Capitulo 2

4254 Words
DIA 1 ADENTRO. Me cuesta acostumbrarse a caminar con cadenas en los tobillos. Acabo arrastrando los pies como un zombi mientras el guardia que hace unos minutos estaba metido hasta los nudillos en mi culo me arrastra, jadeando y resoplando porque estoy tardando demasiado. El pasillo que recorremos es largo. Y oscuro. Todo este lugar es bastante húmedo. No se parece a ninguna prisión en la que haya estado antes. En realidad, nunca estuve en la cárcel, como recluso. Me arrestaron antes, pero normalmente me retienen en la comisaría central durante un día hasta que mi abogado me saca, porque no hay pruebas suficientes para retenerme. Eso no es lo que ha ocurrido esta vez. Creo que hace casi cuarenta y ocho horas que me arrestaron. Ni siquiera llegué a la central. Me di cuenta de que algo turbio estaba pasando cuando mi abogado no apareció. Y cuando me drogaron. Entonces me desperté con los ojos vendados, en lo que parecía un barco o ferry. —¿Dónde carajos estoy? —pregunto, aunque ya lo pregunte cómo diez veces, y nadie me dice nada más que el nombre de este maldito lugar. Penitenciaría Alabaster. Nunca escuche hablar de ella. Los lugares habituales son como Rikers, Tsing Tsing... Ya sabes. Prisiones federales. Este lugar me recuerda a un manicomio. —Cállate. —responde el único guardia, abriendo una puerta tras otra. Llevamos una eternidad caminando. El vago aroma del océano es lo que también me hace creer que cruzamos el agua para llegar aquí. El trayecto anterior, en el que me quedé inconsciente, tuvo que durar al menos un par de horas. Ya estoy fuera de sí, y el ambiente de este lugar lo empeora. No me siento bien. Y no me gusta estar encerrado, me dan ganas de gritar. Me lo trago mientras llegamos a una última puerta. Se abre y me empujan a través de ella. Está más oscuro, hay menos luces fluorescentes. Mis pies quieren detenerse por lo que veo en el interior: una sola silla con un hombre sentado, de espaldas a mí, rodeado por otros seis guardias en fila, uno al lado del otro. Todos llevan uniforme, como los tipos que me trajeron acá y todas sus caras están inmóviles. Sin emociones. Está demasiado oscuro para distinguir sus rasgos, pero tengo que señalar que hay una mujer. Es fácil de distinguir por su pequeña altura. Sinceramente, creo que suponer que su feminidad podría ofrecerme el consuelo necesario sería una tontería. Sólo con mirarla, me da más miedo que cualquiera de estos tipos gigantes. El guardia que me sujeta del brazo me empuja hacia delante mientras la puerta que tenemos detrás se cierra de golpe. Entonces, los dos que me acompañaban se colocan junto a los demás mientras el hombre sentado en la silla se levanta lentamente. —Spreen Buhaje. —habla, de espaldas a mí, mientras yo parpadeo, observándolo. Es alto, probablemente más alto que cualquier otra persona en esta sala. Tal vez 1,85 o más. Y parece relativamente delgado, con un traje a medida de tres piezas. Es extraño verlo, dado el lugar en el que estamos, pero en este hombre parece funcionar. Aun así, parece que pertenece a Wall Street, no a esta sucia habitación de una prisión en ruinas. El hombre gira sobre sus talones y me dirige una sonrisa socarrona. Su cara me resulta familiar. No sé cómo ni porqué, ni de dónde, pero hay algo en él... Su cara es todo ángulos. Pómulos altos, mandíbula rígida, pero la parte que más destaca es su pelo blanco. Es el blanco más blanco que he visto en el pelo de una persona. No parece que sea por la edad, porque, aunque es obviamente mayor, no puede tener más de cincuenta años. Y con los ojos oscuros como el carbón, parece un brujo, o un fantasma o algo así. —Manuel Blanco. —se presenta, con una voz suave y nítida. Puedo visualizarlo saliendo de su boca, como una nube de humo—. Soy el Alcaide. Ah... El Alcaide. Espléndido. Me indica la silla. —Por favor, siéntese. —Estoy