La llegada de Alixon

3165 Words
. Han pasado 10 años desde que no venía hasta este pueblo, ahora tengo que adaptarme a muchas cosas. La razón por la que vengo hasta aquí es porque ella ha fallecido, mi familia materna está fuera del país y no tengo otra opción que quedarme con mi familia paterna. Realmente extraño demasiado a mamá. El frío que proviene de las montañas me envuelve hasta los tobillos y eso que no hemos llegado aún. El pueblo está rodeado de grandes colinas y un manto de neblina, que cubre los campos de trigo y los cultivos de manzanas; dicen que las mejores son de este pueblo porque su néctar es tan dulce que si te comes una quieres comerte hasta cinco. Mamá me dijo una vez que la casa de los Loaiza está ubicada en el punto más alto del pueblo y que cuando están fabricando sus famosos rollos de canela, el pueblo se deleita con su aroma. El lugar no tiene mayores sitios turísticos, tampoco me he interesado en buscar alguno, pero si voy a vivir aquí necesito saber cómo recrearme. . . Pasaron 6 horas hasta que llegamos. Cuando subía por la colina que da a la casa de los Loaiza, lo que más me sorprendió fue que el edificio hace un gran contraste con su entorno. Su color blanco, junto a la neblina, parecía una ilusión y el follaje a su alrededor no eran mas que pinos medio secos. Cuando por fin llegamos, el chófer me dijo que jamás había visto una casa tan peculiar y extraña. En la entrada había una mujer de cabello color ceniza y estaba muy seria, junto a ella estaban todos los Loaiza. Me agradó que todos estuviesen afuera esperando mi llegada. Tenía muchas ganas de llorar porque inmediatamente recordé a mamá. Quién no tardó en abrazarme fue mi abuela, Karina, sus brazos me rodearon con fuerza y me dijo: —Mi muchacho, al fin llegaste. —Su voz salió toda temblorosa, y sí, allí lloré. Todos me decían “bienvenido”, dándome el pésame al mismo tiempo. Se acercó la mujer de cabello ceniza, diciendo: —Pasa para que te vayas a tus aposentos. Una vez dentro de la casa, me volvió a sorprender los finos detalles que tenía todo. No recordaba lo hermoso que era estar allí. Sus finos cristales, lámparas, su suelo de madera tan pulido y sus adornos de marfil; parecía un museo. Mientras que en la ciudad, mamá y yo vivíamos en un departamento de tan solo tres cuartos: uno para mí, el otro para ella y el tercero era su oficina. Mamá era periodista, trabajaba para el centro de noticias más grande de la ciudad de Caracas. Ella siempre estaba ocupada, pero, aun así, tenía tiempo para mí. Luego de quedarme mirando los detalles de la casa, fui hasta mi aposento. Me gustó mucho, tenía una vista hacia el campo donde se podía ver los mejores atardeceres desde ese punto. Desocupé mi maleta y comencé a ordenar mis cosas en la habitación. Había un baño solo para mí, su clóset de madera, con pequeños detalles a su borde, tenía grabado unos garabatos. Me dio curiosidad, pero supuse que solo era parte de la decoración. Oí unas risas que venían de afuera y me asomé, se trataba de dos chicas y un chico, casi de mi edad. Uno de ellos se dio cuenta de que los estaba mirando y me dijo: —¿No vas a bajar? Me escondí porque me dio vergüenza, no sé por qué me pasó. Tocaron la puerta de mi habitación. —Alixon, ¿se puede? —Claro que si, abuela. —Alixon, descansa, dentro de dos horas vamos a cenar. Allí se te hablara sobre las reglas de la casa. —Está bien, abuela, muchas gracias. Voy a darme una ducha y bajo. —Ok, hijo, te esperamos abajo. Tengo entendido que en toda casa hay reglas, pero, ¿cómo serán las de aquí? Realmente bañarme fue lo menos que hizo el agua, estaba como a 7 grados bajo cero, por lo que solo me perfumé. Desde que llegué no he visto a mi padre. La última vez que hablé con él fue hace un año, cuando se fue a Buenos Aires. Ya habían pasado dos horas y me había quedado dormido, estaba muy cansado de mi viaje. Cuando bajé, estaban todos esperándome. La señora con el cabello ceniza era Dominga, la mayor de todos. Estaba sentada donde se postran los jefes y era muy obvio ella tomaba las decisiones de todo. Cada decisión que Dominga tomaba, se respetaba. Nadie pasaba por encima de ella. Empezamos