La invitación.

1348 Words
El ambiente dentro de la cocina era agradable (por más que se encontraba en un rincón apartado, fregando los trastos). Sus demás compañeros ingresaban en busca de los pedidos, entre otras cosas similares. Terminó de secar unos tenedores y los dejó en un recipiente listo para su uso. Una nueva pila de platos y tazas llegó y luego siguieron otras más. Sus manos yacían arrugadas por el contacto directo con el agua y los productos de limpieza. —Tienes que proteger tus manos, muchacho. —Oyó detrás de sí y giró en torno a la voz—. ¿Aún no te trajeron los guantes? —No, pero no hay prisa —espetó, viendo a Don Thomas—. No me molesta trabajar de este modo, estoy acostumbrado. —Nada de eso, chico. —Un par de manos extras se sumergieron en el agua con jabón—. Te ayudaré en lo que espero por los ingredientes para los pastelillos. —Gracias, pero no es necesario, Don Thomas —profirió, su voz con atisbo de angustia—. Usted no debe ni tiene que hacer esto. Es usted quien tiene que cuidarse las manos. —Sí que puedo y mientras estoy aquí, es mejor que le des un descanso a tus manos —sugirió el hombre. Rendido, Laín prefirió acatar la orden. Don Thomas, el chef encargado, le había tomado un cariño especial a Laín. Muchas fueron las ocasiones en las que Laín escuchó las historias del hombre, quien le narró algunas anécdotas del trabajo o de cómo pasó de ser un simple camarero a chef profesional. Si bien Don Thomas no tenía por qué encargarse personalmente de todo lo relacionado con repostería, porque tenía a su propio personal que seguía sus instrucciones, Laín —en el tiempo que llevaba trabajando— se dio cuenta que al hombre le gustaba preparar los distintos pasteles y un sinfín de elaboraciones dulces; siempre lo encontraba innovando en recetas de nuevos pastelillos y Laín, esporádicamente, era el primero en probar y dar el visto bueno, por más que careciera de conocimientos sobre el tema. Sin embargo, Don Thomas le decía que tenía buena intuición a la hora de optar y decidir por algo en específico. Exhalando un suspiro, Laín se miró nuevamente las manos y recordó que Fernanda le había regalado una crema para el cuidado de la piel. Buscó dentro del morral el pote de dicho ungüento y colocó una generosa cantidad sobre la palma de una mano mientras hacía malabares con la otra y guardaba el pequeño pote. Esparció el frío bálsamo, abarcando todos los dedos. Un leve escozor sintió; su piel se encontraba mucho más sensible. —¿Qué crees que estás haciendo? —Alzó la mirada, encontrándose con un rostro enfurecido y una mirada despectiva—. Estás en horario de trabajo y deja de pasarte esa cosa en las manos como si fueras una chica. ¿Cómo permites que Thomas lave los trastos cuando es tu maldito trabajo hacerlo? Eres un inepto, de inmediato presentaré una queja con… —Es mi cocina, Jacob —interrumpió Don Thomas—. Y fui yo quien le dio permiso al chico para que se tomara unos minutos de descanso. —Lo siento, Jacob —espetó y luego miró a Don Thomas—. Descuide, él tiene razón, yo debo seguir con eso, no usted. Gracias por permitirme unos minutos de descanso, pero debo retomar mi… —No, Laín, te he dicho que debes cuidar tus manos —contradijo el hombre—. Y tú, Jacob, no tienes porqué dar órdenes de nada. Mejor ve a traer un par de guantes para el chico. Desde la mañana que está esperando. —De verdad, no hace falta —musitó, solo para el chef—. Puedo continuar, es mi trabajo. No tiene por qué preocuparse por mí. —Sí, me preocupo, muchacho. —Don Thomas dirigió la mirada hacia Jacob—. Jacob, quedándote ahí no harás nada. Ve y trae lo que te pedí si no quieres que sea yo el que presente una queja. La mirada