Cassandra se miró al espejo, su rostro reflejaba un malestar profundo que no podía ocultar.
Odiaba lo que veía: no era ella.
Cada vez que se enfrentaba a la imagen de Rosa Venus, la mujer que tenía que ser por dinero, sentía que una parte de su alma moría un poco más. El maquillaje era excesivo, las pestañas postizas pesaban sobre sus ojos, y sus labios rojos como la sangre eran un recordatorio de su sometimiento.
Su peluca de cabellos rojizos caía sobre sus hombros, completamente ajena a lo que era su cabello natural.
La ropa diminuta que cubría su cuerpo solo era suficiente para dejar ver más piel de la que cualquier ser humano debería exponer por obligación.
Sus zapatillas altas la hacían sentir aún más vulnerable, pequeña, atrapada en una jaula de la que no podía escapar.
Pensó en su padre, su único motivo para seguir adelante y trabajar ahí por dinero. Él estaba gravemente enfermo, su salud desmoronándose rápidamente. Su corazón debilitado, y sus riñones ya no respondían.
Ella no podía dejarlo morir, no podía. Era lo único que le quedaba, el hombre que le había dado todo, incluso a costa de su propio bienestar.
¡Haría lo que fuera necesario para salvarlo!
El sacrificio era lo único que le quedaba, y se lo daría todo, aunque eso significara perder su dignidad.
Lanzó un suspiro y, con manos temblorosas, tomó la máscara dorada que su tía Judith le había dado.
Esa máscara ocultaba su rostro, solo dejándole visibles sus ojos y su boca, los únicos vestigios de su verdadera identidad. Era su única forma de protegerse del mundo, y la monstruosidad que la rodeaba.
Cada vez que la colocaba, Cassandra sentía que se alejaba más de sí misma, como si, poco a poco, la máscara fuera apoderándose de su ser.
—¡Es tu llamada, Rosa Venus! —gritó la voz de su tía desde el pasillo, y Cassandra tragó saliva, odiando ese nombre. Rosa Venus no era ella.
Ella nunca había soñado con ser esto.
Su verdadero nombre, su verdadero ser, quedaban perdidos en el eco de su vergüenza.
Sin embargo, eso era mejor que ver morir a su padre sin dinero para pagar sus costosas medicinas y el trasplante.
Al salir al escenario, la multitud rugió como una bestia salvaje. Aplaudían, la vitoreaban, como si ella fuera una muñeca en sus manos, esperando ser quebrada y moldeada a su voluntad.
Cassandra comenzó a bailar, moviendo sus caderas al ritmo de la música sensual, como si fuera una máquina.
Los hombres no la veían como una persona, solo como un objeto más para su deleite. No importaba lo que sintiera. Ella sonrió, como le habían enseñado, como una perfecta ilusión, mientras sentía el vacío devorar su ser desde adentro.
Su cuerpo era su única mercancía, y ellos lo sabían. La música la envolvía, pero su alma se encontraba lejos, perdida, atrapada en las sombras.
Sin embargo, había alguien que la miraba con una intensidad que le erizó la piel.
Un hombre con un antifaz blanco y n***o la observaba desde el fondo del salón.
Su mirada estaba fija en ella, pero había algo en su presencia que la hizo sentir inquieta.
Bebía vino, sin perderla de vista ni un segundo, y sus ojos brillaban con una mezcla de admiración y algo más, que no pudo descifrar, no era como los otros hombres que la veían como un objeto de satisfacción de la lujuria.
—Rosa Venus… —murmuró para sí, cautivado por su belleza. Había estado viniendo todas las noches desde hace un mes, solo para verla a ella.
Algo en ella lo había conquistado, y no podía dejar de admirarla, aunque sabía que debía permanecer en las sombras. Si alguien descubría quién era, todo estaría perdido.
La música terminó, y los hombres lanzaron billetes al escenario como si fueran confetis, recolectados por los meseros que debían entregarlos a la tía de Cassandra que era dueña del bar.
Casandra se apresuró a salir del escenario y dirigirse hacia su camerino, deseando, como siempre, despojarse, de la máscara, del maquillaje, de la vergüenza. Solo quería escapar.
Pero cuando entró al camerino, antes de quitarse la máscara, sus ojos se toparon con los de ese hombre.
