Trató, por todos los medios posibles, de no enojarse. Después de todo, no tenía la culpa de llegar sobre la hora. La fila de personas en el apeadero lo agarró por sorpresa, preguntándose de dónde hubo salido semejante muchedumbre.
Mandó un rápido mensaje de texto a su compañera, avisándole de un posible retraso y culpando a la gente que se aglomeró en la parada de autobús. Luego, conectó los auriculares y la música caló en sus oídos, haciendo caso omiso a los empujones que esporádicamente recibía cuando algunas personas pasaban por su lado refunfuñando a saber qué. Él no los escuchaba (gracias al sonido estrepitoso de las altas notas que perforaban sus tímpanos).
~*~
La suerte no estaba de su lado, definitivamente no. Un embotellamiento en una de las avenidas principales fue lo que colmó su paciencia. Restándole importancia a que tendría que caminar un par de calles, gritó al chófer para que abriese la puerta del autobús. El hombre negó, alegando que no podía hacerlo en una parada que no le correspondía; él insistió de buena manera, al principio. Pese a ello, otras personas se sumaron a su urgencia, acto que agradeció. Al final, terminó ganándole al pobre chófer y bajó del autobús, seguido de otros pasajeros que —al igual que él— estaban apresurados por llegar a sus destinos.
Caminó dando largas zancadas, no deseaba llegar tarde. El bar no se encontraba tan lejos de donde hubo bajado, unas cuatro o cinco calles, tal vez. La desesperación lo estaba consumiendo, por ende, decidió realizar una llamada a su compañera.
—¿Emilia?
—¿Dónde estás?
—Llegando —respondió, esquivando a un par de personas—. Hay una tremenda congestión en el tránsito. Todo es un tremendo lío de bocinazos y conductores malhumorados.
—Ya, tienes unos diez minutos para llegar a tiempo —Asintió, aunque su compañera no pudiese verlo—. Puedo cubrirte un par de minutos extras en caso contrario.
—Eso sería bueno —Esbozó una pícara sonrisa—. Luego sabré cómo compensártelo.
—Suena interesante —Soltó una risita por lo bajo al escuchar el tono coqueto de Emilia—. De todos modos, date prisa.
—De acuerdo. Gracias.
Finalizó la llamada y guardó el teléfono. Apresuró los pasos, sin darle relevancia a lo que ocurría a su alrededor.
(…)
Frunció el ceño, notando mucho más ajetreo del habitual en las calles. Sus pasos cautelosos, esquivando a las personas que iban y venían por la vereda. Ciñó el canasto de mimbre contra sí, cuidando de las rosas que le habían obsequiado. Pese a todas las prevenciones, no logró ver con anticipación a una persona que avanzaba casi corriendo delante de ella.
Ahogó un grito lastimero en el instante en el cual el canasto salió despedido de sus manos, cayendo al suelo y regando las rosas por la vereda.
—¡Maldita niñata! —Oyó de pronto. Giró en torno a la voz, hallando a un chico sentado y frotándose una pierna—. ¡Fíjate por dónde andas!
—Lo siento —musitó, buscando con la mirada el cesto de mimbre—. No, no, no. Por favor, no las pisen.
A pesar de sus ruegos, algunos transeúntes ni siquiera se detenían y aplastaban las flores esparcidas por la vereda.
—¿Me estás tomando el pelo? —La tristeza la embargó al notar como las rosas eran pisoteadas—. Me lastimé una pierna por tu culpa y te importa más unas mugrosas flores.
—De verdad lo siento —Se disculpó, ofreciendo una mano al chico y siendo rechazada al instante—. No fue intencional, simplemente no…
—No me sirve una disculpa —Observó al muchacho incorporarse del suelo y pudo divisar una rosa roja a su lado, una intacta—. ¡Mira cómo ha quedado mi ropa!
Se inclinó, con la única intención de recoger la flor que se hubo salvado de la estampida de pies que pisotearon las otras. Esbozó una pequeña sonrisa cuando agarró la rosa intacta.
—No es mucho, pero… —Tendió la flor al chico quien, para su sorpresa, aceptó—. Lamento haber causado que te lastimes. Reconozco que tuve la culpa por no tener más cuidado.
—Sin dudas, la única culpable de todo esto eres tú —objetó el muchacho, mirándola con desdén—. Y esto —Señaló la rosa roja—, no es nada. Esto no curará mi pierna herida ni tampoco pagará un pantalón nuevo.
Su rostro se desfiguró en una mueca escéptica cuando el muchacho comenzó a arrancar con ira los pétalos de la rosa, como si se estuviese desquitándose con la pobre flor.
—No, no. No hagas eso —profirió. La decepción empañó sus ojos al ver la sonrisa tétrica que pinceló el desconocido—. ¿Por qué lo hiciste?
—Ya te lo he dicho, niñata —Sintió el rechazo en la voz adusta del chico. Algo comenzó a resquebrajarse en su interior—. Una rosa roja no solucionará nada. ¿Qué, llorarás como la niñita que eres? —Dio un paso hacia atrás. El escozor en los ojos aumentó—. ¡Mírate! No eres más que una pobre chiquilla débil que se lamenta más por unas mugrosas flores que por el prójimo.
—No es cierto —murmuró, esquivando a unas personas—. Me disculpe contigo y traté de ayudarte. Te obsequie la rosa porque pensé que…
No pudo concluir con las palabras. Los recuerdos lo transportaron a ese viernes. A esa noche en aquel bar hace dos semanas atrás. Puede que no lo hubiese reconocido al principio, pero, al observar mejor al chico, lo recordó. Era el mismo. El bartender que la atendió, que le preparó aquel cóctel carmín. Ella le dejó una rosa roja como propina con la única intención de, por lo menos, agradecer de alguna manera la amabilidad, aunque no se la dio personalmente porque la dejó con uno de los compañeros del chico.
