que mirando fijamente al muchacho y señalando que debía subir con su señor.     Entraron al carruaje y de inmediato se pusieron en marcha, como ya lo había mencionado, su cochero era uno de sus mejores sirvientes. En cambio el muchacho que se arrebujaba en el asiento frente a él era un chiquillo insolente y deslenguado, pero necesitaba distraerse, no quería volver a sus pensamientos desconcertantes.     Luego de interrogarlo por un buen rato, descubrió que era un muchacho huérfano, junto con una hermana menor que trabaja ahora de sirvienta, provenían de una buena familia, el muchacho tenía buena pronunciación y había estudiado con algunos tutores durante su adolescencia, pero un tío los había echado a patadas de su casa para quedarse con todo luego de la muerte de sus padres, así que llegó a su casa con su hermana hace menos de cinco meses, y con trabajo y esfuerzo pasó por varios puestos de trabajo en su casa hasta que llegó a ser un lacayo, a sus veinte años.     ‒ ¿Por qué se queja del interior de su carruaje, milord? ‒ preguntó algo más confiado inspeccionando cada detalle  ‒ Es lo más cómodo que puede llegar a ser un carruaje, incluso es mejor que mi cama.     ‒ No me quejo de mi carruaje, simplemente estoy harto de estar aquí, necesito llegar lo más pronto posible o simplemente regresar a mi casa.     ‒ Pero tengo entendido que vamos a una de sus propiedades ¿No? ‒ Su interés y confusión eran notables.      ‒ Sí, pero no es una de mis simples propiedades, muchacho...     ‒ Me han dicho que es la segunda propiedad más grande que posee, incluso es más grande que su estancia en Londres ¿No es cierto, milord? ‒ Ahora el muchacho se sentía fascinado, no cabía duda.     ‒ Pero no por eso es peculiar esta casa ‒ Ahí iba otra vez, a hablar justo de lo que no quería pensar.     ‒ ¿No? Pero si tiene añales que no viene aquí, o eso es lo que me contó la cocinera ‒ Al ver la cara de intriga de Edward el lacayo se crispó ‒ No, eso no es cierto, lo escuché en… en algún otro lado ‒ evadió su mirada.     Así que pensaba que iba a despedir a sus sirvientes porque hablaran de su vida, no podía culparlos, todo el mundo hablaba de algo.     ‒ En este lugar… ‒ al observar por la ventana visualizó la reja forjada que cercaba la entrada a Campbell Manor ‒ vive mi esposa.     Al instante en que el carruaje se detuvo en la entrada principal se bajó con presteza, incluso antes de que el lacayo hubiera cerrado la boca mientras veía la casa. Subió los escalones de la escalera de dos en dos apresuradamente, ¿Para qué seguir atormentándose con sus pensamientos cuando podía atormentarse en persona con la presencia de ella?     ‒ ¿De quién será ese carruaje?     La pregunta en boca del muchacho hizo que Edward se detuviera justo antes de tocar la aldaba de la puerta, dio la vuelta y observó un carruaje que llevaba un blasón muy vistoso en la puerta.     ‒ Quizá la señora tiene alguna visita ‒ comentó el cochero al ver la mirada de sorpresa que Edward mantenía.     ¿Una visita?     ¿¡A estas horas de la tarde!?     «Ella puede tener amigas ¿Qué esperabas, que no socializara?» se reprochó de inmediato.     Bueno, tal vez una amiga vino a tomar el té y se quedó más de lo debido, según las reglas de la sociedad. O podría tener algún tipo de reunión. Aún era muy temprano para que fuera una cena.     Ya no estaba tan seguro de querer entrar en aquella casa, no tenía ni la menor idea de qué encontraría al cruzar la puerta. Podría ser mejor regresar mañana, cuando ella estuviera sola, no quería incomodar a nadie, en cualquier circunstancia el quedaría en ridículo y ni sospechas tenía acerca de la reacción que ella tomaría al verlo de nuevo. Una habitación en cualquier posada del pueblo se le antojaba la mar de bien en aquellos momentos.     ¡Por supuesto que no! Él tenía derecho a saber qué hacía su esposa y quienes la visitaban. Era tan buen momento como cualquier otro para actuar como el esposo que debió ser. Su determinación aumentó.     Se envalentonó y se dispuso a tocar la aldaba de la puerta con presteza. Al poco tiempo un mayordomo, algo joven para ese puesto, se personificó con un porte adusto.     ‒ Buenas tardes, señor. Me temo que no puede ser atendido, la señora está ocupada y no desea más visitas.      Al notar las claras intenciones que tenía el mayordomo de cerrarle la puerta en sus narices la detuvo con una sola mano y entró sin prestar atención a sus quejas. Lo ignoró por completo y se encaminó con paso apurado a la sala principal, por lo menos recordaba donde quedaba cada cosa, o eso creía. Su lacayo lo había seguido, una claro acto de insolencia por su parte, pero no le prestó atención ya que había detenido al mayordomo para que él continuara con su camino.     La puerta de la sala principal se encontraba cerrada, algo inusual durante una visita de amistades.     Edward tenía un muy mal presentimiento con toda esa situación. Y seguía sulfurado por la actitud de ese mayordomo impertinente ¿¡Es que acaso no se podían encontrar buenos sirvientes hoy en día!? ¡Pretendía echarlo de su casa! ¡Su propia casa! Era él quien pagaba su sueldo. Sin pensarlo dos veces entró en la sala, sin siquiera tocar ¡Era su casa! No tenía por qué hacerlo.     Y allí se encontraba ella: la niña, Cassandra, su marquesa. Envuelta en los brazos de algún tipejo mientras compartían un beso apasionado que no tenía nada que ver con la amistad.     Todo su cuerpo se paralizó ante aquella imagen, ¿Pero qué rayos pasaba con el mundo? ¿Es que todo le iba a salir de mal en peor?     El caballero, si es que lo era, hizo ademan de separarse de Cassandra a su llegada pero esta lo tomó por la solapas de su abrigo y lo atrajo una vez más hacia ella.     ¡Era el colmo!     ¡Su flamante esposa lo engañaba sin vergüenza alguna!     Carraspeó en un tono elevado y se dio cuenta de que su humor no iba a mejorar, por lo menos no ese día, pero deseaba con toda su alma que ese desgraciado se alejara de su niña.      «Ella no es tuya, jamás lo ha sido de ningún modo» debía buscar la manera de matar a su consciencia.     ‒ ¡Oh! Pero miren a quien tenemos aquí ‒ comentó Casandra con gran dramatismo pero sin una pisca de remordimiento, ni pena, o algún otro de los sentimientos que debería estar sintiendo, al alejarse un poco del tipejo. Eso lo molestó muchísimo más.     ‒ Buenas noches, Cassandra ‒ no pensaba mostrar su encolerizado humor ante un extraño.     ‒ ¿Y usted es…? ‒ preguntó aquel individuo al tiempo que levantaba una ceja y lo miraba de arriba abajo con prepotencia. No cabía duda de que era un aristócrata.     ‒ Me disculpo, James ‒ Cassandra se colocó de pie mientras posaba su linda y delicada mano en el hombro de aquel hombre ‒ Tengo el honor de presentarte a mi difunto esposo, el Marqués de Wrightwood.     ¿Difunto? ¡Dios mío, Cassandra lo había matado ante los demás!     ‒ No tengo intenciones de ser presentado ante este… ‒ lo miró con la misma prepotencia que había usado el susodicho ‒ señor ‒ finalizó con un desdén palpable.     ‒ ¡Qué situación más extraña! ‒ aquel hombre se levantó e incrementó la distancia que existía entre él y Cassandra, sin acercarse demasiado a Edward.     ‒ Si no le molesta le pido que se marche de mi casa ¡Ya! ‒ no creía que podría contener ni por un minuto más su ira.     ‒ Pues a mí sí que me molesta ‒ Cassandra elevó la barbilla con petulancia, como sólo las jovencitas pueden hacerlo.     En ese momento, antes de que Edward si quiera pensara en algo para responder a la insolencia de su esposa, se abrió la puerta aún más.     Se escuchó un fuerte llanto. Y en menos de un segundo, Cassandra abrazaba a un pequeño niño regordete, al cual había colocado en su regazo al tomar asiento una vez más.     ¿De quién era ese niño?     ¿Hasta qué punto llegaba el engaño?     No sabía que sucedía, pero tenía fuertes sospechas de que Dios, la vida o simplemente el destino le estaban jugando una mala pasada, un chiste de mal gusto, estaban revolucionando su mundo en un corto período de tiempo y allí estaba él, paralizado de miedo, mirando, con los ojos abiertos como platos, a su esposa cargando a un hijo que no era suyo. Su corazón se aceleró y perdió la capacidad del habla.      ‒ No llores, todo está bien ‒ lo arrulló Cassandra por un tiempo prolongado, hasta que la criatura se calmó y obsequió a su salvadora con una sonrisita de amabilidad, de amor.     ‒ No tengo nada… no tenemos nada que hacer aquí. Vamos hijo mío, ya es tarde ‒ comentó con porte serio ¿James? Mmm, al parecer ese era el nombre de aquel hombre.     Tomó al bebé en brazos, pero este no quería dejar los brazos de su salvadora, sólo cedió cuando Cassandra le dio un beso en la mejilla y le susurró algo al oído.     ‒ Buenas noches – finalizó el individuo a nadie en particular, acomodando de manera protectora al niño entre sus brazos, y enfiló hacia la puerta sin mirar atrás.     Edward seguía sin salir del ensimismamiento en el que se encontraba, continuaba parado justo al lado de la puerta, mirando a su niña sin parpadear, la veía tan cerca y al mismo tiempo la sentía tan lejos, pareciera que estuviese viendo la escena a través de un telescopio, era tan irreal.     No podía hablar, su respiración se volvió más calmada, inhalaba a través de sus fosas nasales y exhalaba por la boca, cualquiera podría decir que parecía un perro asustadizo que se encontraba en un lugar extraño. Parecía un pez fuera del agua. Algo inusual para Edward.     El gran Marqués de Wrightwood, uno de los lores más destacados de la sociedad londinense. Muchos suelen describirlo como uno de los lores más confiados, el caballero más afable y distinguido que haya nacido en Inglaterra. Todo en su vida era «perfecto» según todos sus conocidos. Poseía un conjunto sustancial de propiedades provechosas; una familia desligada de los escándalos; un hermano que se unió al ejército para luchar por su país, una hermana Vizcondesa que contrajo un buen matrimonio, desposándose con Samuel Patterson perteneciente a uno de los linajes más antiguos de Vizcondes; una madre modelo, ahora viuda, que siempre fue ejemplo de serenidad y modestia, quien aun después de quince años veneraba a su difunto esposo; un padre inigualable, que fue justo y severo cuando la situación lo ameritaba, pero que también amó con absoluta diligencia a cada uno de sus hijos por igual. Y por esa razón quería arreglar el futuro de Edward, pactando con el Conde, su mejor amigo y vecino, un contrato marital para aligerar sus cargas y preocupaciones. Y por último, gracias a su padre y ese maldito contrato, tenía una esposa que no le causaba ningún quebradero de cabezas.     Sí, su vida era simplemente «perfecta».     Pero eso era una burda mentira que, en algún punto entre esos cinco años, se había llegado a creer.     ¿Cómo una persona podría causar algún inconveniente cuando se encontraba al otro lado del país?     Pues, simplemente los causaba sin que nadie se enterase, o por lo menos nadie que le pudiese informar a Edward de sus andanzas.     Dios mío bendito ¿Y ahora qué seguía?     ‒ ¿Tienes alguna cosa que decir, Cassandra? ‒ preguntó al salir del trance, debía poner su vida en orden, en todos los aspectos. Y no permitiría que nadie le impidiera llevar a cabo sus planes.     ‒ No, la verdad es que no ‒ comentó Cassandra, como si el tema que trataban fuese tan insulso como lo era hablar acerca del clima.     ‒ Si me permites, quisiera…     ‒ ¡No! No le permito nada ‒ lo cortó de manera tajante, elevó de nuevo el mentón y se colocó de pie una vez más.     ‒ ¿Disculpa? ‒ preguntó Edward contrariado, no sabía cómo abordar la situación, era exasperante.     ‒ Tampoco le disculpo, milord ‒ su tono ya no le resultaba familiar, ya no tenía la misma voz, su rostro seguía siendo hermoso como siempre, pero tenía algo que no le gustaba y no sabía qué ‒. Ha interrumpido mi visita. Y no me gusta ser interrumpida en lo absoluto ‒ con determinación cogió su falda y la elevó unos centímetros del suelo. Se acercó a Edward con paso firme.     ‒ ¿A eso le llamas visita? ¿¡Cómo te atreves!?‒ Edward elevó el tono de voz.     Se comportaba como un animal, nada de eso le gustaba ni un ápice. Por su mente nunca pasó la idea de que algún día estaría tan furioso como para tratar mal a una mujer, mucho menos a su propia esposa.     ‒ ¿Qué cómo me atrevo? ‒ achicó los ojos, se acercó un poco más y le escudriñó el rostro a Edward. Con una mirada que ya no poseía inocencia ni dulzura. Una mirada color ámbar que lo penetraba hasta mirar su alma ‒ Me atrevo señor, porque tengo todo el derecho del mundo… ‒ se dirigió a la puerta y enfiló hacia las escaleras ‒  aunque usted crea lo contrario ‒ continuó sin mirar atrás, elevando la voz con cada paso que daba.     Con paso firme, Edward la siguió. Hacía un esfuerzo sobrehumano por no demostrar toda la ira que lo inundaba. La luz del atardecer penetraba a raudales en la estancia a través de los ventanales, que iban desde el piso hasta el techo, majestuosamente emplazados a cada lado de la puerta principal.     ‒ ¡No te atrevas a abandonarme, Cassandra! Estoy hablando contigo. ¡Maldita sea! ‒ La seguía a unos pasos de distancia, pero nada le costaría llegar hasta ella. No solía perder el control de sí mismo, pero ¡Qué Dios lo ayudase!     ‒ ¡Oh! ‒ dijo dándose la vuelta de golpe.     Edward se detuvo sorprendido por dos razones: su mirada encolerizada, que encendió una alarma en la cabeza de Edward, que indicaba que se avecinaban más problemas, y porque daba la imagen de una mística diosa, con la piel bañada de la resplandeciente luz solar en medio de las escaleras.     ‒ Muy buena idea, milord ‒ El tono que Cassandra utilizaba era algo espeluznante. Ella lo miraba desde arriba, tres escalones los separaban. Esa sensación no le gustó a Edward, se sentía incómodo ‒. Hablemos de abandonos. ‒ En la linda cara de su niña, se formó una sonrisita, de esas que sólo se dedican a las personas despreciables.     ‒ Cassandra, sabes muy bien que…     ‒ No, en realidad no lo sé, milord. No sé nada. ¡Desde hace cinco años, no tengo idea de nada!     Casandra hinchó el pecho, elevó un poco más su falda apretándola entre sus delicados dedos, lo miró fijamente de arriba a abajo y viceversa. Resopló sonoramente, dio media vuelta y avanzó a través de las escaleras.     Y lo dejó allí, plantado a mitad de la escalera, observando como ella se alejaba y desaparecía hacia el pasillo.     Que insolente que era esa muchachita.     «Una vez más te preguntaré: ¿Qué esperabas? Tu “niña” ya no lo es nunca más» esa vocecilla en su interior lo iba a volver loco si seguía haciendo comentarios insensatos acerca de sus actos.      Se dio por vencido, ya no estaba molesto, toda su furia se esfumó al instante y se transformó en otros sentimientos que no entendía y, por supuesto, no quería indagar profundamente en ellos. Concluyó, para tener algo de paz mental, que simplemente se sentía decepcionado de sí mismo. Cinco minutos con su esposa y sólo había logrado que se gritaran mutuamente, nada de reconciliaciones, nada de buenos tratos, nada de nada. Parecían un par de críos quisquillosos enzarzados en una pelea ridícula, pero esos asuntos pendientes  no tenían nada de ridículos.     Apoyó el codo izquierdo en el barandal pulido de la escalera y se pasó la otra mano por el cabello revolviéndolo un poco. Edward estaba tan cansado que no se dio cuenta de cuánto tiempo estuvo allí de pie, mirando a la nada, envuelto en sus tormentosos pensamientos. La luz que invadía el espacio se transformó de dorada a una tenue luz plateada.     ¿Qué más podría hacer? Estaba claro que ella no lo quería ver ni en pintura, en ningún momento vio pasar la sorpresa por las facciones de Cassandra cuando ella lo miró plenamente, simplemente lo odio. Y ver el odio atisbado en aquellos ojos color miel lo hicieron sentir susceptible. Lo hicieron sentir miserable. Culpable.     Edward decidió que no había nada más por hacer ese día, que no tenía derecho a importunarla de nuevo, por lo menos no ahora, y para ser sincero él tampoco quería otro enfrentamiento cuando se sentía tan cansado por el viaje. Lo mejor sería esperar hasta mañana, cuando los dos se hubiesen acostumbrado a la idea de que estarían en la misma casa. Quizá, tener una cita con la almohada y descansar como es debido  haría que el siguiente día fuera más ameno.     Se dio cuenta de que lo estaban observando, de seguro que los criados en esa casa eran unos impertinentes como la mayoría, pero no tenía ganas de hacérselos saber. Sólo necesitaba descansar. Con ese pensamiento respiró profundamente y se dio la vuelta, decidido a dar órdenes a quienquiera que fuese el que lo estaba mirando. Se encontró con la figura de una joven criada, ataviada con unas mantas y un candelabro ocupado con tres velas aun sin encender.     ‒ Disculpe, milord. No quería interrumpirlo.‒ comentó al salir de entre las sombras del vestíbulo y se acercó a Edward a una distancia prudente, su voz vaciló pero prosiguió. ‒ La señora me ha pedido que lo encamine a la salida… ‒ al ver la expresión recelosa de Edward se detuvo, el temor se reflejó en sus ojos y continuó ‒ o…, si no desea marcharse, me pidió que lo lleve a una habitación.     ‒ Supongo que no sabe quién soy yo.     ‒ Es Lord Wrightwood, el marqués dueño y señor de esta casa. Esposo de mi señora ‒ contestó la joven como si lo hubiese memorizado hace cinco minutos, cosa que sería posiblemente cierto.     ‒ Bien, lléveme a donde sea que Lady Wrightwood le haya ordenado.     Una vez alejada lo suficientemente de él como para que no escuchara sus pisadas, corrió a través del pasillo para llegar a su dormitorio lo más pronto que pudiese. Su corazón estaba agitado, sentía que se le saldría del pecho si inhalaba una vez más, que en cualquier momento se rompería en trocitos si seguía conteniendo sus aflicciones.     Tomó el pomo de la puerta y la abrió prontamente, la cerró a sus espaldas con un golpe seco. Respiró profundamente. Ahora ya podría dejar aflorar sus sentimientos, no pensaba demostrarle otra cosa que no fuese odio al marqués, aun le quedaba su dignidad aunque ya hubiese perdido todo lo demás. Se dejó llevar por la rabia, permitió que la invadiera ¿Cómo se atrevía? Regresar al lugar donde la dejó, donde la abandonó. Después de cinco miserables e interminables años. Y ella que pensaba que jamás lo volvería a ver.     No pudo evitar que se le llenasen los ojos de lágrimas, se rodeó el vientre con los brazos, no quería sentir esas sensaciones que hacían que se le retorcieran el estómago y las entrañas.     ¿Por qué lloraba? No tenía sentido.     Cassandra se dejó caer al suelo, arrastrando la espalda lentamente por la puerta de roble, estaba enfadada consigo misma por su absurda reacción. Levantó las rodillas y las envolvió con sus brazos, sólo quería hacerse lo más pequeña posible. Quizá ese disparatado dolor disminuiría cuanto más pequeña se hiciera. Apoyando la cabeza en sus rodillas, Cassandra dejó que las lágrimas sinsentido fluyeran sin freno por sus mejillas, empapando su falsa de muselina azul. Permitiendo así, que el silencio de la habitación fuera violentado por sus sollozos, esos sollozos que tanto desearía poder controlar, y todo su cuerpo se estremeció por la fuerza de aquellos quejidos.     ¿Y ahora qué haría?     ¿Por qué había regresado?     ¿El marqués tendría planeado quedarse? ¿Por qué?     ¿Qué motivos tenia para hacerlo?     Su mente se estaba retorciendo con tantas preguntas sin ninguna respuesta. No quería pensar en él. Llevaba mucho tiempo alejándolo de sus pensamientos. Y lo había conseguido, de cierta manera ya no pensaba tanto en él.     «No merece tu tiempo, ni tus pensamientos» la voz de su consciencia tenía razón, él la había dejado. No le había dado razones, no le había dicho nada, tenía cinco años sin saber absolutamente nada de Edward.     Llegó un momento en el que se había sentido satisfecha con la vida que llevaba, Cassandra hasta podría decir que era feliz, tenía todo con lo que alguna vez soñó, casi todo, pero aun así decidió que eso no la afectaría, que debía continuar. Fue dueña de su propia vida desde el momento en el que Edward se marchó, y no tenía intenciones de que ese estatus cambiara.     Así que al escuchar un carruaje acercarse por el camino principal de la casa hacia la puerta delantera, Cassandra se tensó, no esperaba a nadie más. Con disimulo se levantó de su asiento junto a James Graham, Conde de Blakewells, su gran amigo y confidente, para asomarse por la ventana. Durante gran parte del día se había sentido inquieta, tenía la sensación de que aquel día no sería un día como cualquier otro, pero no sabía la razón. Pero en ese momento lo supo, reconoció el emblema del Marqués de Wrightwood situado en la puerta del carruaje que se avecinaba. Sintió que el nerviosismo se expandía por cada rincón de su cuerpo. Tocó la cuerda para llamar al servicio y de inmediato apareció el mayordomo en la puerta.     ‒ ¿Desea algo milady?     ‒ No quiero que dejes pasar a las personas que vienen en ese carruaje, por favor ‒ dijo con nerviosismo, sintió la mirada curiosa de James posada en ella, era notorio que su amigo se dio cuenta de que algo malo pasaba.                Para su gran alivio, James no le hizo ninguna pregunta.     Unos minutos después escuchó el algarabío que se armó en la puerta, oyó pasos acercándose a la sala donde se encontraba con James, miró a la puerta muerta de miedo, no sabía qué hacer. La mirada de James la penetraba hasta los huesos, se sentía vulnerable.     Cassandra sabía que James le prodigaba atenciones que no hacía con ninguna otra mujer, que él quería algo más que una simple amistad y que era tan paciente como un santo.     Miró de la puerta a James y actuó de manera precipitada sin antes ponerse a pensar en sus acciones y las consecuencias que estas acarrearían. Se sentó apresuradamente cerca del conde, más cerca de lo que solía sentarse.     Las pisadas resonaron justo fuera de la sala.     Ella tomó a su amigo por las solapas de su abrigo y lo atrajo a ella, dándole un beso torpe y brusco en los labios. El conde la capturó entre sus brazos rodeándola por la cintura, Cassandra se paralizó, ya no consideraba su maniobra una buena idea, pero a esas alturas no podía hacer nada y si ya estaba sucediendo pues lo terminaría. Decidida a no dar marcha atrás, permitió que James introdujera la punta de la lengua entre sus labios, intentó serenarse pero aquel acto tan íntimo la perturbó sobremanera. Nadie la había besado desde…     La puerta se abrió de golpe y Cassandra intentó ignorarlo, intentó con todas sus fuerzas que su corazón y su mente no se alteraran, pero le fue imposible, James trató de alejarse pero ella no se lo permitió.     Oyó a Edward carraspear, no lo había visto pero por la reacción de su cuerpo ante la presencia postrada en la puerta sabía, perfectamente, que era él quien había irrumpido en la habitación.     Liberó al conde de su abrazo, éste se alejó y posó su mirada aireada en el marqués. Cassandra procuró mostrar su expresión de sorpresa más auténtica, y fracasó estrepitosamente, únicamente sintió rencor por aquella persona que la veía con irritación.
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