Un grito de sorpresa estuvo a punto de escapar de sus labios, pero lo contuvo.
—¡¿Qué hace aquí?! —exclamó, su voz temblando de miedo y desconcierto.
Los ojos del hombre eran oscuros, lujuriosos, fijos en su cuerpo.
Sintió miedo. La tensión en el aire se cortaba con un cuchillo.
—Eres hermosa, Rosa Venus. Déjame estar en tu cama, y te daré mucho dinero. —Su voz era baja, y lascivia.
Cassandra sintió náuseas al escuchar sus palabras.
—¡Largo de aquí! —exclamó con firmeza, pero el hombre no la escuchó. La tomó del brazo con fuerza y la acercó a él. Intentó quitarle la máscara, pero ella se resistió con todas sus fuerzas.
—¡No, déjame en paz! —gritó, desesperada, mientras luchaba por liberarse de su agarre.
En ese momento, la puerta se abrió de golpe, y un hombre enmascarado entró.
Su presencia era imponente, con una voz grave y autoritaria
—¡Quita tus manos asquerosas de ella! —sentenció con una firmeza que hizo que el agresor soltara a Cassandra inmediatamente.
El hombre fue hacia él, pero ese hombre de antifaz lo empujó afuera de la habitación, golpeándolo contra la pared con fuerza, dejándolo inconsciente y cerró la puerta para no verlo tendido en el pasillo.
Cuando se acercó a Cassandra, ella retrocedió, el miedo invadiéndola.
¿Había escapado de un monstruo solo para caer en las garras de otro?
Sin embargo, antes de que pudiera reaccionar, el hombre la tomó en sus brazos con una firmeza sorprendente, y su perfume embriagador la envolvió, como una niebla cálida que la hizo sentir vulnerable y protegida al mismo tiempo.
—¿Qué quieres? —preguntó, temblando sin poder evitarlo.
—¿No vas a agradecerme? Te he salvado, Rosa Venus. ¿Tan malagradecida eres? —La voz del hombre sonaba suave, pero había algo en ella que le hacía sentir su peso, su poder.
Cassandra lo miró, y sus pensamientos comenzaron a revolotear como una tormenta en su cabeza.
¿Cómo había llegado a esta situación? ¿Cómo había terminado en brazos de un hombre que no conocía, que no sabía si podía confiar?
—Yo… ¡Gracias por salvarme! —dijo, a duras penas.
—¿Es todo? ¿No habrá alguna recompensa? —preguntó, acercándose peligrosamente.
Cassandra se sintió temblorosa ante la cercanía de su cuerpo.
—¿Qué deseas? —preguntó, sintiendo que su voz se quebraba.
Él la miró fijamente, la intensidad de su mirada la hizo temblar, pero no había lujuria, solo una extraña calma, algo que la desconcertaba.
—Dejarme ver tu rostro. Quiero ver quién está detrás de Rosa Venus.
El corazón de Cassandra dio un vuelco. El miedo se apoderó de ella.
—¡No! Eso no —respondió, tajante.
Él sonrió, como si estuviera disfrutando de su lucha interna.
—Bueno, entonces, un beso… ¿No merezco un beso luego de salvarte la vida?
Cassandra negó con la cabeza, incapaz de creer lo que estaba escuchando.
—No… ni siquiera sé quién eres, ni tu nombre, ni tu apellido…
Él se rio ante la ironía, pues él tampoco conocía su nombre real.
—Puedes llamarme Taranis.
—¿Taranis? ¿Cómo el dios celta del trueno? —preguntó, algo confundida por su respuesta.
—¡Qué lista! —respondió él, sonriendo mientras se acercaba peligrosamente a sus labios—. Ahora ya me conoces, debes besarme.
Y sin que pudiera reaccionar, sus labios chocaron con los de él.
Al principio fue un beso suave, dulce, pero cuando sus manos fuertes rodearon su cintura, la pasión se desbordó.
Cassandra, sorprendida, no pudo escapar, atrapada en un torbellino de sensaciones desconocidas.
Y en ese momento, por primera vez, se permitió sentir algo más allá de la desesperación: deseo, confusión y una peligrosa necesidad de saber quién era este hombre que la había salvado, pero que al mismo tiempo la desarmaba por completo.