a cenar después de dar las gracias y todos me daban la bienvenida. La abuela Karina se sentó a mi lado. —Alixon, dentro de dos días vamos al pueblo a buscarte cupo para que comiences a estudiar. —¡Estaba pensando lo mismo abuela! —Alixon, no me he dado tiempo de darte la bienvenida —comentó la abuela Dominga—. Todos lamentamos la muerte de tu Isabella, una mujer muy hermosa y de grandes principios. Aquí vivirás con todos nosotros y estudiarás en el mejor colegio del pueblo. Espero que valores todo lo se va hacer por ti. “Las reglas de la casa son las siguientes: 1, está prohibido llegar después de las 9 de la noche. 2, no se permiten cualquier tipo de visitas. 3, no puedes tener accesorios como el que tienes colgando en ese collar, es realmente degradable. “Los Loaiza somos, también, conocidos por nuestra clase, por eso está prohibido relacionarse con personas del pueblo. Si cumples con todo esto, estaremos bien. Todavía hay cosas que tienes que aprender de nosotros, pero todo a su debido tiempo”. La abuela Dominga lo dijo tan firme y cuando ella me hablaba, me quedaba mirándola directamente a los ojos. Después de cenar, la abuela Karina me dijo: —Todo estará bien, mi lindo. Solo ten paciencia. Ya estaba en mi habitación, pensaba en las reglas y la que más me pareció absurda fue la no relacionarme con nadie del pueblo. ¿Por qué? Con mi madre solo había tres reglas y eran: obedecerle, tener buenas calificaciones y no hablar con extraños. Acostumbrarme a todo esto era un poco difícil. ¡Cómo extrañaba a mi madre! Solo habían pasado dos meses desde su muerte y lo que más me dolía era no poder verla. ¿Por qué tenía que existir la muerte? Luego de tanto pensar, me quedé dormido. —¡Buenos días! —Logré oír una voz a lo lejos. Era mi abuela Karina, quien estaba muy pendiente de mí—. Mi cielo, a levantarse. Vamos a desayunar y después te daré un recorrido por el pueblo, eras muy pequeño cuando viniste y seguro no recuerdas tanto. Te llevaré a mis lugares favoritos. —Abuela, ¿te puedo hacer una pregunta? –Claro que sí, dime cariño. –¿Por qué no he visto a mi papá? Pensé que estaba aquí. ¿No ha llegado de Buenos Aires? La abuela bajo su mirada y respondió: —Nosotros no hemos sabido nada de él. Eso a mí me angustia, pero sé que está bien. —Entonces, ¿por qué se fue? —No lo sé, cariño. Él decidió abrir su camino. Pero aquí estás, ven, vamos a desayunar, ya está casi todo listo. Después de terminar de levantarme, fui a desayunar. Esta vez, no estaban en el comedor, todos se encontraban en la terraza de la casa. ¡Qué hermoso lugar! Se podía ver las demás colinas, el pueblo y el manto de neblina que cubría los campos. Sin lugar a dudar, era una vista mejor que en mi habitación. La mesa estaba tan llena de frutas y panes recién horneados, cuyo aroma exquisito me invitaba a querer probarlos Después tanto maravillarme, bajamos al pueblo. La abuela Karina se veía muy feliz, la gente la reconocía y saludaba con mucha gracia. Recorrimos casi todo el pueblo, lo que me ayudó a que me distrajera por un tiempo . Entramos a una tienda donde vendían esculturas y marcos. Observamos bien los detalles y yo me fui por el pasillo de pinturas porque me llamó la atención una de ellas, se trataba de un ave fénix. Tenía colores muy vivos, aunque me parecía que no estaba a venta porque no tenía un precio establecido mientras las demás sí. Cuando la estaba tocando una voz me habló: —¡Yo no haría eso fuera tú! —Disculpa, ¿quién está allí? —Aquí. —Era un chico que estaba sentado sobre una pared no tan alta. —¿Por qué no tiene precio? —le pregunté. —Porque no está a la venta, el pintor así lo decidió. —Entonces, ¿por qué está en exhibición? —Está ahí porque allí tiene que estar. Por cierto, nunca te he visto. ¿Eres turista o algo así? —Solo doy un recorrido por el pueblo. —Entonces, ¿de dónde eres? —Vivo en la casa blanca. —¿Eres familiar de los Loaiza? —Sí, soy bisnieto de la señora Dominga. —¿Y qué hace un niño tan fino como tú viendo obras tan tontas como estás? —¿Tontas dices? No son tontas, me parecen hermosas y me encanta esa pintura del ave fénix. Después oí la abuela Karina llamarme. —Alixon, ¿dónde