El corazón de Lizzie se había detenido justo el tiempo suficiente para cruzar el umbral.
No había dolor ni cuerpo, solo un silencio tan profundo que parecía devorar el alma.
Flotaba en una oscuridad densa, interminable, donde ni el eco de sus pensamientos podía oírse.
Y, sin embargo, algo dentro de ella —una voz lejana, apenas un susurro— le decía que debía huir de allí.
De pronto, una luz comenzó a nacer en la distancia.
Pequeña al inicio, como una chispa, pero pronto se expandió con la fuerza del amanecer, llenando aquel vacío de tonos dorados y azules. El aire se volvió cálido, y cuando Lizzie volvió a ver, ya no estaba en la oscuridad.
A su alrededor se extendía un jardín imposible: ríos que brillaban como hilos de plata, flores que parecían respirar, y árboles que susurraban melodías antiguas.
En medio de aquel paraíso, una mujer aguardaba.
Su belleza era irreal: el cabello blanco como la luna caía en ondas suaves, su vestido parecía tejido con la luz del alba, y sus ojos… sus ojos contenían el universo.
Cuando habló, su voz resonó como el viento entre los templos.
—Lizzie… —dijo con dulzura—. Por fin nos encontramos.
Lizzie se quedó inmóvil, sin saber si debía inclinarse o huir.
—¿Quién eres? —preguntó apenas en un murmullo.
—Soy Astralia, guardiana de la Luz y el Orden de este mundo —respondió con una sonrisa serena— Has caminado entre las sombras, hija mía, y tu vida se ha detenido… pero no por completo.
La diosa extendió una mano, invitándola a sentarse sobre la hierba luminosa. Lizzie vaciló, pero la curiosidad venció al temor.
—Has sufrido —continuó Astralia con voz compasiva—. Has perdido tu hogar, tu familia y casi tu vida. Pero no ha sido en vano. Hace siglos entregué mi voluntad a un linaje destinado a gobernar con justicia. Sin embargo, el último de ellos ha sido corrompido por Ezhul, la diosa de la Oscuridad.-Suspiro- Su veneno se ha filtrado en el corazón del Imperio de Arlert… y con ello, mi luz se desvanece.
Lizzie la miró, el ceño fruncido.
—¿Y qué puedo hacer yo? No soy más que una mujer herida, sin titulo, sin poder.
Astralia sonrió, pero sus ojos reflejaron una pena antigua.
—Porque precisamente por eso te he elegido. La pureza no se mide por la fuerza, sino por la verdad del alma. En ti aún habita la llama que no se extingue.-Sonrio- Esa llama será mi faro en la tierra.
Un resplandor envolvió el aire, y en él se formó la silueta de un hombre: alto, con un porte noble y una mirada sombría. El duque James Webster.
—El hombre que buscas —dijo la diosa con solemnidad señalando la figura— es quien debe ocupar el trono. Él encarna la justicia que el Imperio perdió.- miro a Lizzie con solemnidad- Pero no podrá hacerlo solo. Tú serás mis ojos y mi voz entre los mortales.
Lizzie tragó saliva, sintiendo el peso de lo que escuchaba.
—¿Y si fallo?
—No fallarás —respondió Astralia, acercándose hasta tomar sus manos entre las suyas— Yo te concederé mi don. Cuando invoques mi nombre, mi poder fluirá en ti. Pero recuerda, hija de la ceniza: la luz quema tanto como purifica.
Lizzie respiró hondo.
—Acepto —dijo con una determinación que ni ella sabía que poseía.
Astralia asintió con un gesto solemne.
—Entonces despierta. Y lleva mi palabra al mundo que te arrebató todo.
El jardín se desvaneció entre destellos. Una llamarada recorrió el pecho de Lizzie, tan ardiente que creyó romperse en mil pedazos. El calor se convirtió en fuego, el fuego en dolor, y el dolor… en vida.
Cuando abrió los ojos, la luz se tornó borrosa y un rostro conocido, cubierto de heridas, se inclinaba sobre ella.
—Mi niña… —susurró una voz entre sollozos—. Gracias a los cielos…
Era June, su nana. Sus mejillas estaban marcadas por los golpes, sus manos temblaban, pero sus ojos brillaban de alivio. Lizzie intentó hablar, pero solo un hilo de aire salió de su garganta.
Y mientras el mundo recuperaba forma y peso, una sensación extraña la recorrió:
una fuerza cálida, palpitante, que ardía justo en el lugar donde su corazón había dejado de latir.