La interrupción fue un susurro que venía de la parte más baja de mi voz. Lo dije casi en penitencia. Y fue verdad. Estaba harta de explicaciones, de disculpas, de reproches. Estaba harta de dar excusas por cada paso que daba. Hoy era mi turno de desaparecer. Hoy no quería la culpa colgando de mi cuello como una medalla. Emiliano jadeó con fuerza, la voz hecha de mil fragmentos. —No me dejes así… —murmuró—. Dime un lugar, dímelo y voy por ti. Mi corazón dio un salto. La imagen de su teléfono apagándose en la sala, la de sus manos en el bolsillo, todo me llamó como un faro. El instinto de rendirme, de decir “ven”, casi me domina. Pero me obligué a sostenerle la mirada que no podía ver, a proteger la última migaja de orgullo que me quedaba. —No vas a venir —dije, firme—. Y tú tampoco debe

