Los miembros de Real Mustonw nos reuníamos en el Centro de Veteranos a cambio de pagarles una pequeña suma por tal privilegio. El dinero iba a un fondo para la fiesta anual de Navidad del centro, así que todos estábamos contentos con el trato. Por supuesto, el edificio era mucho más grande de lo que un pequeño grupo como nosotros necesitaba, pero nos gustaba la intimidad. Un oficial del centro solía quedar con uno de los socios media hora antes de la reunión para abrir el edificio. Ese socio era el responsable de dejar las estancias como las habíamos encontrado y de devolver las llaves terminado el evento. Ese año, le tocaba a Mamie Wright, ya que también era la vicepresidenta. Solía disponer las sillas en semicírculo delante del estrado y preparar los refrescos en una mesa. El encargo de llevarlos era rotativo.
Llegué temprano. Llego temprano a casi todas partes. Ya había dos coches en el aparcamiento, que se encontraba escondido detrás del pequeño edificio y estaba bordeado por un espacio ajardinado de mirtos de crepé, aun grotescamente desnudos a esas alturas de la primavera.
Las farolas del aparcamiento se habían encendido automáticamente al anochecer. Aparqué mi Chevette del 86 bajo la luz de una de ellas, la más cercana a la puerta trase ra. Los aficionados a los asesinatos somos demasiado conscientes de los peligros de este mundo.
Al entrar en el pasillo, la pesada puerta de metal se cerró de golpe tras de mí. El edificio solo tenía cinco ha bitaciones; la solitaria puerta metálica de la izquierda conducía a la sala principal, donde celebrábamos nues tras reuniones. Las cuatro puertas de la derecha daban a una pequeña sala de conferencias, los servicios de hom bres y mujeres y, al final del pasillo, a una pequeña cocina. Todas las puertas estaban cerradas, como de costumbre, ya que mantenerlas abiertas requería de más tenacidad de la que ninguno de nosotros era capaz de desplegar. El Centro de Veteranos había sido construido para resistir un ataque enemigo, dedujimos, y las pesadas puertas hacían que el edificio estuviese sumido en un profundo silencio. Incluso ahora, a sabiendas de que, por los coches aparcados fuera, había al menos dos personas más en el edificio, no se escuchaba nada.
El efecto de todas esas puertas cerradas en un pasi llo tan despejado era inquietante. Era como un pequeño túnel beis apenas interrumpido en su uniformidad por el teléfono público adherido a la pared. Recordé que una vez le dije a Bankston Waites que, si alguna vez sonaba, esperaría encontrarme con Rod Serling al otro lado de la línea diciéndome que acababa de entrar En los límites de la realidad. Sonreí ante la idea y me volví para aferrar el tirador de la gran sala de reuniones.
Y el teléfono sonó.
Me volví de repente y di dos pasos titubeantes hacia el aparato, el corazón a punto de salirse de mi pecho. To do seguía quieto en el silencioso edificio.
El teléfono volvió a sonar. Mi mano se cerró, reacia, sobre el auricular.
—¿Diga? —contesté suavemente, carraspeé y volví a intentarlo —. Diga —repetí con firmeza.
—¿Podría hablar con Julia Paliecer, por favor? —dijo una voz susurrada.
Sentí que se me erizaban todos los pelos.
—¿Qué? —balbuceé.
—Julia —susurró la voz. Y colgaron.
Aún sostenía el auricular cuando la puerta del baño de señoras se abrió y de él emergió Sally Allison.
Di un respingo.
—Jesús, Roe, ¿tan mal aspecto tengo? —dijo Sally, asombrada.
—No, no, es la llamada. —Estaba a punto de echar me a llorar, y eso me abochornaba. Sally era reportera del diario de Lawrenceton, y era tan buena reportera como Guionista y productor de televisión estadounidense, conocido principalmente por ser el escritor principal y presentador de la serie televisiva de antología de ciencia ficción En los límites de la realidad, mujer dura e inteligente a sus cuarenta años largos. Era la veterana de un precipitado matrimonio adolescente que acabó cuando nació el bebé esperado. Yo había ido a la escuela con ese bebé, llamado Perry, y ahora traba jaba con él en la biblioteca. Odiaba a Perry, pero Sally me caía muy bien, a pesar de que sus implacables interrogatorios en ocasiones me hacían retorcerme. Sally era una de las razones por las que estaba tan bien preparada para mi presentación sobre Paliecer.
