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1220 Words
FAITH Me quedé embarazada siendo aún muy joven y cuando la estabilidad sentimental entre Nate y yo era más importante que la económica. Ya no podía considerar ni que fuéramos amigos y eso era triste, muy triste, porque Nate lo había sido todo para mi: mi mejor amigo, mi pareja, el chico con el que me casaría y formaría una familia... Llamé al timbre de su casa. Recuerdo que fue lo primero que compró cuando tuvo dinero: la casa. Antes vivíamos en un pequeño piso alquilado, demasiado pequeño pero nos mantenía juntos; al mudarnos, las dimensiones de la casa empezaron a sentirse como una metáfora de nuestra relación. Nate abrió la puerta de entrada: un portón blanco de madera oscura. Escuché a Alan llamarme desde alguna parte de la casa y lo vi salir desfilando de la cocina. —Ha hecho los deberes —comentó, seguramente antes de que yo pudiera echarle en cara que no sería la primera vez que ignoraba sus tareas—. Y dice que tienes un nuevo amigo que se pasa por el apartamento. Lo ignoré. A veces era mejor ni intentarlo antes de que me hiciera hervir la sangre. ¿Qué le importaba? ¡Él me dejó! ¡Él dejó lo nuestro de lado! —Alan, vámonos, cariño. —Voy, mami. ¡Pero qué adorable era! —¿Es que me vas a ignorar? —replicó Nate, cruzado de brazos contra el portón y con ese gesto tan poco expresivo—. Somos adultos, Faith. Cada vez que le veía me preguntaba si quedaría rastro del chico que era. El chico que era feliz sin dinero. —No es que te ignore, es que prefiero evitar discutir. —¿Por qué vamos a discutir? Sólo te he preguntado. —Porque tú y yo sólo discutimos, Nate. —Ya, porque soy un gilipollas, ¿no? Por lo menos lo sabia. —Básicamente —admití. Apretó los labios y asintió lentamente, asumiéndolo como si no hubiéramos tenido esta pequeña discusión mil veces antes. Él me buscaba las cosquillas, a Nate le gustaba fingir que nada era su culpa y ya no sabía si es que se le había olvidado por qué terminamos o si es que era realmente gilipollas; después yo le insultaba y él resoplaba como si mi enfado fuera injusto. Alan me miró desde el pasillo cuando terminó de ponerse las zapatillas. Se levantó de un salto. Sonreí. Sonreía mucho cuando lo miraba. —¿Nos vamos ya? —¡Sí! —canturreó nuestro hijo—. Mañana tengo taller de rotuladores en clase. Te haré un dibujo papá. Nate dejó de mirarme para despedirse de Alan y en cuanto pude, nos dimos la vuelta para volver a casa. --- Trabajaba en la recepción de un gimnasio. Todas las mañanas de lunes a viernes y por fortuna era en las horas en las que Alan estaba en el colegio. Trabajaba tranquila, sin mucho ajetreo y dedicándome a sonreír a los clientes y al resto de compañeros. —Buenos días. Sonreí. Levantando la cabeza de algunos papeles vi a Zed inclinarse sobre el escritorio. —Hola —reí—. Vienes pronto hoy. —Tengo el día libre en el trabajo. Quiero invitarte después a comer. Si Zed tenía algo bueno, era que me entendía y respetaba el hecho de que tuviera un hijo. —Tengo que recoger a Alan del colegio. —Lo sé, me refería a que vinieras con él. A Zed le gustaba salir y que viniera Alan. Llevábamos poco pero nos habían confundido un par de veces con una bonita familia y a veces achacaba a Zed que a con treinta años y sin hijos, quizás le urgía formar una familia. Y a mi no me desagradaba del todo porque la realidad era que desde que tenía memoria yo siempre había querido una familia y estar con alguien. Había estado con Nate desde los trece años y verme sola, de repente, me hacía sentir desubicada y perdida. —Va a salir todo pintado, hoy tenía un taller de rotuladores. —¿Y eso qué es? —Su clase de artes plásticas —respondí y nos reímos. Se cruzó de brazos sobre el mostrador. Sus brazos musculados tensaron la camiseta de licra y alargó la mano para quitarme el pelo de la cara. Zed era el hombre que merecía. —Voy a entrenar un poco. Salgo a las cuatro y nos vamos. —Vale —accedí—. Aquí te espero. Desde la recepción yo no veía a la gente entrenar y no es que el trajín de entradas y salidas me hiciera entretenido el rato. Conocí a Zed porque era el que siempre me sonría, saludaba, a veces se paraba a hablar conmigo, y un día me pidió una cita. Hacía demasiado que nadie me pedía una cita. Y Zed era romántico, y le gustaba, y me hacía la vida un poco más divertida. A las cuatro estaba duchado, su pelo rubio aún goteaba cuando nos montamos en mi coche para ir a recoger a Alan. Se gustaban y eso me gustaba porque era capaz de ver un posible futuro con Zed. —Te lo dije —murmuré al volver a ponerme tras el volante. Zed giró el cuello entre los asientos. —Yo lo veo bastante colorido. ¿A qué mola? —¡Mola! —exclamó Alan desde su silla—. Mi profesora me ha regañado. —Ya me lo ha dicho —comenté—. Le has pintado la camiseta a otro niño. En eso se parecía a su padre. Había visto las miles de trifulcas en las que Nate se había metido a lo largo de los años. Zed puso el GPS en la pantalla del coche hacia un italiano. Alan se volvió loco y se atiborró a macarrones. Le estaba limpiando la boca por tercera vez cuando escuché a Zed reírse y le vi doblar y redoblar su servilleta de tela. —El sábado tengo una fiesta de empresa, me gustaría que vinieras conmigo —comentó—. No será hasta muy tarde. Miré a Alan y sopesé las pocas opciones que tenía con él. ¿Llamar a Nate para que lo cuidara? Seguramente pensaría que estaba siendo una mala madre por no aprovechar mi fin de semana con él... Descartado. ¿Pedirle a Helen (mi mejor y casi única amiga) que lo cuidara un par de horas? —Sí, ¿por qué no? Llamaré a Helen a ver si puede cuidarlo unas horas. ¿Cómo de formal tengo que ir? Zed sacó su perfecta dentadura blanca. —Sólo un poco. Sea como sea siempre estás bien. Sonreí también. Zed era todo un buen hombre. Después de la comida lo llevé a su casa, se inclinó sobre las marchas y me besó. Cada vez que Zed me besaba me revolvía el estómago con unas cosquillas que llegué a pensar que jamás volvería a tener. Pero ahí estaban. Me apartó los mechones oscuros de la cara y, sujetándome las mejillas entre sus grandes manos, me acarició los labios con los suyos. Fue un simple roce, algo suave. Zed era muy gentil conmigo hasta en la intimidad, esa clase de hombre al que miras y que sabes que es un trozo de pan. Todo lo contrario a Nate.
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