Miguel y Luciana estaban al borde de la desesperación. Había pasado ya un día desde que Mike desapareció sin dejar rastro. La angustia se reflejaba en los rostros de ambos, especialmente en los de Luciana, que no había dejado de llorar desde que supieron del accidente. La imagen del auto en llamas, las preguntas sin respuesta, y el vacío en el que se encontraba su hijo los consumían.
El salón de la casa estaba lleno de silencio y tensión. Luciana, sentada en el sofá, apretaba entre sus manos un pañuelo, mientras Miguel intentaba mantenerse fuerte, pero el nerviosismo lo traicionaba en cada paso que daba por la habitación.
—¿Por qué no hay noticias todavía? —preguntó Luciana, su voz temblaba—. No puedo soportar esta incertidumbre. ¿Y si…? —su voz se quebró antes de terminar la frase.
—No