Invocó todos los hechos relacionados con la llamada en forma de preguntas concisas que condujeron a una sensible conclusión; se trataba de una broma pesada de uno de los socios del club, o quizá del hijo de uno de ellos, ya que la voz parecía bastante juvenil cuando Sally la puso bajo su escrutinio.
Me sentí estafada, aunque también bastante aliviada.
Sally sacó una bandeja y un par de cajas de galletas de la sala de conferencias pequeña. Explicó que las ha bía dejado allí al llegar y de repente sintió la urgencia de las dos tazas de café que se había tomado después de la cena.
—Creía que ni siquiera podría atravesar el pasillo hasta el servicio —dijo, poniendo los ojos en blanco.
—¿Cómo van las cosas en el periódico? —pregunté tan solo para que Sally siguiese hablando mientras me recuperaba del susto.
Me costaba superar esa llamada tan fácil y lógica mente como Sally. Mientras la seguía hacia la sala más amplia y ella relataba la pelea que había tenido con su nuevo editor, aún podía sentir el regustillo metálico de la adrenalina en la boca. Tenía los brazos con la carne de gallina y me arrebujé en el jersey.
Mientras ordenaba las galletas sobre la bandeja, Sally empezó a contarme cosas sobre las elecciones que se celebrarían para encontrar a alguien que acabara el mandato de nuestro alcalde, que había muerto de forma inesperada.
—Se quedó tieso en el mismo despacho, según cuenta su secretaria —comentó como si tal cosa mientras ordenaba una nueva fila de Oreos—. ¡Y eso que solo llevaba un mes en el cargo! Se acababa de comprar un escritorio nuevo. —Meneó la cabeza, no sé si porque lamentaba la muerte del alcalde o el desperdicio del escritorio nuevo.
—Sally —dije, sorprendiéndome a mí misma—, ¿dónde está Mamie?
—¿A quién le importa? —repuso ella con franqueza. Me apuntó con una ceja arqueada.
Sabía que debería reírme, ya que Sally y yo ya habíamos hablado del desagrado que compartíamos acerca de Mamie, pero no me molesté en hacerlo. Sally empezaba a irritarme, ahí, con ese aspecto sensible y atractivo, su sinuosa permanente broncínea, el traje caro bien llevado y los también caros zapatos que le sentaban como un guante.
—Al aparcar —dije con bastante tranquilidad— vi dos coches; el tuyo y el de Mamie. Reconocí el suyo porque tiene un Chevette como el mío, pero blanco en vez de azul. Ambas estamos aquí, así que ¿dónde está Mamie?
—Ha colocado las sillas y ha preparado el café —explicó Sally después de pasear la mirada por los alrededores—. Pero no veo su bolso. Quizá se haya ido a casa a por algo que haya olvidado.
—¿Y cómo no nos hemos topado con ella? —Oh, y yo que sé. —Sally empezaba a compartir mi irritación—. Ya aparecerá. ¡Siempre lo hace!
Las dos nos reímos, tratando de disipar nuestro disgusto mutuo en lo divertido que nos parecía que Mamie Wright se empeñase en acudir a todos los eventos a los que asistía su marido, formar parte de todos los clubes a los que se apuntaba y compartir su vida hasta las últimas consecuencias.
Bankston Waites y su gran amor, Melanie Clark, entraron justo cuando posaba el cuaderno de notas sobre el estrado y deslizaba el bolso por debajo. Melanie era administrativa en la aseguradora del marido de Mamie y Bankston era responsable de préstamos del Associated Second Bank. Llevaban saliendo un año, tras descubrir su interés mutuo durante las reuniones de Real Mustonw, si bien habían ido juntos al instituto de Lawrenceton unos cuantos cursos por delante de mí sin que saltaran las chispas.
La madre de Bankston me dijo la semana anterior en la tienda de alimentación que cualquier día se esperaba un anuncio importante de la pareja.