Capitulo 4

2314 Words
Charlotte Marie observó a su hija —su única hija aún viva— caminar desde el avión hacia la limusina. No tenía buen aspecto: tenía los ojos hinchados, estaba cansada y parecía demasiado delgada para el gusto de su madre. De hecho, parecía una estudiante universitaria cualquiera que se había quemado la vida, agravada por la tragedia que acababa de vivir. Charlotte Marie se prometió a sí misma que apoyaría a esta chica inmadura e indisciplinada que estaba totalmente desbordada y que necesitaba la ayuda de su madre, más experimentada y exigente. Además, considerando que Sophie estaba a punto de ser el centro de atención, su madre confiaba en que no tendría más remedio que moderar su comportamiento. Esperaba que su hija desobediente estuviera a la altura de las circunstancias, como exigían su educación y tradición, y que no defraudaría a la orgullosa Casa de Klippenberg. Y se comprometió a no abrumarla con cada detalle de sus responsabilidades de inmediato, por miedo a cómo pudiera reaccionar. El conductor abrió la puerta y Sophie se deslizó en la limusina junto a su madre. —Mamá —dijo con voz suave—. ¿Cómo estás? Charlotte Marie quería gritar: —¿Cómo demonios crees que estoy?—, pero contuvo la ira. —Estoy triste. Terriblemente triste. ¿Y cómo estás tú, querida?— Sophie quería gritar: —¡Soy terrible, madre! Mi padre y mi hermano han muerto, y mi vida ha terminado.— Pero sabía que no era así. Tan malo como fue para ella, fue igual de malo, o peor, para su madre, quien perdió a su esposo, a sus hijos favoritos y su posición, e incluso su madre merecía compasión. —Terrible, madre. No puedo creerlo.— Después de una pausa, Sophie preguntó: —¿Cómo está Caroline?— —Devastada. Se fue inmediatamente después de que le anunciaron el accidente a sus padres en Alemania, según tengo entendido. Volverá para el funeral.— Sophie asintió. No culpaba a Caroline por alejarse para llorar en privado la pérdida de su esposo. Cabalgaron en silencio, sollozando, y Charlotte Marie le entregó a su hija unos pañuelos para que pudiera secarse los ojos rojos e hinchados. —¿Qué sigue? —preguntó Sophie. Le habían informado sobre el avión, claro, pero las cosas cambiaban en situaciones como esta, y sabía que su madre, a pesar de todos sus defectos, estaría al tanto de todo. —Se instalarán en sus aposentos y descansarán. Luego, se refrescarán y habrá una breve reunión con los ministros de alto rango para tratar asuntos urgentes. Después, cenarán y estarán solos hasta la cama. Mañana, su trabajo comenzará en serio.— Su madre nunca se sentía más feliz que cuando le decía a alguien qué hacer, especialmente a su hija. Charlotte Marie también tenía una voz autoritaria, y a diferencia de su infancia, a Sophie no le molestaba que su madre la usara. Y aunque Sophie era adulta y, técnicamente, la gobernante de este pequeño país, estaba demasiado agotada y abrumada como para hacer otra cosa que dejar que su madre tomara la iniciativa. —¿Adónde vas? —preguntó su madre mientras Sophie subía la gran escalera hacia el nivel familiar del Palacio Klippenberg y se dirigía a su habitación. —A mis habitaciones, por supuesto —respondió ella bruscamente. —Estas ya no son tus habitaciones. Ahora resides en los aposentos del Gran Ducado.— Claro, pensó Sophie. La habitación de papá y mamá. —Mamá, quédate ahí todo el tiempo que quieras. Yo me quedo con gusto en mis habitaciones.— Con, pensó, al menos algunos objetos personales mínimos, incluyendo la hierba escondida tras una tabla suelta en uno de los armarios, y no la habitación de museo donde dormían sus padres. —Ya no tengo derecho a esa habitación. Es tuya. Además, aunque pudiera romper el protocolo y quedarme allí, me trae demasiados recuerdos. Ya he trasladado mis cosas a la casa de huéspedes, como hizo tu abuela Anna cuando murió el Gran Duque Josef.