Cuando ese hielo llega hasta mi sexo, me retuerzo de golpe. Mis uñas se clavan en la encimera, mi cuerpo tiembla como si me electrocutara. Él acaricia el cubo contra mi clítoris, apenas un roce, y luego lo intercala con la calidez de su lengua. El contraste me arranca un alarido. —¡Emiliano! —grito, perdida. No puede ser, estoy a punto de desmayarme, pero de placer. —Eso, grítalo —jadea, chupando, mordiendo suave, jugando con el hielo derretido que gotea por mi piel. Mi vientre se contrae, me arqueo sobre la piedra fría mientras su boca y el hielo me destrozan en placer. No sé si reír, llorar o rogarle que nunca se detenga. Él levanta la mirada, con los labios húmedos y los ojos encendidos, y me dice con voz ronca: —Te voy a congelar y a incendiar al mismo tiempo, Bianca. Nadie puede

