Salgo de la habitación con una sensación de peso sobre los hombros. El sonido de los monitores aún retumba en mis oídos, insistente, casi como un eco que no quiere abandonarme. Respiro hondo, pero el aire del pasillo huele a desinfectante y tensión. Cierro los ojos un segundo y trato de despejarme. El paciente acaba de complicarse y, por ahora, solo me queda esperar que los medicamentos hagan efecto. Hay momentos en que la medicina se vuelve eso: un acto de fe disfrazado de ciencia.
Camino por el pasillo con el corazón todavía en vilo, intentando no pensar en lo que podría salir mal. La luz blanca de los fluorescentes me hace entrecerrar los ojos; todo el hospital parece brillar con una claridad casi cruel. Miro la hora en mi reloj. Apenas unos minutos más y Eric pasará por mí para almorz
