6. El Pacto Rechazado

1406 Words
La noche había caído con una oscuridad profunda, pero Aelion no necesitaba la luna para encontrar a Seraphina. Su frustración, el doloroso aguijón del desprecio que había presenciado, y su deseo eran faros ardientes que lo guiaban a través de las sendas del campamento humano. Encontró a la humana sentada en su mesa de trabajo. La luz de una única vela proyectaba sombras largas y nerviosas que bailaban sobre los planos y pergaminos desordenados de su escritorio. Ella no estaba trabajando; estaba de luto. Sobre la mesa, el pañuelo bordado que Kaelan había arrojado con tanto desdén estaba enrollado, pero ella no lo había tirado. Aún se aferraba, con una tenacidad obstinada, a la dignidad que el "héroe" le había negado. Aelion, usando una capa gris de viaje que disimulaba su armadura ceremonial y la corona de plata de su linaje de Rey Elfo, entró en la pequeña cabaña de madera sin hacer el más mínimo ruido. La brisa de su movimiento era el único indicio de su presencia. Seraphina se sobresaltó, poniéndose de pie de inmediato y sujetándose a la silla como a un ancla. "Lord Aelion," dijo, su voz no llevaba el fervor inocente y casi devoto que reservaba para Kaelan; en su lugar, había una mezcla de respeto forzado y cautela ante un depredador que se acercaba. "¿Viene a advertirme sobre la logística del campamento, o sobre algo más?" Aelion dejó caer la capucha, revelando su rostro de belleza antigua y helada. "Vengo a darte lo que mereces, no lo que este campamento te ha entregado," respondió Aelion, su tono no era el de un Guardián, sino de alguien acostumbrado a que sus palabras fueran leyes inquebrantables. Se acercó a la mesa, empujando con la punta de los dedos el pañuelo arrugado hacia un lado, como si fuera inmundicia. Abrió una pequeña caja tallada en madera de tejo oscuro, el árbol más sagrado para su pueblo. Dentro, el brazalete de plata élfica, trabajado con la filigrana más fina y grabado con runas antiguas que significaban Protección, Vínculo y Eternidad, brilló con una luz interna fría y azulada. Era una pieza que solo un monarca podía regalar, un juramento silencioso de devoción incondicional, un vínculo más fuerte que cualquier matrimonio humano. "Esto no es un amuleto, Seraphina. Es un Pacto," explicó Aelion, sus ojos, que reflejaban la luz del brazalete, estaban fijos en los de ella. "Te protegerá de cualquier mal físico o mágico. Y atará mi juramento a ti, de por vida, por siempre. Es un regalo que solo alguien de mi linaje tiene derecho a ofrecer. Tómalo. Tómame." Seraphina no tocó el metal. Se quedó inmóvil, mirando las runas élficas que ardían con un fuego frío, y el peso de su significado—el peso de la eternidad élfica—la aplastó, este hombre inalcanzable, realmente inalcanzable se estaba entregando en bandeja de plata a ella, un humana sin valor, este pensamiento la aterro. "Es más que magnífico, mi Señor," susurró, dando un paso atrás hasta que sintió la fría pared de madera en su espalda. "Y es precisamente por la vastedad de su significado que no puedo aceptarlo. Es un honor demasiado grande para mi pobre existencia." El corazón de Aelion, que latía con un ritmo más rápido de lo habitual debido a la inusual cercanía a la fuente de su nueva obsesión, se detuvo por un instante. El rechazo era un concepto ajeno a él. "¿Por qué me rechazas, mortal? ¿Por qué te aferras a esta miseria? He visto el desprecio de ese humano mezquino, ese soldado que no ve tu valor. He presenciado tu dolor. Yo te ofrezco seguridad y una lealtad que él nunca te dará, una vida de respeto en mi corte. ¿Qué temes?". Pregunto ofendido y a la vez extrañado por que era la primera vez que recibía un no como respuesta, algo completamente nuevo para él. La humana cerró los ojos un instante. Las lágrimas que Kaelan le había provocado se sentían ahora no como debilidad, sino como la fuerza que necesitaba para resistir esta nueva, y mucho más peligrosa, tentación. "Lo