bien. —gruño. Prefiero estar de pie e intentar alguna forma de control que permitir lo que sea que esté planeando hacerme... En esta habitación aislada, rodeada de músculos. —No fue una petición. —insiste, en un sonido todavía tan melodioso, que sería fácil no ver el mordisco que hay detrás Pero no lo hago. Sopesando mis opciones, decido ceder. Defenderme no me llevó a ninguna parte, y además necesito ahorrar fuerzas. Doy pequeños pasos, cuidando mis cadenas, hasta el centro de la sala y me dejo caer en la silla, apoyando los codos en las rodillas mientras mis ojos escudriñan la fila de agentes penitenciarios que tengo delante. Aparte de los dos que me han estado arrastrando por todo el lugar, reconozco un par de caras de cuando recién me trajeron. Este lugar parece ciertamente escaso de empleados, otra cosa que me recuerda que esto no funciona como una prisión normal. Al entrar, no vi a las señoras de la recepción, ni a otros trabajadores... Hasta ahora, sólo he visto a los guardias, como estas personas. ¿Ellos hacen todo aquí? Debe haber al menos un conserje o un cocinero, ¿no? Todos me miran con caras vacías, pero amenazantes. —He oído hablar mucho de ti. —la voz del director llega desde mi derecha y mis ojos se abren de golpe—. Por mis propias investigaciones, creo que te has estado saliendo con la tuya durante bastante tiempo. Y, sin embargo, fue ayer lo que sirvió de clavo final en tu ataúd. Te equivocaste de persona, Spreen. Y ahora pagarás por tus crímenes. —Robé un puto banco —grazné, sosteniendo su oscura mirada—. No debería estar acá. Los ojos del alcaide se estrechan hasta convertirse en rendijas mientras cruza los brazos sobre el pecho. —Al contrario, señor Buhaje. Creo que está exactamente donde debe estar. Algo de lo que dijo me provoca un ardor que sube por la garganta, como un reflujo ácido. Trago y sacudo la cabeza, mirando mis zapatos, sin cordones. —Quiero hablar con mi abogado. —susurro, dando patadas a la nada en el suelo. Me encantaría hacerme el duro en este momento, poner una fachada para que no piensen que soy débil, pero estoy muy cansado. Las drogas que me inyectaron en el camino me están afectando mucho. El alcaide se desliza hasta situarse frente a mí. —La penitenciaría Alabaster alberga a ciento nueve reclusos —habla con calma, ignorando mi petición—. Eres el número 110. —Lo miro y la comisura de su boca se tuerce—. Y soy responsable de todos ustedes. También de mis oficiales. —Hace un gesto detrás de él—. Lo mejor es que piensen en mí como una especie de guardián. Estoy aquí para vigilarlos a todos, Spreen. Pero no te equivoques, la desobediencia no será tolerada. Estás aquí porque eres una amenaza para la sociedad. Y en lugar de intentar la corrección en una institución federal, que te permitiría oportunidades para una vida renovada en el exterior, has sido enviado a mí. Estoy seguro de que puedes entender lo que esto significa... Su voz se entrecorta mientras levanta una ceja opaca. Mi mente da vueltas a sus palabras, buscando respuestas a mis muchas preguntas que podrían estar escondidas en su fraseología de rompecabezas. Habla como si fuera de otra época. No estoy seguro de haber oído nunca a nadie hablar como lo hace este tipo... Dicción y pronunciación perfectas; sin acento, aunque por un nombre como Manuel Blanco se podría suponer que es algún tipo de hispano. Es obvio que es educado, lo que me hace preguntarme, más que nada, qué hace dirigiendo un lugar como éste. ¿Por qué él? —¿Entiendes por qué estás aquí, Spreen? —Se inclina un poco en la cintura para mirarme fijamente—. ¿Realmente? Mis pensamientos giran y se arremolinan, los recuerdos de ayer por la mañana llegan a través de toda la niebla. Cierro los ojos y sacudo sutilmente la cabeza. —Yo... robé la Cooperativa de Crédito Municipal... —mi voz raspa. El silencio circundante se siente