— Sophie recordó haber visitado a Anna, quien, a pesar de su edad, siempre tenía un brillo especial en los ojos, le encantaba pasar tiempo con su revoltosa nieta y le había contado algunos secretos mordaces sobre su juventud cuando Sophie se convirtió en adolescente. Sophie se encogió de hombros. Que tuviera menos control sobre su vida como líder del país que como simple estudiante universitaria era una ironía con la que Sophie tendría que lidiar, en grandes y pequeñas cosas. Ya la estaba poniendo nerviosa, y apenas había empezado. Dio marcha atrás y caminó hacia lo que había sido el dormitorio de sus padres. Al abrir las grandes puertas de madera, elaboradamente talladas, se sorprendió al ver algunos de sus objetos personales —libros, cuadros, incluso algunos juguetes— en la sala principal, mientras que todo vestigio de la vida de sus padres había desaparecido. Se propuso sacar una foto familiar cuanto antes y encontrar la hierba. La cama era enorme, lo suficientemente grande para la pareja, y cuando los niños eran pequeños, para todos ellos también. Y a veces incluso un perro. Su apartamento en Nueva York, y era uno grande en el Consulado para los estándares de la ciudad, probablemente cabría en el dormitorio, y, ella sabía, había dos armarios enormes, un vestidor, un estudio privado y un baño enorme, todo tras las puertas cerradas que la rodeaban. Sophie se dejó caer sobre la cama y sollozó hasta quedarse profundamente dormida. Fue otro golpe a la puerta lo que despertó a Sophie, pero uno respetuoso, en lugar del frenético golpe del consulado que presagiaba todo lo malo que vendría después. Tardó unos segundos en recuperarse del jet lag y dormir, y en recordar por qué dormía en la cama de sus padres. La tristeza regresó al recobrar la consciencia. Se tapó con la manta y dijo: —Pasa.— Entró una joven de cabello oscuro, de su misma edad, vestida con uniforme de sirvienta. Los ojos de Sophie se iluminaron. —¿Johanna? ¿Qué haces aquí?— —Su Alteza, tu madre me asignó como tu acompañante y me ordenó que te despertara para el desayuno. ¿Te voy a traer la ropa?— —¿En serio, Johanna? ¿Trabajas aquí ahora?— —Sí, Su Alteza.— —¡Guau! ¡Genial! Jo, me alegra saber que tengo una amiga aquí. Pero cuando estemos en privado, te agradecería que me llamaras Sophie. Esto de «Su Alteza» es demasiado formal, sobre todo viniendo de alguien con quien creciste. ¡Qué ganas de ponerme al día!— —Lo espero con ansias, Sophie.— Johanna sonrió, y Sophie reconoció la mirada traviesa en sus ojos de su adolescencia. Las dos mujeres se miraron, quizá recordando los mismos incidentes en los que las sorprendieron haciendo cosas que no debían, a veces con personas con las que no debían. —¿Cómo está tu madre? Era una niñera maravillosa.— —Es fantástica, Sophie. Se jubiló hace unos años y por fin está disfrutando de todo el dinero del Fondo en su cuenta, viajando por todo el mundo.— —Estoy tan feliz por ella. ¿Y tu padre?— —Jubilado también, y con mamá, disfrutando.— Sophie recordó brevemente que su padre nunca tendría ese lujo, pero trató de no detenerse en su tristeza mientras hablaba con Johanna. —Eh, Sophie, mi trabajo es conseguirte ropa y ayudarte a vestirte.— —Es ridículo. Tendremos que pensar en algo más significativo que puedas hacer. Necesito ducharme y vestirme. Puedo vestirme sola; lo he hecho durante años —respondió Sophie sonriendo. —Como quieras. Tu ropa fue trasladada al armario durante la noche.— Sophie recordó la puerta que daba al recibidor y que permitía a los sirvientes ocuparse de la ropa de sus padres sin entrar en el dormitorio, y que ella y Karl-Franz solían utilizar para esconderse de su autoritario hermano mayor. —Ahora, ¿puedo hacerte una petición, Sophie?— —Por supuesto.— —Por favor, vístete y baja para que tu madre no me culpe por haberla decepcionado.— Sophie sonrió. —No sería la primera vez, ¿verdad?— Johanna se encogió de hombros. —Supongo que no.— —Está bien, entonces deja de hablar conmigo y déjame ducharme y vestirme.— —No has cambiado nada, Sophie. Sigues siendo un fastidio.— —Sabes que podría mandarte a la mazmorras por decir eso.— —Y sabes que la mazmorras se convirtieron en bodega y almacén hace más de un siglo.