rechazo por mi especie, mi Señor, no por el deshonor de la suya. Usted vivirá mil años. Cuando yo muera, Lord Aelion, su dolor será un suspiro para mí, pero para usted, aún estará en la mañana de su vida eterna." Seraphina abrió los ojos, y su mirada mortal era firme. "El dolor de mi final, mi carne mortal y mi brevedad, mancillará la eternidad que su gente venera. No puedo ser la mancha de su recuerdo, el desliz de su vida eterna, la sombra de una pasión fugaz. Debo quedarme con los míos. Con los que entienden el dolor de la brevedad." Aelion sintió un retortijón helado en el pecho, una emoción que casi nunca visitaba a los de su r**a: la ira ante lo incomprensible. Se acercó más, la distancia entre ellos se redujo a un aliento, sus ojos élficos buscando la debilidad en los de ella. "¡Yo soy el Rey! ¡Yo soy el que decide lo que me mancha! ¡Y tú eres la única luz, la única anomalía, que ha roto mi monotonía de siglos!" y la única que me ha dicho no. Su voz era un susurro poderoso, cargado de magia. "Esta no es una pasión fugaz; es un reconocimiento. ¡Te reconozco, Seraphina Vane!" "Y yo he entregado mi corazón," replicó Seraphina, girándose para señalar el pañuelo arrugado. En ese gesto, ella eligió su destino. "Sir Kaelan es un héroe de la Humanidad. Es noble en sus ideales, aunque no en sus modales. Él honra el valor, y aunque yo no lo tenga, mi lealtad es para el ideal que él representa: la esperanza mortal. No puedo traicionar eso por la seguridad élfica." El rechazo doble—el de la persona y el del ideal—golpeó a Aelion con una violencia que lo sacudió hasta los cimientos, una fuerza que ni las espadas de los Orcos habían logrado. Ella lo había condenado por ser eterno y sublime, y se aferraba a un hombre que la veía como tierra bajo sus botas. El Rey Elfo no estaba acostumbrado a la negación. Aelion apretó el puño, la caja de tejo crujió ligeramente bajo la presión. Su rostro, generalmente sereno como un estanque de montaña al amanecer, se transformó en una máscara de furia gélida y resentimiento antiguo. Lo que asusto a Seraphina. "Tú estás condenada a la ceguera, Seraphina Vane. Rechazas el poder por el miedo a la brevedad, y la devoción por la ilusión de un ideal vacío," siseó Aelion. La voz real del monarca, dura, sin modulación ni afecto, se manifestó, resonando con autoridad ancestral. "Guarda tu lealtad a ese falso ídolo. Cierra los ojos ante la verdad. Volveré. Volveré cuando él te haya roto por completo y cuando tú no tengas otro sitio a donde correr. Solo entonces apreciarás el verdadero valor de la Eternidad." Aelion cerró la caja con un golpe seco, el sonido resonó en la cabaña como un trueno sofocado. Su compostura élfica regresó, más fría y distante que nunca, envolviéndolo como un sudario. El deseo, al ser negado, se había transformado en una posesividad peligrosa, una promesa de apropiación futura. "Tu elección es curiosa, mortal," espetó Aelion mientras se ponía la capucha y se giraba para marcharse. "Pero la respetaré por ahora. Él te enseñará lo que es el abandono. Y cuando lo haga, tu ídolo ya habrá caído y tú no tendrás más excusas. Solo entonces, verás que la brevedad de tu vida no es una virtud, sino tu mayor debilidad." Se fue tan silenciosamente como llegó, dejando solo el rastro del aire gélido que lo acompañaba. Seraphina se quedó sola, temblando. No por la amenaza física del elfo, sino por el miedo al poder que ella había osado desafiar. Miró la caja de tejo que había quedado en la mesa, que era un juramento de amor prohibido y eterno, y luego al pañuelo sucio, la prueba física de su lealtad ciega a un ideal que la despreciaba. Ambos hombres le habían ofrecido una sentencia. Uno, la condena del desprecio. El otro, la condena de la devoción eterna. Y al rechazarlos a ambos, Seraphina se dio cuenta de que se había condenado a sí misma a la soledad de una mujer que elige el deber antes que su propio corazón.
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