espeso, estrangulador. Al volver a abrir los ojos, miro al director. Me mira como si no entendiera lo que estoy diciendo, y me recuerda a cuando era niño, a mi adolescencia; la gente me miraba como si hablara otro idioma. Deja de mirarme así... Mi rodilla rebota, mis dedos se agitan en mi regazo. Tiro de mis cadenas y éstas repiquetean, el sonido resuena en las paredes. De entre la barricada de guardias que hay delante de mí, un único movimiento atrae mis ojos y se dirigen a la derecha, al último hombre de la fila de cuerpos. Es un tipo alto y corpulento y visiblemente cubierto de tatuajes en su brazo derecho. Pero lo que observo es su mano izquierda. Está golpeando la punta del dedo medio y el pulgar juntos, lento pero preciso. Me distrae... me hipnotiza. Observo que tiene algo en la mano derecha, pero está demasiado oscuro para distinguirlo. Parece un dispositivo de mano color negro... No es una pistola ni una pistola eléctrica. Esos están en su funda, como el resto. Sin embargo, no puedo concentrarme en lo que tiene en la mano porque el golpeteo de sus dedos en la otra mano se sincroniza con el golpeteo de mi pulso. Puedo oírlo. Como el agua que cae de un grifo que gotea. El alcaide vuelve a hablar, pero su voz no me llega. Estoy demasiado ocupado mirando los dedos del hombre. Golpe... Golpe... Golpe... Un carraspeo me saca de mi trance. Miro al director, que me mira perplejo. Chasquea los dedos y asiente con la cabeza, a lo que el guardia tatuado se adelanta. Al acercarse a mí, levanta el objeto que tiene en la mano para que pueda verlo. La puta madre, no... Me quedo con la boca abierta cuando el tipo se acerca, y pulsa el interruptor de la rasuradora portátil, que empieza a zumbar. —¿Es esto realmente necesario? —protesto, con los ojos rebotando entre el guardia y el director. Ninguno de los dos reconoce mi evidente disgusto, el oficial tatuado rodea mi cabeza con una mano. El oficial tatuado me rodea la nuca para mantenerme quieto mientras me acerca la maquinilla al cuero cabelludo, sin perder tiempo en cortarme el pelo. Veo cómo un mechón n***o cae al suelo, casi gimiendo mientras se agita a cámara lenta. —Verá, aquí tenemos que mantener las cosas por nosotros mismos, señor Buhaje. —prosigue el alcaide mientras el guardia imbécil procede a raparme la cabeza. Mi pelo... todo mi precioso pelo, cayendo sobre mi regazo y mis zapatos. Y yo sólo tengo que sentarme acá, encadenado, dejando que suceda. Esto es tan jodido. —Este lugar es mi responsabilidad, y confío a mis oficiales la supervisión de todas las operaciones. Son una extensión de mí cuando no estoy. Pero hay una cosa que me gustaría decirte, y quiero que me escuches. —Me toma de la barbilla y me tira de la cara hasta que lo miro, obligándome a dejar de ver cómo desaparece todo mi pelo—. Estás aquí para quedarte. No te irás. Nunca. Sus palabras son profundas y están poseídas por todas las emociones severas que he escuchado o sentido. —La Penitenciaría de Alabastro será tu hogar por el resto de tus días — susurra, con sus dedos huesudos clavándose en mi mandíbula—. Dejaré que lo asimiles. Me suelta la cara y se endereza, tirando de las solapas de la chaqueta de su traje. El zumbido en mi cráneo me pone la piel de gallina por todo el cuerpo, y me doy cuenta de que se fue casi todo mi pelo por lo fría que tengo la cabeza. Tiemblo, de miedo, de comprensión; de ambas cosas. Estoy en prisión, para siempre. No voy a ir a ninguna parte. Ningún abogado va a venir a salvarme. No hay llamadas telefónicas. No hay visitas. Dónde está este lugar y cómo está montado... Aquí es donde envían a la gente a pudrirse. —No merezco estar acá... —Mi voz brota de entre mis labios temblorosos—. No soy malo. El hombro del alcaide se levanta en un leve encogimiento de hombros, como si dijera: “oh, bueno”. El estómago se me revuelve en un nudo implacable mientras