— Sophie se dio la vuelta sin decir una palabra más y se dirigió al baño. Johanna debía saber cómo divertirse en Klippenberg, así que era agradable tenerla cerca. Sophie se quejó cuando su madre la mandó de vuelta después del desayuno para cambiarse los pantalones de yoga y la camiseta vintage de los Ramones antes de reunirse con los ministros, pero en realidad se alegró de haberlo hecho al ver que todos llevaban trajes y vestidos caros para la reunión. Las presentaciones le llevaron un tiempo, y aunque conocía a algunos ministros, no los conocía a todos. Y cuando el ministro de Hacienda presentó a su asistente, a Sophie le costó concentrarse. Frederic Stolz era, posiblemente, el hombre más atractivo que había visto en su vida. Cumplía todos los requisitos: alto, moreno, guapo, musculoso, con una mirada increíble, e irradiaba una confianza poderosa, incluso en su rol subordinado al Ministro. Le costaba apartar la vista de él, mientras los demás ministros presentaban informes, y ella intentaba tomar notas. Por suerte, se trataba principalmente de una sesión informativa, y no era necesario tomar decisiones, o se habría metido en problemas. Observó que el Ministro de Hacienda consultaba regularmente con Frederic durante sus sesiones, así que era evidente que debía de tener cerebro para acompañar esa cara y ese cuerpo. A pesar de que solo había pasado un día desde que Mark se había ido, sentía un deseo intenso por ese desconocido. Pero se obligó a concentrarse y llegó al final de la reunión sin incidentes. Aun así, fue un poco sorprendente cuando se levantó y todos en la sala, incluso su madre, se pusieron de pie de golpe, antes de hacer una reverencia y marcharse. Sophie consideró brevemente cómo sería si en la siguiente reunión se mantuviera de pie y sentada, y aunque la idea de que todos en la sala se levantaran y se sentaran en respuesta le hizo sonreír, sabía que no sería «apropiado», una palabra a la que tendría que acostumbrarse. Cuando todos se fueron, excepto su madre, las dos mujeres se sentaron. —Vi la forma en que lo miraste, Sophie.— —Me pillaste—, pensó. —Supongo que te refieres a Frederic.— —Por supuesto. Lo mirabas como una colegiala a una estrella de cine.— Probablemente lo era, admitió Sophie para sí misma. —¿Y?— —Él no es apropiado para ti.— Sophie sonrió, pensando: —Ahí está esa palabra.— —Creo que sería perfecto para lo que estoy pensando.— Pudo ver cómo la ira se reflejaba en el rostro sereno y perfectamente maquillado de su madre, y luego la observó mientras se controlaba. —Qué gracioso, Sophie. Recuerda que ahora no eres solo una mujer. Eres un símbolo y la líder de este país. No puedes simplemente ceder a tus deseos cuando quieras.— Y ahí estaba, pensó Sophie. Disfrutaba cediendo a sus deseos. Quería seguir haciéndolo. Pero por la casualidad de haber nacido en esta familia en particular que, a diferencia de tantas otras de su clase, conservaba un pequeño poder, se quedó estancada. —En fin, Sophie, he visto tu armario y es lamentablemente deficiente. ¿De dónde sacaste la mayor parte de esa basura?— Como a la mayoría de sus compañeras de clase, a Sophie le encantaba visitar tiendas de segunda mano y de ropa vintage en Nueva York, aunque nunca le contó a su madre sobre esta costumbre, quien se habría repelido al pensar que la Gran Duquesa Sofía Ana Carlota María von Klippenberg usara ropa de otra persona. Claro, tenía algunas cosas más bonitas, e incluso algunos vestidos de diseñador para las pocas ocasiones en que le pedían que representara al país, pero probablemente no suficientes para sus nuevas responsabilidades. —Mamá, por favor —respondió Sophie.— —Haré que las modistas vengan más tarde a tomarte medidas y así podremos elegir algunas cosas para que te hagan.— Sophie se dio cuenta de que había cosas peores que tener ropa bonita hecha a medida para ella, por lo que no respondió y cambió de tema. —Mamá, me siento incómoda con todo esto: las reverencias, el estar de pie y la formalidad. ¿No puedo cambiar eso?— Charlotte Marie miró a su hija con curiosidad. —Te han tratado así toda la vida, ¿por qué quieres cambiar ahora?— —Vivir en Nueva York, como una persona normal, me hizo darme cuenta de lo absurdo que es. ¿Por qué no puedo ser una Gran Duquesa, pero sin todo eso?— La mujer mayor pensó en cómo responder. —Entiendo tu punto, Sophie. Pero ser Gran Duquesa, y desempeñar ese papel, requiere que la gente de este país, y de otros países, te vea como algo aparte. Ya tienes tres problemas. Primero, eres joven —la gobernante más joven del país en siglos—, segundo, eres mujer, y no ha habido una Gran Duquesa gobernante en Klippenberg desde el siglo XVIII, de quien recibes el nombre. Y tercero, está tu reputación de «espíritu libre».— Charlotte Marie no era de las que usaban guiones en el aire, pero Sophie aún las percibía en la voz de su madre, junto con su decepción.
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