estás? —Me tengo que ir, fue un gusto. —¿Así que te llamas Alixon? —Sí, ¿y tú? —Me llamo Eric. —Adiós, Eric. Nunca en mi vida había visto a alguien con los ojos así, como los que tiene Eric. Tiene heterocromía, es decir, cada uno de sus ojos tiene un color diferente. El que más me gustó fue el izquierdo, de color verde, y el derecho es de color ámbar. Resaltan mucho con su color de piel blanca. De hecho, aquí la gente es de color blanca y creo que es porque no hay mucho sol. Al ser un lugar frío, el cielo suele estar gris y la neblina lo parece cubrir todo. Llevo aquí solo dos días y no me he bañado, no sé cómo hace la gente, o ya están adaptados al frío. En Caracas es lo contrario. La abuela Karina compró una pequeña escultura de un tigre de bengala hecho de madera. Le pregunté por qué compró algo así, me dijo que simbolizaba su fuerza y le da esperanza. Pasaron los días y me inscribieron en un colegio privado. Ni siquiera sabía cómo era y cuando me entregaron el uniforme, solo me dieron ganas de llorar. Era horrible, casi todo n***o y la corbata blanca, parecía un cura. Ya era hora de irme y estaba en la difícil situación de tener que bañarme y no, eso no significaba que yo era antihigiénico, pero el frío era insoportable que decidí hervir agua para mezclarla con el agua fría y que me saliera tibia. Cuando le pregunté a la abuela Karina, me advirtió que no había revisado bien los grifos y después de te casi 5 días sin bañarme, fue que me di cuenta de que los baños tienen calefacción. Llegó el momento de irme a mi primer día de la escuela secundaria, estaba culminando el tercer año de bachillerato. Cuando llegué y vi el lugar dónde iba a estudiar, me sorprendió porque era enorme. Antes de ser un colegio fue un hospital, pero el resto no lo sé. Todo estaban bien ordenado, cada grado tenía un color diferente. Cuando entré a clases me pasó lo típico: me presentaron y cuando dije mi apellido todos los alumnos se pusieron serios. El profesor me ubicó con un grupo — con Mariana, Sebastián, y Camila—, eran los chicos que había visto desde la ventana el primer día que llegué. Ellos son mis primos. Lo más extraño fue que no los había visto ni en la cena ni en el desayuno. Me sentí algo incómodo hasta que por fin llegó el recreo. Decidí recorrer el colegio y mis tres primos se ofrecieron a acompañarme. Caminábamos por los pasillos y yo observaba cómo ellos se creían muy seguros de sí mismos, pero de forma equivocada. —Tienes suerte de ser un Loaiza, Alixon —dijo Camila. —¿Tú crees? —Pues, sí, primo. Es un privilegio, aquí todos quisieran ser uno de nosotros. ¿Verdad, chicos? Los otros dos respondieron como focas aplaudiendo a su comentario, allí me di cuenta de que éramos muy diferentes. El dinero no te hace mejor persona, tampoco un apellido. Decidí apartarme un poco de ellos, por eso fui hasta el salón de música y oí que alguien tocaba el piano. Era una melodía hermosa, por lo que me senté a escuchar. Cuando ella terminó de tocar, se asustó al verme. —Tocas muy bien el piano —comenté. —¿En serio te gusta? —Sí. Me llamo Alixon, ¿y tú? —Ángela. —Bueno, Ángela, déjame decirte que tienes un gran talento. —Muchas gracias. ¿Eres de otro grado? No te había visto antes. —Es que soy nuevo. —¿En serio? ¿Dónde vives? —Eh… eh… Soy de la casa blanca. —¡Oh, Dios! ¿Eres de la familia Loaiza? —Sí —respondí con media sonrisa. —Vaya, qué bien. —La mayoría dice eso. Me encantó hablar con Ángela porque pudimos tocar diferentes temas, hasta que llegamos al tema que tanto me dolía. —¿Tu madre también está aquí? —Mi madre falleció hace poco, por eso me mudé hasta acá. —Oye, en serio, cómo lo siento. Y, ¿hace cuánto tiempo murió tu mamá? —Solo tres meses. —Eres fuerte. Si mi madre me llega al faltar algún día, no sé qué haría. Ella es mi mejor amiga… ¿Sabes? Pareces buena persona. Aquí ya tienes una amiga. —Gracias, Ángela. Me alegro, necesito amigos porque no los tengo. —Bueno, será un gusto. No eres como tus primos, disculpa que lo diga, pero son un poco amargados. —Jaja, oye, no importa. Sabes, a mí también no me agradan del todo. Después de allí, nos tocó ir a clases. Me alegro mucho hacer una amiga, pero