me retuerzo las manos en el regazo una y otra vez, con la mirada fija en el suelo. Esto no puede estar pasando. No puedo estar aquí para siempre. No puedo estar atrapado. No. No, no, no... Déjenme salir. Siento que mi cerebro entra en una espiral y aprieto los ojos, con la respiración agitada. Intento acurrucarme en mí mismo, pero no funciona. Estoy encadenado, tengo frío y estoy jodidamente atrapado. De repente, la maquinilla se calla y unos dedos rozan la base de mi cuello. Están calientes, presionando un poco en mi nuca. Respiro profundamente y retengo la respiración. —Spreen, no importa lo que digas —continúa el director mientras lucho por mantener la compostura—. La has cagado. Y ahora has desaparecido. ¿Desaparecido? Exhalando, sacudo la cabeza. Pero los dedos permanecen en posición sujetándome por la nuca, casi como se sujeta a un gato. Eso me congela. Me siento incómodo, y ni siquiera puedo prestar atención al director porque este tipo que acaba de raparme la cabeza sigue tocándome y es extrañamente tranquilizador. Es reconfortante y no me gusta. Intento apartarme, pero la mano esta tan firme que no puedo escapar de ella. Un dedo, probablemente el índice, recorre la base de mi cráneo. Tengo un tatuaje ahí. ¿Puede verlo? ¿Por eso lo hace? ¿Importa? No quiero que este imbécil me toque. Dios, acabo de llegar y ya tuve dedos en mi culo y un tipo tocando mi cuello. Esto no es lo que quiero... No me gusta esto. El director se inclina para inspeccionar mi nuevo corte de pelo y luego levanta la mirada hacia el guardia que está detrás de mí y le hace un breve gesto con la cabeza. Supongo que es en señal de aprobación, porque el guardia retira su mano de mi cuello, aunque no sin antes pasar sus dedos por mi nuca. Me deja con escalofríos y un nudo de asco en las tripas cuando se aleja y se reúne con sus compañeros. Nuestras miradas se cruzan y su expresión oscura es completamente ilegible. Lo único que puedo hacer es fruncir el ceño, aunque es evidente que a él no le afecta. No me da ninguna reacción. Mis labios se separan, como si estuviera a punto de tirarles mierda a todos, pero antes de que pueda siquiera considerar qué decir, el director aplaude. —Que el señor Buhaje se instale en su nuevo hogar —se desliza hacia la puerta, pero se detiene antes de llegar, mirándome por última vez—. Ah, ¿y Spreen? Recuerda... estaré vigilando. Sonríe, pero se va antes de que pueda procesar sus palabras. Tan pronto como se fue, todos los guardias comienzan a moverse. Los dos que antes me arrastraron hacia aquí desaparecen por la puerta por la que entramos mientras dos nuevas personas me agarran; un chico de cabello n***o y la chica. Cada uno de ellos me toma de un brazo y me obliga a ponerme en pie. Mis ojos no pueden evitar mirar hacia el tipo tatuado que acaba de llevarse mi cabello. Se aleja sin decir nada, saliendo por otra puerta, y mi mandíbula se aprieta. Creo que encontré un nuevo enemigo. Tengo mucha rabia y agresividad acumuladas en mis músculos ahora mismo -estar encadenado no ayuda- y, como no soy de los que se odian a sí mismos, necesito culpar a alguien más. Creo que ese gran idiota me servirá. Antes de que pueda pensarlo demasiado, los guardias me arrastran hasta la puerta opuesta. —Vamos, 110. —dice la agente, con una voz áspera y a la vez suave, como la de una cantante de salón. —Es hora de conocer a tu nuevo compañero de piso. —se ríe el tipo. Me quedo boquiabierto. —¿Qué significa eso? Por supuesto, no me contestan. Se limitan a llevarme de un lado a otro, por largos pasillos y a través de gigantescas y pesadas puertas de metal, que siempre parecen abrirse justo cuando las necesitamos. Mirando al techo, me fijo en las cámaras. Tal vez a eso se refería Blanco cuando dijo que estaría vigilando. Supongo que observan todo lo que sucede. Así que debe haber más gente trabajando aquí de la que