—No seguiré perdiendo mi valioso tiempo con una mediocre como tú —Negó con la cabeza y tragó el nudo que trepó por su garganta—. Ah, por cierto, ten un poco de dignidad y no te largues a llorar en medio de la calle. Maldita chiquilla débil.
Giró sobre sí, haciendo caso omiso a la tibieza que se deslizaba por sus mejillas. Nunca la habían humillado tanto en la vida y, sin importarle nada, se echó a correr rumbo a la florería.
~*~
Ingresó al local, pasando ambas manos por su rostro. No deseaba que el abuelo la viese en un estado lamentable. Ella no era así. Ella no lloraba por nada. Ella siempre sonreía, a pesar de las dificultades, de los obstáculos...
—Mijita, ¿qué haces aquí? —Cerró los ojos por unos breves segundos y, al abrirlos, esbozó su mejor sonrisa—. ¿Estás bien? ¿Qué tienes?
—Oh, no es nada, Don Felipe —Caminó hasta el estante en el cual dejaba sus pertenencias—. Olvide la mochila, por eso tuve que regresar.
—En ese caso, te deseo suerte en tu examen —Asintió, colocándose la mochila al hombro y desviando la mirada del longevo—. Llamó la señora Celina para agradecernos por solventar el pedido de las rosas a última hora y también dijo que quedó encantada con tu trabajo.
—Gracias, abuelo —profirió, ocultando la tristeza en su voz—. Ahora sí, debo irme. Aún tengo tiempo suficiente para estudiar.
Se despidió con un gesto de mano al aire y atravesó la estancia. Sin embargo, su salida se vio obstaculizada por el anciano. Don Felipe siempre hallaba alguna manera de sorprenderla.
—A ti te pasó algo —No le gustó notar la seriedad en el semblante surcado de arrugas del longevo—. No te irás de aquí sin haberme contado ese algo. Cerraré el local y te tomarás un refrigerio conmigo.
—No es necesario, Don Felipe —profirió, un poco más sosegada—. Nada pasó, en serio.
—Melissa…
Su mochila se deslizó hasta caer al suelo. ¿Cuándo fue la última vez que el anciano la llamó por su nombre? Mucho, quizá más de seis meses.
—No te dejaré marchar en ese estado. Puedo ser viejo para muchas cosas, pero aún puedo notar y ver nítidamente cuando estás triste.
—Abuelito —musitó, haciendo un mohín con los labios—. ¿Por qué existen personas que no valoran a otras? ¿Por qué hay personas que a simple vista parecen ser gentiles, buenas y al final no lo son?
—Ay, mijita —lamentó el anciano, abriendo los brazos. Sin vacilar un solo segundo, se dejó envolver en un protector abrazo—. Recuerda que no todos somos iguales, que cada persona tiene su forma de ser, ver y pensar. No siempre hallaremos bondad.
—No es justo —susurró.
—Eres muy joven aún, Melissa.
—No quiero que mi camino esté lleno de espinas, abuelito —murmuró.
—Oh, pero te olvidas de algo importante, mijita —Deshicieron el abrazo. Arqueó las cejas, un gesto intrigante, aguardando—. A veces las espinas no son del todo malas.
—¿Por qué? —preguntó, la mirada fija en el rostro del anciano.
—Porque las espinas protegen a la rosa, Mel.
(…)
Llegó cinco minutos tarde, ganándose una leve reprimenda de parte de Emilia. Se situó detrás de la barra, disculpándose de mala manera. Aún sentía el enojo que provocó aquella chica que chocó contra él. En ningún momento sintió remordimientos por las palabras hirientes que soltó. Todo lo contrario. Según él, aquella chiquilla se lo merecía. Sobre todo por tratar de enmendar su estúpido error con una mísera rosa roja, como si fuese la gran cosa.
—Kilian ¿qué le pasó a tu pantalón? —Frunció el ceño, siguiendo la mirada color verde de su compañera—. Está sucio y, ¿roto?
—Maldita niñata —gruñó, pasando una mano por su pantalón—. Una chica tonta chocó contra mí y caí.
—¿Qué? —cuestionó Emilia, en tono burlón, ganándose una mirada mordaz de su parte—. Ya, mejor no diré nada. En el cuarto almacenamiento hay un pantalón que podría quedarte. Está limpio y, antes de que lo preguntes, no tengo idea quién lo olvidó allí.
—Tendré que ponerme el pantalón de alguien desconocido. Bueno, mejor eso que esto —Se señaló a sí mismo y negó con la cabeza—. Por cierto, Emi, esta noche estoy libre. Ya sabes, podemos pasarla muy bien.
—Te tomo la palabra, compañero —profesó Emilia, regalándole un guiño.
Esbozando una descarada media sonrisa, se dirigió hacia las puertas vaivén, perdiéndose por el pasillo que conducía al cuarto de almacenamiento.
~*~
Abrió la puerta del cuarto, encendió la luz y buscó el pantalón. Lo encontró encima de uno de los estantes. Estaba limpio y olía bien. Luego, se quitó su mugroso y roto pantalón, colocándose enseguida el otro. Por unos breves segundos, su mente lo traicionó, rememorando el rostro afligido de la chica desconocida cuando vio las rosas pisoteadas.
—Que ingenua —musitó—. Unas mediocres rosas no son la solución de nada.
Y tal vez Kilian no imaginaba el peso agónico que tendrían sus palabras (para sí mismo) en algún futuro no muy lejano.