estaba olvidando la regla absurda de no relacionarme con gente del pueblo, algo que iba a ignorar. Cuando regresé a casa, todos tenían una cara diferente. Algo había pasado y les pregunté por la buena Karina. Ellos me dijeron que estaba en la oficina con la abuela Dominga. Para ser mi primer día en el colegio, no fue tan malo el hablar con una persona como Ángela. Me alegró el día, es una persona que te trasmite luz y por eso me género mucha confianza. Todavía no había terminado de desempacar, así que lo hice. La gente de este pueblo vive en muchas actividades, todo el día trabajando lo positivo Aquí se respira aire limpio. Este pueblo lleva el nombre de Santa Neblina debido a que, la mayor parte del tiempo, el pueblo está cubierto por la neblina que proviene de las montañas que están, aproximadamente, a 1 kilómetro de altura y de 2,2 de distancia . Sin embargo, nadie explora las montañas y las colinas de aquí son las más altas que hay en la región. El pueblo fue fundando en 1970 , pero la historia es lo menos que me interesa porque lo que me da mucha curiosidad es mi familia. ¿Por qué son importantes? Después de tanto pensar, me puse a terminar de desempacar . Entre todas mis cosas había una carta sellada, movido por la curiosidad, la abrí. “Querido Alixon, sé que este cambio en tu vida es muy grande y que tienes más preguntas que respuestas. Solo te voy decir una cosa: nunca, pero nunca, confíes en los Loaiza. A pesar de que eres uno de ellos, sé que tu harás la diferencia. Tarde o temprano los secretos de la familia saldrán a la luz”. No sabía si prestarle atención, pero todo me cayó como un baldazo de agua fría. El que hecho de que apareciera una nota en la cual me diga que no confíe en nadie, me hizo sentir extraño e inevitablemente me llené de dudas. Pensé que sería una broma de mis primos, pero no tengo ese tipo de confianza con ellos. Alguien tocó la puerta de mi habitación, interrumpiendo el hilo de mis pensamientos. —Alixon, ¿se puede? —Era María, la ama de llaves. —Dígame, María, ¿qué se le ofrece? —La señora Dominga quiere verlo en su despacho. —Ok, dentro un rato iré. Mis nervios me comenzaban a jugar en contra. Bajé hasta el despacho, toqué la puerta antes de ingresar. La abuela Dominga estaba sentada, con su mirada fija y fría. Su despacho era tan bizarro. —Alixon, necesito hablar contigo. —Dígame, abuela. —Dominga, por favor. —Está bien. Dígame, Dominga. —Solo te haré una pregunta y quiero que me conteste con verdad. —Ok, Dominga, dígame qué es lo que quiere saber. —Cuando tú y tu abuela Karina bajaron al pueblo exactamente, ¿qué hicieron? —Solo dimos un recorrido por el pueblo, visitamos muchos lugares, comimos y, por último, fuimos a ver arte en una tienda. —¿Nada más eso? —Ella se compró una escultura de un tigre. —Dices que se compró una escultura de un tigre —respondió con una voz fría que me helaba la piel—. Puedes retirarte, Alixon. —Muchas gracias. No entendí por qué me preguntó eso y me exigió que le hablara con la verdad. Algo extraño estaba pasando y eso me hizo recordar la carta que encontré. Decía la verdad acerca de no confiar en nadie, después todo. Ya eran las 6 de la tarde y estaban preparando todo para la cena. Les comenté que no tenía hambre y que me iba a acostar a dormir. Me preguntaba dónde estaba mi abuela Karina, era extraño no verla allí. Después, durante la media noche, no podía dormir y decidí ir hasta la azotea para ver la luz de la luna. De cierta forma, mirarla, junto con el cielo, me transmitía paz. Subí con cautela, todo estaba silencioso dentro de la casa, solo se escuchaba el viento y los grillos. Cuando por fin llegué, me senté y contemplé la belleza de la luna. Estaba oscuro. Oí unos pasos provenir desde la escalera y me escondí debajo de la mesa. Pensé que podía ser la abuela Dominga, pero era el tío Carlos, quien venía acompañado de un señor con saco n***o y todo sucio de lodo. —Muy buen trabajo, ¿qué hiciste con el cuerpo? —le preguntó mi tío Carlos. —La enterré en el poso abandonado. —La voz del hombre sonaba fría y siniestra. —Espero que no hallas dejado rastro.
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