veo. ¿Más guardias entre bastidores? Casi parece extraño que este edificio tenga un servidor en funcionamiento para operar las cámaras de seguridad. Es tan desagradable. Todo el lugar es de hormigón por todas partes, rayas blancas que gotean de las esquinas de lo que parecen fugas de agua, grietas en las paredes y los suelos, moho n***o. Parece totalmente inseguro. Y como está claramente alejado del resto de la civilización, me pregunto si el público en general sabe siquiera que la Penitenciaría de Alabastro existe. Tengo que asumir que no, ya que definitivamente nunca había oído hablar de ella antes de llegar. La última puerta que atravesamos nos lleva a las celdas. Tienen un aspecto totalmente anticuado, como cabría esperar, a juego con el ambiente de este lugar. Rejas metálicas en abundancia. Mientras camino por el pasillo, mi cabeza se balancea de un lado a otro, asimilándolo. Los prisioneros están a la vista, sin ninguna privacidad. La mayoría están tumbados en sus literas, mirando a la nada. Algunos conversan entre sí, pero todos parecen callarse cuando paso. Las cabezas se giran en mi dirección y oigo gritos procedentes de las celdas por las que ya pase. —¡Eh, Rivers! ¿Quién es el nuevo, cariño? —¿Ya lo han reclamado? —George... ¿Vas a venir más tarde? Mi cabeza gira para mirar por encima de mi hombro, pero la guardia femenina ladra: —Ojos al frente. —Soy testigo de cómo mira al tipo que sostiene mi lado derecho, sus labios se curvan—. ¿De verdad, George? ¿Quackity? ¿Crees que es buena idea? El tipo de la guardia, que deduzco que se llama George, pone los ojos en blanco. —No voy a aceptar críticas de ti, o de cualquier otra persona. —No estoy criticando. Sólo busco algunos detalles. —se ríe la chica. Los ojos de George se dirigen a mí brevemente. —Rivers, ahora no. —Lo siento. —Su sonrisa se amplía y no puedo evitar fijarme en lo blancos y rectos que son sus dientes. Tiene una gran sonrisa, algo que no se podría suponer al ver lo aterradora que puede ser. Pero luego desaparece cuando su mirada se posa en mí, y gruñe una vez más—: He dicho, ojos al frente. Llegamos a la última celda del final y la chica, Rivers, abre la puerta, que casualmente se desbloquea cuando pone la mano en el pestillo. Es muy extraño. Vuelvo a mirar al techo y entrecierro los ojos hacia la cámara. —Rubi, atención. Tienes un nuevo compañero de habitación. —dice George, molestando al cuerpo que yace en la litera superior, que parece haber estado durmiendo. —Trata de no aburrirlo como al anterior. —canturrea Rivers, aunque hay un poco de humor en su tono —Yo diría que debería agradecer que no lo hayan puesto con Quackity o Forever. —responde el prisionero, saltando de la litera. Me mira mientras los guardias me desencadenan las muñecas y los tobillos. Yo hago lo mismo. Tiene la cabeza afeitada, como yo ahora, lo que supongo que debe ser una norma del alcaide. Algún tipo de movimiento de poder, para mantenernos a todos a raya. Uniforme. Sin decir nada, los guardias toman mis cadenas y salen de la celda, cerrando las puertas tras ellos. Mi ceño se frunce. —Espera, ¿eso es todo? ¿No me dan algunas provisiones o algo así? Una almohada, un cepillo de dientes... ¿Jabón? Los dos guardias se ríen para sí mismos, sacudiendo la cabeza mientras se alejan de nosotros, dejándome con mi nuevo compañero de celda y todas mis preguntas. Oigo voces que les gritan cosas desde otras celdas. En realidad, parece que se pararon a hablar con otro preso. —Hermano, no sé en qué tipo de cárceles de lujo tipo resort has estado antes, pero tienes que deshacerte de todas esas expectativas —dice mi compañero de celda, y lo miro—. En serio, ese es el mejor consejo para el primer día que puedo darte. Si estás esperando que alguien venga por a ti, no lo hagas. Si crees que alguien de aquí te va a dar algo para que tu estancia sea más cómoda, no