Y sí, lo odiaba. Lo odiaba con cada fibra de mi cuerpo. Pero también lo amaba, lo deseaba, lo necesitaba, lo maldecía y lo bendecía al mismo tiempo. Cada embiste suyo era una sentencia, cada jadeo mío una confesión. La pared detrás de mí se convirtió en cómplice silenciosa, sosteniendo mi cuerpo que ya no me obedecía. Yo quería decir “basta”, quería apartarlo, quería gritarle que esto estaba mal, que era un error, que mañana me arrepentiría… pero ¿cómo diablos iba a decir eso si mi lengua estaba atrapada entre mis dientes para ahogar los gemidos? —Más… —escapé, bajito, casi inaudible. Y él lo escuchó. Claro que lo escuchó. Emiliano siempre escucha lo que no quiero decir. Su sonrisa se dibujó apenas, esa sonrisa maldita que me hace sentir desnuda incluso cuando llevo puesta la ropa má