hostil del otro chico cayó sobre él. Laín gesticuló un silencioso «lo siento, Jacob». La tristeza se impregnó en su rostro, dándose cuenta, otra vez, que al parecer a su compañero jamás le caería mínimamente bien. Se lamentaba porque en serio quería entablar conversación y tratar de llevarse —dentro de lo posible— bien, pero cada que tenía oportunidad, lo único que conseguía eran miradas hostiles y comentarios despectivos por parte de Jacob. Por más que quería que las circunstancias fueran diferentes, Laín no podía hacer nada. Pasó el resto del día fregando los trastos. Jacob le proporcionó los guantes y gracias a eso, sus manos no se lastimaron más de lo que ya lo estaban. (…) Concluyó un día más de trabajo, sintiéndose un tanto afligido porque las cosas entre algunos de sus compañeros no mejoraba y ya no sabía qué más decir o hacer para que sea de otro modo. Llegó hasta la parada de autobuses y se dejó caer en la banca. Rememoró las charlas que tuvo con Don Thomas; nadie lo había tratado de una manera tan especial como lo hacía su compañero mayor. Incluso a veces parecía más el trato de padre e hijo que simples compañeros de trabajo. Y en el fondo, eso le agradaba en demasía. Envolvió los dedos a la correa del morral y recordó el mensaje de texto de Fernanda; ella lo invitaba a cenar a su casa y Laín se había negado a dicha petición. El claxon de un auto acaparó su atención y su mirada se encontró con la sonrisa grácil de una chica. —¡Vamos, Laín! —exclamó la chica—. Sube. No dispongo de mucho tiempo. Este no es un lugar para aparcar. —Quedó estático, los ojos fijos en el auto y no dando crédito a lo que veía. ¿Qué se suponía haría ahora? Negó con la cabeza—. Súbete, vamos —alentó la chica. ¿Por qué se sentía nervioso?—. No pienses mucho. Muévete, chico bonito. Ante la posibilidad de que Fernanda siguiera insistiendo, inhaló y exhaló profundo, levantándose del banco. Un par de zancadas largas y la puerta trasera se abrió. —Hola, Fer —saludó, una vez se acomodó en el asiento. El coche retomó la marcha—. ¿Cómo supiste dónde encontrarme? —Li, me lo has dicho muchas veces. —Asintió, recordando las veces que su amiga le había preguntado dónde esperaba el bus—. Por cierto, y como lo ves, no acepté tu negativa. Iremos a mi casa. —Con respecto a eso, yo creo que… —Nada de peros ni excusas —interrumpió ella. Laín notó la seriedad en el rostro de su amiga—. Además, necesito que sepas dónde vivo, entre otras cosas. Te considero mi mejor amigo y no quiero que haya secretos entre nosotros. —¿A qué te refieres? —preguntó—. Fernanda, no tengo ningún secreto contigo. Te conté todo sobre mi vida. Y era verdad. Semanas después de que la confianza naciera para con ella, le contó todo sobre su vida hasta el presente. No omitió detalles, no encontró justo hacerlo y por más que había cosas que lo avergonzaban, tampoco fue impedimento para hablar con la verdad. Laín podría ser pobre, vivir en uno de los barrios más humildes de la ciudad, carecer de lujos y demás, pero no significaba que fuera una persona que engañara con apariencias que no eran, mucho menos negar su procedencia. Él pudo salir adelante y así como él, muchas personas también lo hacían, trabajando día tras día, ganándose el pan dignamente. —Pues, por la misma razón. —La voz de su amiga lo sacó de sus cavilaciones—. Fuiste sincero conmigo, así que es justo que obtengas lo mismo de mi parte. Hay cosas que debo contarte y mostrarte. El silencio sobrevino entre los dos y se percató del paisaje tan distinto al de la ciudad...
Free reading for new users
Scan code to download app
Facebookexpand_more
  • author-avatar
    Writer
  • chap_listContents
  • likeADD