aguantes la respiración. Esto no es una prisión... Esto es la Penitenciaría de Alabastro. Me agarro las muñecas, frotando algo de sensación en ellas mientras estudio al tipo por un momento, tanteándolo para ver cómo puedo sobrevivir compartiendo una celda con él. Parece bastante normal, aunque eso no significa nada. Más o menos de mi altura, un poco más delgado, sin tatuajes visibles. No sé si puedo confiar en él. —Soy Spreen, por cierto. —Le tiendo la mano y él la estrecha sin dudarlo. —¡Oh, mierda! Eres el ladrón de bancos. —Esboza una sonrisa—. Escuchamos que ibas a venir. Eres un poco famoso en el exterior, ¿eh? —No sé nada de eso —me doy la vuelta para ver la celda. Son tres paredes de hormigón sin ventanas, barrotes a modo de puerta, una litera, un fregadero de mala muerte y un inodoro plateado. Eso es todo—. ¿Tenés un nombre? —Sí, lo siento. Soy Rubius, o Rubi, recluso 25. Pero algunos aquí me dicen Lex Luthor. — pone los ojos en blanco, como si estuviera cansado por ese apodo. Lo miro, registrando lo que está diciendo. —Correcto, Lex Luthor. —No puedo evitar sonreír ante el apodo curioso del villano de Superman. —¿Sos inteligente o algo así? — Se ríe a carcajadas—. O algo así. Su sonrisa me dice que no va a revelar lo que hizo para terminar como yo acá. Al menos no de inmediato, lo que me pone en desventaja ya que aparentemente todo el mundo ya sabe lo que hice. —¿Sabes dónde estamos? Como, por ejemplo, ¿dónde se encuentra este lugar? —le pregunto, golpeando el colchón de la litera de abajo. Está duro como una piedra. Genial. —Estamos en una isla. A unos quince kilómetros de la costa de Nueva York— me dice, apoyándose en la pared y cruzando los brazos sobre el pecho—. La penitenciaría de Alabastro se mantiene en secreto para el público en general. Es un último recurso financiado por el gobierno. Aquí es donde envían a los criminales que quieren asegurarse de que nunca salgan. Trago con fuerza sobre mi garganta seca. —Qué bien. Entonces, ¿ya no tenemos derechos Sacude la cabeza. —Este lugar está técnicamente fuera de suelo estadounidense, en jurisdicción internacional. Está completamente jodido. —¿Cuánto tiempo llevas acá? Rubius se encoge de hombros. —Según mis cuentas, unos cinco años. —Mierda... —Respiro, restregándome una mano por la cara—. No debería estar acá, solo robé un puto banco. No soy... no he... Un grito me atraviesa el cerebro y me estremezco, cerrando los ojos con fuerza. Me llevo la mano al pelo para tirar de él, pero no está ahí. Ya no está. —Oye... no pienses en ello. —dice Rubius, su mano aparece en mi hombro. Me sobresalto y abro los ojos de golpe mientras doy un paso atrás. Esta gente tiene que dejar de tocarme. Él levanta las manos en señal de defensa y se ríe—: Lo siento. No estaba intentando tocarte. Le dirijo una mirada escéptica. —Esa guardia... ¿es la única mujer acá? Su sonrisa se vuelve perversa. —Rivers. Sí, y créeme, es más dura que la mayoría de los hombres. En este lugar, hay que tener cuidado con ellos más que con nosotros. —¿Te refieres a los oficiales? —Sí. No hay muchas reglas para mantenerlos a raya. Dirigen este lugar para el director, que no está muy presente. —¿Con qué frecuencia lo ves? —Raramente. Tal vez una vez al mes. Deja que los guardias hagan lo que quieran. Tiene su propia mierda, creo. Hago una pausa. —¿Qué querés decir con eso? Me empuja y se sienta en mi cama. Tomo asiento junto a él, asegurándome de mantener suficiente distancia entre nosotros, ya que todavía no confío en este tipo. O en nadie, en realidad. —La penitenciaría Alabastro se encuentra en una isla, ¿verdad? —Me explica—. Bueno, los oficiales no pueden viajar aquí todos los días. Así que en su lugar viven en la mansión del Alcaide, al otro lado de la isla de Alabastro. Mis ojos se abren de par en par. ¿Qué mierda?
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