Cruzé la calle como Dalia me había indicado, encontrándome frente a la panadería "Trini Delicias", una modesta pero muy concurrida panadería de la región. El aire, impregnado del dulce aroma de la canela, el azúcar caramelizado y el pan recién horneado, era un verdadero bálsamo para mi alma agotada. Justo como Dalia había mencionado, había un aviso pegado en uno de los cristales, escrito a mano y sujeto con cinta adhesiva: "Se busca ayudante". No entendía cómo no lo había notado antes; tal vez el hambre y la fatiga habían nublado mi vista.
Entré, con el corazón latiendo. El establecimiento era pequeño pero acogedor, lleno de estanterías desbordantes de conchas, empanadas y pasteles de colores vivos. Detrás del mostrador, una mujer de rostro bondadoso y manos callosas, la señora Regina, me miró con una expresión que parecía ver más allá de mi ropa arrugada y mi cansancio.
—Vengo por el anuncio— dije, mi voz ligeramente ronca por la tensión.
La señora Regina asintió, su sonrisa revelando algunas arrugas alrededor de sus ojos. No me pidió un currículum, no indagó sobre mi historial crediticio ni mi dirección permanente. Simplemente me hizo las siguientes preguntas: "¿Sabes amasar? ¿Levantar sacos de harina? ¿Levantarte temprano?" Asentí con fervor, sintiendo un nudo de esperanza deshacerse en mi pecho. Había trabajado en la cocina de Angela y todo lo relacionado con el arte culinario se me daba bien; la idea de un trabajo físico me atraía, era una forma de canalizar mi ansiedad.
—Mañana a las cuatro de la mañana— anunció la señora Regina, extendiéndome un delantal de un blanco resplandeciente. —Te enseñaré el resto.
Tomé el delantal como si fuera un nuevo tesoro. La sensación de la tela nueva entre mis dedos era casi irreal. Esa noche, por primera vez desde mi llegada a este país, me sentía valorada.
Después de que la señora Regina me mostrara el resto de la panadería, salí, caminando bajo la luz de la luna, un cielo de tinta salpicado de estrellas que, en este contexto, rivalizaban con el brillo difuso de las farolas y los letreros de neón. Caminaba con una sonrisa en los labios, el asfalto bajo mis pies no parecía una amenaza, sino un camino. La fatiga aún se aferraba a mis músculos, recordatorio de las horas pasadas sentada en el autobús y de las horas de caminata, pero una nueva energía, una chispa persistente, me empujaba hacia adelante.
Mis dos bolsas, antes un peso de mi precariedad, ahora parecían una extensión ligera de mi propio cuerpo. Dentro, además de lo que poseía, llevaba ahora el delantal de la panadería, el dulce aroma de harina y canela adhiriéndose a la tela, una prueba tangible de mi nuevo comienzo.
Finalmente, apareció la calle del edificio, la descripción que Dalia me había proporcionado no mentía sobre lo que realmente era. El edificio era un coloso de concreto descolorido, encajado entre otras estructuras similares formando un laberinto de fachadas sucias y ventanas rotas. Estaba situado en una calle estrecha y ruidosa, en el corazón de un barrio desfavorecido.
Afuera, la vida transcurría con una rudeza que me anudaba el estómago. El asfalto estaba agrietado, salpicado de basura y trozos de vidrio que brillaban de manera amenazante bajo la luz difusa de la luna. Las fachadas de las casas y comercios vecinos estaban cubiertas de grafitis descoloridos, algunos indescifrables, otros claramente amenazantes. Los olores formaban una cacofonía: humedad, comida rápida barata, gases de escape y una nota dulce de algo difícil de identificar.
Los transeúntes en la calle se movían con prisa, evitando las miradas, o se agrupaban en pequeños círculos en las esquinas, observando con una indiferencia que me helaba la sangre. Autos antiguos, con música a todo volumen, pasaban lentamente, y el aullido ocasional de una sirena se sumaba a la banda sonora constante del barrio. Las tiendas eran pequeñas tiendas de comestibles con rejas en las ventanas, y bares oscuros con letreros de neón parpadeantes prometían una escapatoria ilusoria.
No podía evitar comparar estos dos lugares, tan lejanos y, sin embargo, tan cercanos, tan diferentes a la vez. Sabía que no era un lugar donde podría echar raíces, sino solo un refugio temporal, una etapa forzada en mi huida.
La mujer encargada de la inmobiliaria no hizo ninguna pregunta, simplemente me pidió el alquiler del mes y me guio rápidamente hacia lo que sería mi nueva habitación, dejándome sola sin mostrarme o hacerme un recorrido.
Cerré la puerta de la habitación, la tenue luz de la bombilla se convirtió en mi única compañera, marcando el comienzo de mi nueva y solitaria existencia en este rincón olvidado de la ciudad. El miedo no me había abandonado, pero ahora se mezclaba con una determinación firme: solo era una parada en el camino. No me quedaría aquí mucho tiempo.
Comencé a examinar mi nueva pequeña habitación, el aire era pesado, una mezcla rancia de humedad, encierro y lo que imaginaba era el aroma persistente de vidas anteriores. Las paredes, de un color indefinible entre el amarillo y el gris, estaban manchadas y descascaradas, como la piel de un enfermo terminal. Una única bombilla colgaba precariamente del techo, proyectando una luz amarillenta y lúgubre que alargaba y deformaba aún más las sombras. No había ventanas, solo una pequeña abertura en la parte superior de la pared que daba a un oscuro patio interior, bañado por la luz de la luna, permitiendo apenas la entrada de un aire viciado.
Solo había una cama sencilla con un colchón hundido y de procedencia dudosa, cubierto con una sábana fina y descolorida. Al lado, una mesa de noche tambaleante parecía haber sobrevivido a varias mudanzas desastrosas. Un pequeño armario metálico, oxidado en las esquinas, completaba el conjunto. Cada objeto gritaba temporalidad y abandono.
Pero no me quejaba, por primera vez, no era una prisión, sino un refugio. Miré mi nueva llave, el metal frío y tangible en la palma de mi mano, y sentí una ligera sonrisa formarse en mis labios. Estaba cansada, sí, pero por primera vez en mucho tiempo, el futuro no me pesaba. Me sentía llena de esperanza y, aunque no había conseguido un apartamento de lujo, ni siquiera un estudio decente, era simplemente una habitación en un lugar que, por ahora, se sentía como un puerto seguro.
No sé cuándo me dormí profundamente sobre el colchón hundido de mi miserable habitación. El olor a moho seguía presente en mis sueños, pero ahora estaba atenuado por la promesa del pan recién horneado.
Con cada paso, cada risa sincera, mi mente se llenaba: el vapor que se elevaba de las bandejas recién sacadas del horno, el tintineo de la caja registradora y la sonrisa benevolente de Madame Regina. No percibía ninguna hostilidad en nuestra convivencia, sino paciencia, honestidad y transparencia que emanaban de Regina.
Mis brazos me dolían, mi espalda protestaba, pero cada movimiento era una pequeña victoria. El aroma del pan en proceso de cocción llenaba mis pulmones, y por primera vez en mucho tiempo, sentía que no estaba huyendo, sino construyendo algo. Había encontrado no solo un empleo, sino un fragmento de normalidad, un lugar donde mi pasado importaba menos que mi capacidad para contribuir a crear algo delicioso y esencial. Era un comienzo, un verdadero y tangible comienzo.